Conferencia mundial sobre políticas culturales


Hablar de los problemas de la cultura es en sí mismo un problema cultural, con todos los riesgos que supone estar situado en el interior del terreno que se busca conocer. No siendo un antropólogo cultural sino un escritor de ficciones, lo que alcanzo a vislumbrar en este campo está teñido  de literatura y acaso sólo sea literatura; si de todos modos me interrogo sobre la cuestión, lo hago porque soy un escritor latinoamericano y eso supone, cuando se lo es honestamente, pensar y actuar en un contexto donde realidad geopolítica y ficción literaria mezclan cada vez más sus aguas. Felizmente, creo, porque al hablar de cultura desde una de las dos orillas no me parece que conduzca a nada que no sea abstracto e inoperante.
Aclaración sobre lo que precede: Desde hace un cuarto de siglo, los escritores latinoamericanos leídos apasionadamente por un número de lectores que no cesa de multiplicarse, han sido o son aquellos para quienes la literatura constituye una de las tentativas de hacer frente a la cuestión de la identidad cultural de sus pueblos y contribuir con las armas de la invención y la imaginación a volverla más honda y más completa. Es cosa sabida que una gran mayoría de lectores latinoamericanos , al "descubrir" por fin a sus propios autores, ha dado un paso adelante en el descubrimiento de su propia identidad cultural. Las literaturas foráneas, módulos y ejemplos en la primera mitad del siglo - que hasta en eso era un siglo colonial- comparten hoy un vasto espectro de lecturas en el que han cesado de ser el color dominante. Y si la calidad literaria requerida para ese ajuste ha sido innegablemente muy grande en los escritores vernáculos, sobran las pruebas de que las calidades ficcionales no hubieran bastado para mover el fiel de la balanza; el lector latinoamericano, incierto en cuanto a su identidad profunda y dado con la misma incertidumbre a todos los vientos de la imitación y los prestigios foráneos, empezó a conocer hacia los años cincuenta una literatura próxima y por decirlo así personal, en la que bruscamente se miró como en un espejo que lo llamaba o lo repelía, buscaba su contacto o lo denunciaba. Porque en esa literatura subyacía no sólo el trasfondo de lo latinoamericano sino su crítica, la exhumación de lo olvidado o desconocido, y la indagación de raíces menospreciadas o sustituidas por influencias exteriores.
Se ve entonces por qué hablé de la fusión de realidad geopolítica y de ficción literaria, sin la cual nuestra literatura, hubiera seguido siendo solamente eso, literatura, vehículo de solaz estético y de cultura desarraigada. Pero a la hora de seguir buscando los motores operantes en el proceso de la cultura, el panorama de los escritores se detiene brutalmente frente a barreras que los antropólogos y los etnólogos conocen mejor que ellos. De este lado de la barrera - que abarca esencialmente los sectores urbanos, y el del mestizaje en su conjunto -, el hecho de hacer una literatura que sea al mismo tiempo un sistema de interrogaciones y respuestas con respecto  los valores nacionales en toda su gama social, política, ética y estética, ha determinado una creciente toma de conciencia que gravita ya innegablemente en el proceso histórico de nuestros pueblos, pese a las fuerzas regresivas para quienes este proceso vale tan sólo como su coro de caza por derecho propio. Y sin embargo, ¿qué magnitud real puede tener esa toma de conciencia histórico-cultural cuando se piensa en el inmenso sector indígena y, dentro del área del mestizaje, el rural? Basta imaginarlo para sentirse totalmente extrañado en un continente que es el nuestro pero en el cual sólo ocupamos culturalmente una ínfima parcela, aunque sea la que domina económica y políticamente y se propone como una totalidad que a nadie engaña.
Entonces, ¿tiene sentido seguir hablando de identidad y cultura nacionales frente a un mosaico de heterogeneidades como el que presenta América Latina, incluido por supuesto el Brasil? ¿Tiene sentido hablar de culturas nacionales cuando en la gran mayoría de los casos la cultura del poder - mestiza y urbana- coexiste con otras estructuras culturales diferentes y a veces hasta violentamente opuestas? Sí, en la medida en que optemos por una decisión selectiva, y una esperanza intercultural a largo plazo; pero cuando a un escritor latinoamericano le plantean el tema de la cultura universal, se encoge de hombros: demasiadas barreras conoce en su país como para entrar en una proyección sin duda necesaria, pero que para él es tan remota como vertiginosa.
Todo esto suena negativamente, y sin embargo el escritor conoce también los lados positivos de ese segmento de tarea cultural que le ha tocado cumplir desde que dejó de entender la literatura como un puro ejercicio artístico. Su inserción contemporánea en los procesos geopolíticos le ha permitido descubrir la posibilidad de despertar ecos dormidos, imágenes subyacentes, formas y herencias telúricas que los procesos de colonialismo primero, y de aculturación foránea más tarde, habían sumido en un limbo  del que apenas se asomaban fragmentariamente en el folklore, las artes, las conductas y los temperamentos. La literatura así entendida y practicada hace pensar en la rama de avellano del rabdomante: los manantiales, las venas metálicas están siempre ahí, y bastaba mostrarlos para que sus legítimos dueños los recuperaran. A los españoles suele asombrarles la forma y la intensidad con que los novelistas latinoamericanos han asumido el habla de sus países, como si esto no fuera a la vez prueba e instrumento de su adhesión a los valores culturales sobre los cuales jugarán después todos los niveles posibles de la lengua, todas las experiencias y los sincretismos y las invenciones. Lo positivo está en llevar a sus últimas consecuencias, dentro del pequeño sector a su alcance, esa catalización de fuerzas auténticas, de valores propios; la cultura es más contagiosa que los elefantes, y el en que los procesos históricos latinoamericanos de signo negativo (pienso sobre todo el los del Cono Sur) sean sustituidos por los que emanen de la cultura profunda de los pueblos, lo ya conseguido en un pequeño sector nacional se comunicará espontáneamente a los otros actores, en la medida en que caigan las barreras de todo tipo que hoy los aíslan. Esto ya ocurre en alguna medida, aunque bajo un signo harto más negativo que positivo: la televisión urbana deja su impronta en las zonas rurales más aisladas, sin hablar de los periódicos, el cine y otros eventuales vehículos de cultura; pero éstas son cosas que la UNESCO conoce de sobre y mucho mejor que yo.
Aquí una  digresión sólo en apariencia literaria. Cuando se habla de cultura en América Latina, no puedo dejar de pensar en la obra de José Lezama Lima como su paradigma a la vez secreto y resplandeciente. Sin decirlo jamás de manera expresa, la novelística de Lezama parece estar indicando a nuestros escritores el sentido más hondo de esa tarea en que están empeñados desde hace un cuarto de siglo. Porque todavía más allá y más adentro de esa fusión de lo imaginativo con la realidad histórica, al escritor latinoamericano le cabe llevar hasta sus últimas consecuencias la difícil búsqueda y el cateo de todas las fuentes de la savia nacional. En Lezama  la vertiginosa exploración cultural en sus formas más complejas y universales coexiste con la realidad cubana más entrañable; pero en esa simultaneidad, y ahí está la lección nunca dicha, ninguna forma o nivel de cultura es visto como superior a los otros. Maravilla la naturalidad con que Lezama pasa de una visión platónica o de un comentario erudito sobre Omar Kayam a la enamorada descripción de una receta de cocina, de un vestido de novia o de un juego de niños. En eso, creo, reside la intuición más profunda de una cultura sin las jerarquías casi escolásticas que tanto mal nos han hecho. A nuestra literatura, si ha de seguir siendo útil para la causa de la cultura, le toca darse como una empresa de catalización; al sumirse de lleno en nuestra realidad, la transmutará en la redoma verbal que a su vez la transmitirá en su forma más unitiva y totalizadora; puesto que lo que llamamos cultura no es en el fondo otra cosa que le presencia y el ejercicio de nuestra identidad en toda su fuerza.
Sí, pero...
Se me perdonará la torpeza cuando digo que recorro los temarios de tantas reuniones consagradas a la cultura sin encontrar jamás una referencia tácita o explícita a lo que llamaré en abstracto la función del poder. Supongo que de eso se habla o se trata entre líneas, pero frente a enunciados que exponen la cultura como "in vitro", se siente la necesidad de preguntarse cómo se puede tratar de cultura y sociedad, de políticas culturales y de cooperación cultural entre tantos otros temas y problemas, sin plantearse previamente el del poder en sus formas presentes y activas, llámense imperialismo, políticas hegemónicas, nacionalismos agresivos, etc.
Sin entrar en lo concreto, que nadie desconoce: Cuando se habla de "políticas culturales", ¿no sería tiempo de hacer frente al problema inverso, es decir al de las culturas de las políticas? Desde siempre, toda política, como latencia  casi universal de la voluntad de poderío, sólo acepta y apoya una cultura que favorezca sus fine, ya sea una parte de la propia cultura nacional o de alguna otra análoga y por tanto conveniente. Lo que traba los mecanismos y las finalidades del poder, es denunciado y combatido como formas negativas de la cultura. Llevar el debate a la esfera de la política (aunque sólo sea platónicamente, pero Platón sigue teniendo una inmensa fuerza en el campo del espíritu), parecería una de las condiciones básicas para que las políticas de la cultura alcanzaran alguna vez su plena eficacia. ¿Por qué no una conferencia sobre el tema?

Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales - UNESCO, México, diciembre de 1982