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Mi primera vez...
"Centella. Continuación I"
-Si -contestó Diarte.
-vale, entonces...elijo a Centella
-jajajajaja -oí reír a Diarte por el auricular-, vale, entonces hasta mañana...nos vemos a las ocho.
-Chao Diarte, hasta mañana. -dije y colgué el auricular con la incertidubre por saber a que venía esa última risita de Diarte.

Diarte, mi amigo o, mejor dicho, mi ex-amigo, es un tipo alto y musculoso, con la cabeza rapada al cero debido a un problema de alopécia familiar que había heredado de su padre, y éste, del suyo, y éste a su vez de..., era algo predecible. Simpatiquísimo, amable, muy extrovertido, y al que conozco tan apenas hacía cuatro semanas al coindicir que había construido una especie de mini-establo-hipódromo-tentadero justo a la vora del camino por el que suelo -solía- pasar con mi bicicleta cuatro veces al día y en el que solía detener para observar -y pura curiosidad- el avance de la construcción.
Estaba en lo que era un antiguo campo de naranjas y al que le había arrancado las 3/4 partes de los árboles dejando unos pocos para el consumo personal y de adorno, decorativos.
Al fondo y a la derecha era donde había construido las caballerizas y donde estaban alojados sus dos únicos caballos; "Centella" y "Volcán", y a los que yo, y hasta esa fecha, tan sólo conocía de ellos a sus respectivas cabezas, que solían asomar por aquella puerta de dos hojas horizontales tan extraña, que podía abrirse por la mitad; la parte alta y la parte baja, y que también cumplía la función de una ventana.
Todo el recinto del mini-establo-hipódromo-tentadero estaba vallado por una nueva y brillante tela metálica, salvo la puerta de entrada, claro, que era de madera y de dos hojas, con una rueda de un carromato antiguo de adorno en el mismo centro que, al abrise la puerta la partía por la mitad, dando acceso a un estrecho sendero de tierra amarillenta adornado a ambos lados con una larga fila de rosales. Al llegar al centro, el sendero daba a una pequeña plazuela con una pequeña fuente en el centro, y desde allí se ramificaba en otros estrechos senderos a cada parte de las instalaciones.

Toda esa noche la pasé imaginando lo que me esperaba vivir, por primera vez, al día siguiente, y aún sin dormir, lo soñaba tan real que incluso me debía de esforzar por dejar de oler aquellas preciosas rosas del sendero, de oír los relinches de los caballos... e incluso imaginándome a mí mismo vestido completamente de negro, con los guantes y el pañuelo con el que ocultaba parte de mi rostro, la capa y, por supuesto, y de negro también, un bonito sombrero cordobés.
Me imaginaba subido en lo alto del tejado de las caballerizas, con un látigo enrroscado en mi mano derecha y llamando a Centella con un silbido, acudiendo este, ráudo y veloz, brillando su piel y sus perfectos y sincronizados músculos bajo el sol, relinchando y balanceando su larga melena negra al compás de su trote...
Y me veía saltando desde ese tejado; encajando como un guante sobre la silla de montar de Centella, recibiendo mi peso sobre sus lomos como señal para ergirse y alzarse sobre sus patas traseras, emitiendo a la vez un nuevo, espendoroso y sonoro relinche que, como el corneta que anuncia el típico...¡¡Al ataqueeeeeerrr!!, Centella, dejando una enorme y espesa nube de polvo amarillento a nuestra espalda, empezara a galopar y a tomar el suficiente impulso para saltar por encima de aquella brillante y nueva valla metálica con carantías, y volver a atemorizar a las autoridades y gentes adineradas con un nuevo caso "EXPEDIENTE X", con..
¡¡EL REGRESO DEL ZORRO!!...


Pero todo fue muy distinto. Muy distinto... ¡¡maldita sea!!

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