Julio Cortázar ha descendido a los túneles del metro para refutar el paso del tiempo ("El perseguidor"), encontrar el juego combinatorio del amor y la fatalidad ("Manuscrito hallado en un bolsillo") o llevar una sospechosa estadística de la desaparición ("Texto en una libreta"). Gracias a la gentileza de Aurora Bernárdez, podemos ofrecer un texto que complementa este territorio esencial de Cortázar. "Bajo nivel" explora el discurso profundo del metro y nos trae de nueva cuenta, entre el fragor de los vagones y el humo de las galerías, la voz del imprescindible Julio Cortázar.
Puede ser que, una vez más, todo empiece por las palabras y
entonces, claro, con ellas. Puede ser que el vocabulario del
metro sea en parte la raíz de ese contacto de por vida que tengo
con él, y que de ahí provengan tantas páginas que le he
dedicado o que él me ha dictado en relatos y novelas, bumerang
del verbo que retorna a la mano y a los ojos.
Correspondencias, por ejemplo: en París es el término
que indica los cambios que puedan hacerse entre las diferentes líneas,
pero como en casi toda la nomenclatura de nuestros Hades urbanos,
es un término cargado. Cuando llegué a París en 1949,
trayendo como brújula la literatura francesa, Charles Baudelaire
era mi gran psicopompo; el primer día quise conocer el Hôtel
Pimodan, en la isla Saint-Louis, y al preguntar por el metro que
me llevaría a orillas del Sena, el hotelero me indicó la línea
y agregó: "Es fácil, no hay más que una correspondencia."
En ese mismo momento mi memoria volvía una y otra vez al célebre
soneto de Baudelaire, y de golpe sentí que todo estaba bien, que
entre París y yo no habría rupturas. Veintinueve años han
pasado y las correspondencias entre nosotros persisten y se
ahondan.
En Inglaterra y Estados Unidos, las correspondencias se llaman cambios,
y en mi país combinaciones. Cualquiera de las tres
palabras contiene cargas análogas, insinúan mutación,
transformación, metamorfosis. El hombre que baja al metro no es
el mismo que vuelve a la superficie; pero, claro, es preciso que
haya guardado el óbolo entre los dientes, que haya merecido el traslado,
que para los demás no pasa de un viaje entre estaciones, de un
olvido inmediato.
En el principio fueron los olores. Yo tenía ocho o nueve años y
desde el suburbio bonaerense donde vivíamos, mi abuela me
llevaba de visita a la casa de unos amigos. Primero un tren local,
luego un tranvía y por fin, desde el centro de la ciudad, el
subterráneo, que los porteños llaman subte casi como si
le tuvieran miedo a la palabra completa y quisieran neutralizarla
con un corte desacralizador. Hoy sé que el trayecto en subte no
duraba más de veinte minutos, pero entonces lo vivía como un
interminable viaje en el que todo era maravilloso desde el
instante de bajar las escaleras y entrar en la penumbra de la
estación, oler ese olor que sólo tienen los metros y que es
diferente en cada uno de ellos. Mi abuela me llevaba de la mano (su
traje negro, su sombrero de paja con un velo que le cubría la
cara, su invariable ternura), y había esos minutos en el andén
en que yo veía la hondura del túnel perdiéndose en la nada,
las luces rojas y verdes parpadeando en la profundidad, y luego
el fragor progresivo, el tren dragón rugiendo y chirriando, los
asientos de madera que yo rechazaba para quedarme de pie contra
una ventanilla, la cara pegada al vidrio. Porque cuando el tren
tomaba velocidad las paredes del túnel se animaban, se convertían
en una pantalla móvil con cables como serpientes negras
ondulando, con el paso instantáneo de las luces, y siempre ese
olor en el aire espeso y lento que nada tenía que ver con el de
fuera, con el de arriba. En algún momento que cada vez tenía
algo de milagroso, el tren ascendía a la superficie, las
ventanillas se llenaban de sol y de copas de árboles; algo como
alivio, como rescate de esa breve temporada en el infierno, y a
la vez la monotonía de recuperar la normalidad, las calles y las
gentes y el té con pasteles que nos esperaban invariables a cada
visita mensual, decirse entonces que el viaje no había terminado,
que al caer la noche volveríamos a tomar el subte, de nuevo el túnel
y las serpientes y el olor, de nuevo ese interregno excepcional
que de alguna manera me condenaba ya a cosas como ésta, a
escribirlo aquí cincuenta y tantos años después.
Por cosas así puede llegarse a mantener un comercio furtivo con
el metro, una relación de la que no se habla pero que un día
asoma en los sueños y en esa otra manera de soñar que son los
cuentos fantásticos. Allí y en pasajes de novelas he ido
coagulando a lo largo de los años ese sentimiento de pasaje que
nada tiene que ver con el traslado físico de una estación a
otra. Ya en Buenos Aires y en la juventud, el subte Anglo me había
llevado a la escritura, y recuerdo que al subir a la superficie
mi primer impulso era entrar en alguno de los viejos y sombríos
cafés del centro donde de alguna manera se mantenía ese clima
de extrañamiento con relación a lo que me estaba esperando en
el resto del día. Era entonces mi sola experiencia en ese
terreno, y no podía imaginar que alguna vez otras ciudades del
mundo habrían de darme, como sin duda le ha ocurrido a Siet
Zuyderland, diferentes aproximaciones a un centro común; porque
hoy sé que el metro, el subte, el underground, el subway, no sólo
se asemejan obligadamente en el plano funcional, sino que todos
ellos crean a su manera un mismo sentimiento de otredad
que algunos vivimos como una amenaza que al mismo tiempo es una
tentación. Si bajar al metro representa para mí una leve
angustia, una crispación física que pasa en seguida, no es
menos cierto que salir de él significa cada vez una indefinible
renuncia, un regreso a la seguridad cobarde de la calle; como
haber soslayado una indicación, un sistema de signos acaso
descifrables si no se prefiriera casi siempre lo superficial.
Como en el teatro y en el cine, en el metro es de noche. Pero su
noche no tiene esa ordenada delimitación, ese tiempo preciso y
esa atmósfera artificialmente agradable de las salas de espectáculos.
La noche del metro es aplastante, húmeda de un verano de invernáculo
y además infinita; en cualquiera de sus puntos o de sus horas la
sentiremos prolongarse en los tentáculos de los túneles, en
cualquiera de las estaciones a las que bajemos estará latiendo
uno de los muchos corazones del inmenso pulpo negro que subtiende
la ciudad. La noche del metro no tiene comienzo ni fin, allí
donde todo se conecta y se transvasa, donde las estaciones
terminales son a la vez llegada y partida; llamarlas terminales
es una de las muchas formas de defensa contra ese temor
indefinido que espera en la penumbra del primer corredor, del
primer andén.
El metro como intercesor entre el condicionamiento rutinario de
la calle y el momentáneo despertar de otros estados de
cenestesia y de conciencia. A diferencia de la marcha en la calle,
donde las opciones y la vigilancia son incesantes, basta iniciar
el descenso para que una mano invisible se apodere de la nuestra
y nos lleve sin la menor posibilidad de elección hacia el
destino prefijado. No se va de dos maneras diferentes de la
estación Etienne Marcel a la estación Panelagh: flechas y
pasajes y carteles y escaleras anulan todo margen de capricho,
todo zigzag de superficie. Pasajeros y trenes se mueven dentro de
la misma relojería predeterminada, y es entonces cuando las
potencias de la superficie se adormecen y puede suceder que
accedamos a otros niveles; al liberarnos de la libertad, el metro
nos vuelve por un momento disponibles, porosos, recipientes de
todo lo que la libertad de la superficie nos priva, puesto que
ser libres allá arriba significa peligro, opción necesaria, luz
roja, cruzar en las esquinas mirando del buen lado.
De vivir en nuestro tiempo, poetas como Gérard de Nerval y
Baudelaire hubieran amado el metro; Nerval por su lado
alucinatorio, cíclico y recurrente, y Baudelaire por la
artificialidad total de una micrópolis en la que no hay plantas
ni pájaros ni perros. (Ratas sí, pero la rata está del lado
del poeta, lucha contra el sistema, lo mina y contamina en una
batalla sin cuartel que dura desde la primera ciudad de los
hombres y sólo acabará con la última.)
La primera vez que bajé a la estación Saint-Michel y vi las
enormes estructuras metálicas, las escaleras y los ascensores de
hierro, la luz mortecina y estancada en la que toda idea de
sombra es inconcebible, medí hasta qué punto Baudelaire hubiera
aprobado ese congelado infierno moderno. Desde hace unos años,
la renovación de las estaciones del metro de París intenta
"humanizar" el ambiente, pero nada parece haber
cambiado en la conducta de quienes las usan. Ya a medias
robotizados por los mecanismos de la superficie, el descanso los
fija en una total desmultiplicación de la vitalidad, de la
comunidad, de la comunicación incluso en sus formas más
embrionarias. Sólo los grupos, las bandas se agitan y hablan
porque poseen y transportan su propio microclima que los defiende
de la soledad exterior; los otros, incluso las parejas, se
encierran en un mínimo de movimientos, de gestos y de miradas.
Las caras de los pasajeros de un autobús reflejan siempre algo
de lo que los rodea y los invade viniendo de las ventanillas; sus
ojos siguen el dibujo o las leyendas de los carteles
publicitarios, el cruce de los autos, el ritmo de las vitrinas y
las gentes en las aceras. Pero aquí todo es rígido y como
intemporal, y no hay nada que ver ni oír ni oler porque
todo es recurrente y periódico y forzoso y casi idéntico en
cualquier estación de metro. Los carteles de publicidad duran
interminablemente, y acaso nadie se da demasiado cuenta de su
renovación periódica. La luz y el aire tienen siempre la misma
consistencia, todos hemos leído cientos de veces las mismas
leyendas, advertencias, prohibiciones y consejas municipales, y
las seguiremos leyendo porque los ojos se mueren de hambre en el
metro, buscan un empleo, un asidero que los arranque de ese ir y
venir en la nada. Este asiento está reservado a: 1)los
mutilados de guerra, 2) las mujeres embarazadas, 3) los ancianos,
etcétera./ Está prohibido descender a las vías en caso de
interrupción de la marcha, a menos que así lo indiquen los
empleados responsables, etcétera. (Menos mal que la política,
la estupidez y la sexualidad llenan de inscripciones un poco más
cambiantes los corredores y los vagones; el ojo salta sobre ellas,
las devora contento, las entrega al cerebro para que apruebe o
rechace. El Shah asesino/ Mueran los judíos/ Mao o Brejev/ Me
gusta chupar/ Sea macrobiótico/ Abajo Pinochet.)
Paradójicamente, la codificación congelada del metro favorece
en algunos viajeros la irrupción de lo insólito. Sé de la
disponibilidad, de la porosidad que crea la rutina, de la
somnolencia favorable dentro de la colmena de indicaciones y
recorridos infalibles. Lo sólito es allí tan manifiesto que la
más mínima transgresión o fisura se da con una fuerza que no
tendría en la superficie. El día en que me tocó viajar de pie
en un vagón atestado, y una mano de mujer joven se apoyó sobre
la mía y permaneció allí durante una fracción de tiempo que
rebasaba lo normal antes de retirarse al otro extremo de la barra
mientras su dueña se excusaba con un gesto y una sonrisa, ese mínimo
episodio alcanzó una intensidad de la que hubiera carecido
totalmente en un autobús, por la simple razón de que los
protagonistas habrían estado más ocupados por su entorno,
el roce de sus manos no habría tenido esa sutil transmisión de
fuerzas, esa electricidad musgosa que me llegó tan a lo hondo y
dio días después un relato que se llama Cuello de gatito
negro.
En otro plano, la fisura dentro de la monotonía puede nacer de
ese estado de desocupación mental que el metro favorece como
pocas otras cosas. Pienso en un relato mío que sigue inédito, y
que nació de un comentario humorístico sobre el número de
pasajeros que habían bajado en un cierto día al subte Anglo en
Buenos Aires, y el número de los que habían vuelto a la
superficie (faltaba uno). Broma, error de control, todo quitaba
importancia y seriedad a algo que sin embargo me pareció grave,
quizás horrible, y que en su proyección imaginativa se volvió
el preludio de un descubrimiento abominable.
Y luego, como una fascinación que el viajero presuroso y
funcional rechaza, hay la llamada más profunda, la invitación a
quedarse, a ser metro. Es una vez más la atracción del
laberinto, recurrente mäelstrom de piedra y de metal. Lo insólito
se da allí como un reclamo que exige la renuncia a la superficie,
la recodificación de la vida. Pobres Elíseos atenazados por la
urgencia de los horarios y las citas, los viajeros se tapan los oídos
con cualquier cosa, el diario que leen entre las estaciones, las
tiras cómicas, la contemplación vacua del vagón o del andén.
Algunos sin embargo oyen el canto de las sirenas de la
profundidad, y yo he aprendido a reconocerlos; son los que
mientras esperan un tren dan la espalda a la estación y miran
perdidamente la hondura tenebrosa del túnel. Entre ellos podría
estar el protagonista de Manuscrito hallado en un bolsillo,
alguien capaz de comprender y acatar el implacable ritual de un
juego de vida o muerte con el que buscará a una mujer dentro de
un sistema de claves implacables que él piensa haber inventado
pero que vienen del metro, de la fatalidad de sus itinerarios, de
su posesión total del viajero apenas se bajan los peldaños que
nos alejan del sol y de las otras estrellas.
Pero si en todo esto lo insólito se proyecta en la consecuencia
literaria más que en los hechos tangibles, también vale por sí
mismo, aunque luego llegue a ser un tema de escritura. Antes de
narrar el viaje imaginario de Johnny Carter en el metro, yo había
vivido muchas veces esa fuga fuera del tiempo o ese acceso a otra
duración que Johnny, en El perseguidor, habría de
explicarle a su manera a Bruno. En 62, Modelo para armar,
muchos episodios fueron vistos y escritos alucinatoriamente, y el
metro instiló también allí su aura de excentración y de
pasaje; eso me explica ahora el episodio del descenso de Hélène
y su contemplación de los carteles publicitarios antes de su
encuentro con Delia. En esos días yo había sentido con mayor
fuerza que nunca el efecto del cambio de escala en esas caras y
esas manos enormes que desde las paredes del andén de la estación
Vaugirard proponían muros de quesos o vacaciones en México. Ya
en la superficie seguía viéndolos como una especie de corrección
de la realidad que pretendía rodearme y moldearme y someterme a
su pretendida escala de formas y valores; de golpe esas imágenes
monstruosas, esas uñas y esos dientes agigantados por el ansia
de la sociedad de consumo, se me volvían positivos, me ayudaban
a desconfiar de lo usual y lo fácil y lo presabido; de golpe yo
era un pigmeo entre pigmeos, allí en la esquina podía estar
esperándome, terrible y definitiva, la enorme niña que amaba el
queso Babybel, y esa niña podía ser de hidrógeno o de cobalto,
su zapato me aplastaría contra la acera sin odio y sin razón
como nuestros zapatos aplastan hormigas a lo largo de gratas
excursiones dominicales. Sentí que vivíamos por casualidad, que
nuestras reglas tranquilizadoras estaban rodeadas y amenazadas
por incontables excepciones, azares y demencias; todo eso busqué
decirlo luego en la novela, todo eso le ocurrió a Juan, a Hélène,
a los que de alguna manera tenían que pagar el precio de haber
bajado al metro de sus propios corazones, de haber asumido los códigos
de la noche bajo tierra.