11 de febrero de 2001
Los caminos del encuentro (extracto del artículo publicado en La Nación el 11 de febrero de 2001)

A pesar de las dificultades que enfrenta, la adopción es un acto de esperanza para el desamparo.

La adopción es una de las instituciones sociales más hermosas. Por su intermedio, un niño recupera la posibilidad de crecer dentro de una familia. Los padres adoptivos ensayan una forma de cuidado que no se relaciona con la biología e incursionan en un tipo de familia que no es el tradicional, ya que el hijo tiene programas genéticos y psicosociales recibidos de otras personas.

La adopción se basa en la solidaridad, porque los padres adoptivos se hacen cargo de un hijo que tiene en su cuerpo y su psiquismo las señales de otra familia, la de origen, y esto tiene que ser aceptado, respetado e incluso valorado por la familia adoptiva si quiere aceptar, respetar y valorar a su hijo.

La adopción es, así, una forma de solidaridad entre familias. Hay quien, quizá exagerando algo la nota, habló de familias que adoptan familias, ya que se trata de un entrecruzamiento social en el cual una de ellas lleva adelante la crianza y educación de un niño engendrado por la otra, y en ocasiones (cuando no se trata de un recién nacido) en parte criado por ésta. En países, como Estados Unidos, la familia de origen puede elegir la familia adoptiva e incluso pactar que el niño o la niña esté en contacto cada tanto con la familia de origen, o bien puede elegirla y recibir informes sobre la evolución del hijo por interpósita persona (usualmente, la agencia que se ocupó de la adopción) u optar por la forma tradicional de entrega sin informes ni contacto posterior alguno (sin siquiera saber a qué familia se adscribe el hijo). A cualquiera de estas formas se la llama adopción, porque lo es.

Los problemas surgen cuando a esta institución tan noble se la coloca en un contexto de pobreza y de injusticia social como el que lamentablemente estamos viviendo. Por supuesto que existen muchos matrimonios que quieren adoptar, se inscriben en los organismos especializados, son evaluados y esperan recibir el hijo que ansían. Pero también hay muchos que de entrada, o después que se cansan de esperar, comienzan el viaje hacia las zonas del país en donde los chicos son sobreabundantes y la miseria es extrema. La mayoría de las veces no pagan por el chico, pero por medio de intermediarios (abogados, médicos, enfermeras, comisarios, religiosas, etc.) que, a menudo de buena fe, los conectan con las madres dispuestas a entregar el hijo. Estas ya han tenido otros y los han entregado, o viven con ellos en condiciones paupérrimas. Los matrimonios que quieren adoptar las llevan a los hoteles en que ellos están parando -donde quedan esperando el parto-, o a casas de amigos. Les dan ayuda económica y les prometen seguirlas ayudando en el futuro. Lo cual no estaría mal si no fuera porque todo esto se realiza en un clima de constreñimiento económico en que la decisión es poco clara.

En estas condiciones, los candidatos a adoptar al niño sienten culpa, algo así como si lo robaran. Las madres sienten también la culpa del abandono. Los intermediarios sienten que están colaborando para que el niño en cuestión tenga un buen futuro, pero no pueden esquivar la sensación de suciedad que el procedimiento engendra. Los funcionarios y los jueces vacilan entre oficializar esas entregas para que el niño tenga un porvenir con más opciones, ayudar (o a veces presionar) a la madre de sangre para que retenga al niño, o retirarlo para entregárselo a otro matrimonio.

Aun los que quieren adoptar, pero que no desean padecer esta situación, sienten (si finalmente adoptan) que es mejor no ahondar en las causas que hicieron que la madre entregase su hijo. Frente a esta situación, algunos reclaman una reforma legal. De hecho, antes, la ley de adopción legitimaba las entregas directas de un hijo a la familia adoptiva, y ahora no: es válida sólo la entrega de la guarda hecha por un juez.

Pero las entregas contratadas se siguen dando y es lógico porque las madres de sangre sienten legítimamente que ellas tienen algo que decir en la elección de los adoptantes, y esto se da en una situación de pobreza y de injusticia que no tolera soluciones asépticas. Quienes todavía hoy piden más reformas legislativas no comprenden (o no quieren saber) que el problema no está ahí, sino en la realidad social, cada vez más injusta.

¿Qué es lo deseable, entonces, en materia de adopción en la Argentina de 2001? En primer lugar que la familia que está dispuesta a entregar a un hijo en adopción sea ayudada. Atención: hablo de familia y no solamente de la madre, porque un hijo nace dentro de una familia (tiene abuelos, tíos y a veces aparece el padre). Entiendo por ayuda la que se dirige a poner a las personas en mejores condiciones para decidir si entregan o no el hijo. Ayuda económica, psicológica, social y jurídica, dirigida no a presionar para que la familia retenga al hijo (en tal caso, probablemente luego lo abandone o maltrate), sino a que tome la decisión de retener o entregar con alguna libertad.

No se trata de evitar el abandono. Cuando una familia entrega a un hijo no hay tal abandono. Hay una decisión de que sea otro quien cuide y eso no es abandono. Se trata de evitar decisiones apresuradas o coaccionadas por las circunstancias. Habrá quienes necesiten un lugar para vivir con su hijo. Habrá quienes precisen ayuda para requerirla a sus propios padres, a quienes no se han animado a hablar del embarazo. Tengamos conciencia de que, si esta ayuda no es meramente declamatoria, implica un cambio radical en nuestra conducta social. Si se trata de ayudar en serio, habrá que pensar y poner fondos a ese servicio. Si no, es mejor no decir que se va a ayudar a nadie. Si esta ayuda es brindada alguna vez (cosa bien dudosa a tenor de los parámetros liberales que hoy fundamentan las decisiones del Estado), la adopción podrá transformarse en lo que debería ser. Un conjunto de decisiones limpias, tomadas sobre la base de la solidaridad.

Los matrimonios adoptivos podrán entenderse con las familias que han decidido entregar al hijo en un plano de mayor libertad y menos culpa, respetando decisiones responsables que a lo mejor no comparten, pero que aceptan y valoran.

La adopción volverá a ser así una forma de colaboración social, una óptima forma. De otro modo, seguiremos corrompiendo esta excelente institución. Y, como decía Aristóteles, la corrupción de lo mejor da como resultado lo peor.

Por Eduardo José Cárdenas

Especial para La Nación

Ex juezCivil en la Ciudad de Buenos Aires, especialista en asuntos de familia. Creó la Fundación Retoño, dedicada al cuidado de hijos de familias en crisis.

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