"En una remota
región, hace mucho, mucho tiempo..."
Así comienzan los Cuentos Clásicos...Pero, hay que aclarar, los Cuentos pueden
servir para dormir y soñar...pero también para pensar y Despertar...
Y para divertirse
- Historias de Nasrudin
Tradición Sufí
- Las Armas del Maestro y
otras más.
- La Sopa de Pato
- El Baile de los Flamencos,
El Vampiro y otros Horacio Quiroga
- Cómo Ocurrió, Una Noche de
Canto Isaac Asimov
- El Llano en Llamas
Juan Rulfo
- Infantiles: El Gato con
Botas, Barba Azul...
Un día,
Nasrudin se sentó al borde de un río para descansar. Poco después se acercaron
dos comerciantes muy gordos que tenían la intención de pasar al lado opuesto del
río. Como no había puente, uno de ellos suplicó a Nasrudín:
-
Señor, somos los más ricos comerciantes de la capital. Vamos al país
vecino a efectuar negocios. Si usted puede llevarnos a cuestas al otro lado del
río, cada uno de nosotros le recompensará con un lingote de plata.
-
El río es profundo e impetuoso. Si la corriente nos arrastra, ¿qué
podremos hacer? -manifestó Nasrudin con preocupación.
-
Eso no importa. Para nosotros los negocios y el dinero son más
importantes y preciosos que la propia vida -expresó uno de los comerciantes.
-
Es imposible que la corriente nos arrastre. En todo caso si ello ocurre,
no le culparemos a usted -manifestó el otro.
-
Ya que es así, vamos a probar -dijo Nasrudín.
-
Seguidamente Nasrudín llevó a cuestas a uno de los comerciantes hasta la
orilla opuesta, obteniendo luego un lingote de plata. Al hacer lo mismo con el
otro, cuando llegó a la mitad del río, Nasrudín deslizó involuntariamente un pié
y se cayó en el agua. En consecuencia, el hombre a quien transportaba fue
arrastrado por la corriente.
Al ver todo lo
ocurrido y oir el grito de SOCORRO de su compañero, el rico que estaba en la
orilla no pudo controlar su tristeza y se puso a llorar. Cuando llegó a la
orilla, Nassrudín rompió en llanto.
Al oir los
sollozos de Nasrudin, el comerciante se acercó y le preguntó:
-
Señor, si yo lloro es porque he perdido a mi compañero de negocios; pero
¿porqué llora usted?
-
Lloro porque he perdido un lingote de plata.
[LAS ARMAS DEL MULLA
Mulla Nasrudin inicio un viaje hacia tierras lejanas, motivo por el cual se
consiguió una cimitarra y una lanza. En el camino, un bandido cuya única arma
era un bastón, se le hecho encima y lo despojo de sus pertenencias.
Cuando llego a la ciudad mas próxima, el Mulla contó su desgracia a sus amigos,
quienes le preguntaron como había sucedido que el, estando armado con una
cimitarra y una lanza, no hubiera podido dominar a un ladrón armado con un
modesto bastón.
El replico: El problema fue precisamente que yo tenia las dos manos ocupadas,
una con la cimitarra y la otra con la lanza. ¿Como creen ustedes que hubiera
podido salir airoso?
La interpretación de esta historia se vuelve evidente al conocer otra acerca del
erudito ....
EL ERUDITO
Mulla Nasrudin consiguió trabajo de barquero. Cierto dia, transportando a un
erudito, el hombre le pregunta:
-¿Conoce usted la gramática?
-No, en absoluto - responde Nasrudin.
- Bueno permítame decirle que ha perdido usted la mitad de su vida - replica con
desdén el erudito.
Poco después, el viento comienza a soplar y la barca esta a punto de ser tragada
por las olas. Justo antes de irse a pique, el Mulla pregunta a su pasajero:
- ¿Sabe usted nadar?
- ¡No! - contesta, aterrorizado, el erudito.
- Bueno, ¡permítame decirle que ha perdido usted toda su vida!
Esta segunda historia se relaciona directamente con la anterior. Nos dice: ¿De
que sirve tener un conocimiento si no sabemos aplicarlo a la realidad?
En otras palabras, ¿de que sirve armarnos de un saber inútil?
Después de haber leído ambas historias, me pregunto: ¿Que se? ¿De que hablo? ¿Es
necesario instruirse? Si, es importante hacerlo, pero hay que indagar de que
sirve el conocimiento adquirido y saber deshacernos del que es inútil.
Por mi parte prefiero utilizar el conocimiento para desarrollar una técnica
personal que conozca a fondo y se aplique a la realidad, en vez de coleccionar
miles de conocimientos que no aplicare nunca.
¿De que sirven todas las teorías sobre la sexualidad, el amor, el bien, la
oración, .... , si jamás la aplico?
Es como ocultarse atrás de ese saber, para no hacer nada.
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LA SOPA DE PATO
Cierto dia, un campesino fue a visitar a Nasrudin, atraído por la gran fama de
este y deseoso de ver de cerca al hombre mas ilustre del país. Le llevo como
regalo un magnifico pato.
El Mulla, muy honrado, invito al hombre a cenar y pernoctar en su casa. Comieron
una exquisita sopa preparada con el pato. A la mañana siguiente, el campesino
regreso a su campiña, feliz de haber pasado algunas horas con un personaje tan
importante.
Algunos días mas tarde, los hijos de este campesino fueron a la ciudad y a su
regreso pasaron por la casa de Nasrudin.
- Somos los hijos del hombre que le regalo un pato - se presentaron.
Fueron recibidos y agasajados con sopa de pato.
Una semana después, dos jóvenes llamaron a la puerta del Mulla.
- ¿Quienes son ustedes?
- Somos los vecinos del hombre que le regalo un pato.
El Mulla empezó a lamentar haber aceptado aquel pato. Sin embargo, puso al mal
tiempo buena cara e invito a sus huéspedes a comer.
A los ocho días, una familia completa pidió hospitalidad al Mulla.
- Y ustedes ¿quienes son?
- Somos los vecinos de los vecinos del hombre que le regalo un pato.
Entonces el Mullah hizo como si se alegrara y los invito al comedor. Al cabo de
un rato, apareció con una enorme sopera llena de agua caliente y lleno
cuidadosamente los tazones de sus invitados. Luego de probar el liquido, uno de
ellos exclamo:
- Pero .... ¿que es esto, noble señor? ¡Por Ala que nunca habíamos visto una
sopa tan desabrida!
Mulla Nasrudin se limito a responder:
- Esta es la sopa de la sopa de la sopa de pato que con gusto les ofrezco a
ustedes, los vecinos de los vecinos de los vecinos del hombre que me regalo el
pato.
En un momento dado, existe una verdad. Enseguida, todos la quieren conocer, pero
reciben la versión de la versión de la verdad. Y en el fondo, nada pueden
aprender de ella.
Ciertas verdades son la sopa en la cual no hay ni sombra del pato.
LA MIEL EN EL FUEGO
El Mulla calentaba miel en el fuego, cuando un amigo llego de improviso.
La miel comenzó a hervir y Nasrudin le convido a su visitante. Estaba tan
caliente, que el otro se quemo.
- ¡Haz algo! - exclamo el amigo.
Entonces el Mulla tomo un abanico y lo agito por encima de la olla .... con el
propósito de enfriar la miel.
Psicologicamente, sucede lo mismo con cada uno de nosotros. Nuestra miel hierve,
nos quema. Decimos que es necesario enfriarla, pero no la retiramos del fuego.
No cambiamos en absoluto.
EL CONTRABANDISTA
Nasrudin solía cruzar la frontera todos los días, con las cestas de su asno
cargadas de paja. Como admitía ser un contrabandista cuando volvía a casa por
las noches, los guardas de la frontera le registraban una y otra vez.
Registraban su persona, cernían la paja, la sumergían en agua, e incluso la
quemaban de vez en cuando.
Mientras tanto, la prosperidad de Nasrudin aumentaba visiblemente.
Un dia se retiro y fue a vivir a otro país, donde, unos años mas tarde, le
encontró uno de los aduaneros.
- Ahora me lo puedes decir, Nasrudin, ¿Que pasabas de contrabando, que nunca
pudimos descubrirlo?
- Asnos - contesto Nasrudin.
El hecho de que la persona media piense según unas pautas determinadas y no
pueda adaptarse a un punto de vista muy diferente, le hace perder gran parte del
sentido de la vida. Puede vivir, incluso progresar, pero no puede comprender lo
que ocurre.
EL OSO
Un rey que gustaba de la compania de Nasrudin, y también de la caza, le ordeno
que le acompañara en la caza del oso. Nasrudin estaba aterrado.
Cuando Nasrudin volvió a su aldea, alguien le pregunto: - ¿Como fue la caza?
- Maravillosamente.
- ¿Cuantos osos viste?
- Ninguno.
- Entonces, ¿por que dices que fue maravillosamente?
- Cuando estas cazando osos, y tu eres yo, no ver ningún oso es una experiencia
maravillosa.
Las normas del bien y del mal dependen de criterios individuales o de grupos y
no de hechos objetivos. Hasta que experimentemos esto internamente y lo
aceptemos intelectualmente, no seremos capaces de la comprensión interna.
El sufismo niega la suposición de que el mero hecho de vivir nos hace
perceptivos. Un hombre puede estar clinicamente vivo y perceptivamente muerto.
La lógica y la filosofía no le ayudaran a alcanzar la percepción.
Un aspecto del siguiente relato lo pone de manifiesto :
El Mulla estaba pensando en voz alta.
- ¿Como se si estoy vivo o muerto?
- No seas necio - dijo su esposa - si estuvieras muerto, tus miembros estarían
fríos.
Poco tiempo después, Nasrudin se encontraba en el bosque cortando leña. Era
pleno invierno. De repente se dio cuenta de que tenia fríos las manos y los
pies.
Indudablemente estoy muerto - pensó - de modo que debo interrumpir mi trabajo.
Los cadáveres no van por ahi caminando, se tendió sobre la hierba.
Pronto llego una manada de lobos y empezó a atacar al asno de Nasrudin, que
estaba atado a un árbol.
- Vamos, continuad, aprovechaos de un hombre muerto - dijo Nasrudin sin moverse
- pero si estuviera vivo, no os permitiría estas libertades con mi asno !
Horacio Quiroga
[Cierta vez las víboras dieron un gran
baile. Invitaron a las ranas y los sapos, a los flamencos, y a los yacarés1 y
los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el
baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían
con la cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de
bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de
pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez
que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban
haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además,
cada una llevaba colgando como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas sin excepción,
estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las
víboras coloradas llevaban una pollerita2 de tul colorado; las verdes, una de
tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás3, una pollerita de
tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color
de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas
con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas.
Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en las puntas de la cola,
todos los invitados aplaudían como locos. Sólo los flamencos, que entonces
tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y
torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca
inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y
sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por
delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentina, los
flamencos se morían de envidia.
Un flamenco dijo entonces:
-Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas, blancas y
negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
Y levantando todos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén
del pueblo.
-¡Tantan! -pegaron con las patas.
-¿Quién es? -respondió el almacenero.
-Somos los flamencos. ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
-No, no hay -contestó el almacenero-. ¿Están locos? En ninguna parte van a
encontrar medias así.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
-¡Tantan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó:
-¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte.
Ustedes están locos. ¿Quiénes son?
-Somos los flamencos -respondieron ellos.
Y el hombre dijo:
-Entonces son con seguridad flamencos locos.
Fueron entonces a otro almacén.
-¡Tantan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó:
-¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos
como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse enseguida!
Y el hombre los echó con la escoba.
Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los
echaban por locos.
Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los
flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
-¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a
encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero
tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias
así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la
lechuza. Y le dijeron:
-¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirle las medias coloradas, blancas y
negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las
víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
-¡Con mucho gusto! -respondió la lechuza-. Esperen un segundo, y vuelvo
enseguida.
Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las
medias. Pero no eran medias, sino cueros de víbora de coral, lindísimos cueros
recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.
-Aquí están las medias -les dijo la lechuza-. No se preocupen de nada, sino de
una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de
costado, de pico, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento,
porque en vez de bailar van entonces a llorar.
Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro
había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las
víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los cueros que eran
como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile.
Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron
envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos
no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué
estaban hechas aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los
flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para
ver bien.
Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista
de las medias, y se agachaban también, tratando de tocar con la lengua las patas
de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las
personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban
cansadísimos y ya no podían más.
Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas sus
farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los
flamencos se cayeran de cansados.
Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con
el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. Enseguida las víboras de
coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y
vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la
orilla del Paraná.
-¡No son medias! -gritaron las víboras-. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han
engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus
cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víbora de coral!
Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos,
quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola
ala. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en
sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaban las medias a
pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas, para que se murieran.
Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro, sin que las
víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo que ya
no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas y
arreglándose las gasas de su traje de baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir,
porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido,
eran venenosas.
Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un
grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban
entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre
sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre,
porque estaban envenenadas.
Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo
el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor
que sienten en ellas. A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por
tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven enseguida,
y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que
encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y
ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de
ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de
vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.
1. Yacaré: lagarto, caimán.
2. Pollerita: faldita, sayita.
3. Yarará: especie de víbora.
4. Tatú: especie de armadillo.
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HORACIO QUIROGA
EL VAMPIRO
-Sí-dijo el abogado Rhode-. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por
aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de
algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el
cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas
porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la
fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un
gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada
faltaba al cuadro. En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que
habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme,
aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por
fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la
ansiedad de comunicarse.
-¡Ah! ¡Usted me entiende!-exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó
con un
vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:
-¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Qué cómo fue eso del ga... de la gata? ¡Yo!
¡Solamente yo!
-Óigame: Cuando yo llegué.. . allá, mi mujer...
-¿Dónde allá?-le interrumpí.
-Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?... Cuando yo llegué mi mujer corrió como una
loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre
mí, mirándome con ojos de locos. ¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado,
hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi
mujer mía!
Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:
-¿Qué hace? ¡Conteste!
Y yo le contesté:
-¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!
Entonces se levantó un clamor:
-¡No es ella! ¡Ésa no es!
Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían
saltarse de las
órbitas ¿No era ésa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me
encendió los
ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una
barrica y
dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:
-¡Por qué! ¡Por qué!
Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de
costado. Y los ojos
de fuera mirándome. Entonces comencé a oír de todas partes:
-Murió.
-Murió aplastada.
-Murió.
-Gritó.
-Gritó una sola vez.
-Yo sentí que gritaba.
-Yo también.
-Murió.
-La mujer de él murió aplastada.
-¡Por todos los santos!-grité yo entonces retorciéndome las manos-. ¡Salvémosla,
compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!
Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los
ladrillos volaban,
los marcos caían descuadrados y la remoción avanzaba a saltos. A las cuatro yo
solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había otra cosa que
escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que
temblaste en mi pecho al buscar a mi María!
No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una
enagua caída y
ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbón,
estaba aplastada la sirvienta.
Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas,
viscosas de alquitrán y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro.
Entonces cogí a la sirvienta y comencé a
arrastrarla alrededor del patio. Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso,
otro paso otro paso!
En el hueco de una puerta-carbón y agujero, nada más-estaba acurrucada la gata
de casa, que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la
sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera. ¡Ah!
¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los
escombros, la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María! La
sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se
levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así,
esforzándose por mojar la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta -¡de ella,
de María, no maldito rebuscador de
cadáveres!
-¡Rebuscador de cadáveres!-repetí yo mirándolo-. ¡Pero entonces eso fue en
el cementerio!
El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos
de loco.
-¡Conque sabías entonces! -articuló-. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar
una hora!
¡Ah! -rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la pared
hasta caer
sentado-: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en mi casa me
arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!
No necesitaba más, como ustedes comprenden -concluyó el abogado-, para
orientarme
totalmente respecto del individuo. Fue internado en seguida. Hace ya dos años de
esto, y anoche ha salido, perfectamente curado. . .
-¿Anoche? -exclamó un hombre joven de riguroso luto-. ¿Y de noche se da de alta
a los
locos?
-¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo
demás, si
reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de estar ya
en funciones. Pero estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores
Isaac Asimov
[Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las
tribus se queden aleladas ante sus palabras.
-En el principio -dijo-, exactamente hace quince mil doscientos millones de
años, hubo una gran explosión, y el universo...
Pero yo había dejado de escribir.
-¿Hace quince mil doscientos millones de años? -pregunté, incrédulo.
-Exactamente -dijo-. Estoy inspirado.
-No pongo en duda tu inspiración -aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es
tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su
inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen
feas.)-. Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un periodo
de más de quince mil millones de años?
-Tengo que hacerlo. Ése es el tiempo que llevo. Lo tengo todo aquí dentro
-dijo, palmeándose la frente-, y procede de la más alta autoridad.
Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa.
-¿Sabes cuál es el precio del papiro?- dije.
-¿Qué?
Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no
incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.
-Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de
papiro. Éso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que
hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo
tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabaran
cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tu tengas la voz y la
fuerza suficientes, ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un
centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo
vamos a obtener derechos de autor?
Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:
-¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?
-Mucho -puntualicé, si esperas llegar al gran público.
-¿Qué te parecen cien años?
-¿Qué te parecen seis días?
-No puedes comprimir la Creación en sólo seis días -dijo, horrorizado.
-Ése es todo el papiro de que dispongo -le aseguré-. Bien, ¿qué dices?
-Oh, está bien -concedió, y empezó a dictar de nuevo-. En el principio...
-¿De veras han de ser solo seis días, Aaron?
- Seis días, Moisés -dije firmemente.Volver al principio
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UNA NOCHE DE CANTO
Resulta que un amigo mío insinua que, a veces, puede invocar espíritus del
profundo abismo. O, por lo menos, un espíritu..., uno pequeño y de poderes
estrictamente limitados. En ciertas ocasiones habla de él, pero sólo después de
haber llegado a su cuarto whisky con soda. Se trataba de un delicado punto de
equilibrio: tres copas, y no sabe nada de espíritus (de los sobrenaturales);
cinco y se queda dormido.
Aquella noche, pensé que había alcanzado el nivel adecuado, así que le dije:
-¿Te acuerdas de ese espíritu tuyo, George?
-¿Eh?-exclamó él, mirando su bebida, como si se preguntara porque tenía que
recordarla.
-Tu bebida, no-dije-. Me refiero a ese espíritu de unos dos centímetros de
estatura que una vez me dijiste que habías logrado hacer venir desde algún otro
lugar de existencia. El que está dotado de poderes paranaturales.
-Ah-dijo George-, Azazel. No se llama así, naturalemente. Supongo que no podría
pronunciar su verdadero nombre, pero así es como yo le llamo. Sí, me acuerdo.
-¿Lo utilizas mucho?
-No. Es peligroso. Demasiado peligroso. Siempre existe la tentación de jugar con
el poder. Yo soy muy cuidadoso en ese aspecto, endiabladamente cuidadoso. Como
sabes, tengo un nivel ético muy elevado. Por éso es por lo que en una ocasión me
sentí movido a ayudar a un amigo. !El mal que eso causó! !Horrible! No soporto
pensar en ello.
-¿Qué ocurrió?
-Supongo que es mejor que lo cuente, para vaciar mi pecho -dijo pensativamente
George-. Es algo que te consume...
Entonces yo era mucho más joven (dijo George), y en aquellos tiempos las mujeres
formaban una parte importante de la propia vida. Ahora, al rememorarlo, parece
una estupidez, pero recuerdo perfectamente haber pensado en aquellos tiempos que
había mucha diferencia dependiendo de la mujer de que se tratase. En realidad,
la verdad es que da lo mismo cerrar los ojos y coger al azar la que caiga, pero
en aquellos tiempos... Yo tenía un amigo, Mortenson..., Andrew Mortenson. No
creo que lo conozcas. Yo mismo apenas si le he visto en los últimos años. La
cuestión es que estaba perdidamente enamorado de una mujer, una mujer
determinada. Era un ángel, decía. No podía vivir sin ella. Era la única en todo
el universo, y sin ella el mundo era una loncha de jamón empapada de grasa para
lubricar motores. Ya sabes como hablan los enamorados. Lo malo es que ella,
finalmente, le abandonó, y, al parecer, lo hizo de una manera especialmente
cruel y sin la menor consideracion a su amor propio. Le había humillado por
completo, yéndose con otro delante de él, chasqueandole los dedos en las narices
y riéndose despiadadamente de sus lágrimas. Lo digo en sentido figurado, por
supuesto. Sólo trato de dar la impresión que él me causó a mí. Se hallaba aquí
sentado, en esta misma habitación, bebiendo conmigo. Yo sentía como se me
destrozaba el corazón ante su congoja.
-Lo siento, Mortenson-le dije-, pero no debes tomártelo así. Si te paras a
pensarlo, no es más que una mujer. Mira a la calle y verás pasar montones.
-A partir de ahora-dijo amargamente-, no habrá ninguna mujer en mi vida...,
exepto mi esposa, claro, a la que de vez en cuando no puedo evitar. Es sólo que,
por mi parte, me gustaría hacer algo por ella.
-¿Por tu mujer? -pregunté.
-No, no, ¿por qué iba a querer hacer algo por mi mujer? Estoy hablando de hacer
algo por esa mujer que me ha abandonado tan cruelmente.
-¿Por ejemlo?
- No tengo ni idea -respondió.
-Quizá yo pueda ayudarte -dije, pues continuaba sintiéndome lleno de compasión
hacia él-. Puedo hacer uso de un espíritu provisto de poderes extraordinarios.
Un espíritu pequeño, desde luego- separé los dedos pulgar e índice menos de una
pulgada para que se hiciera idea-, que sólo puede hacer pequeñas cosas.
Le hablé de Azazel, y, como es natural, me creyó. He observado con frecuencia
que yo transmito convicción cuando cuento algo. Sin embargo, cuando lo haces tú,
amigo mío, el ambiente de incredulidad que se forma en la estancia es tan espeso
que se podría cortar con una sierra para metales. Conmigo, en cambio, es
distinto. No hay nada como una reputación de probidad y un aire de honrada
rectitud.
Le brillaban los ojos mientras se lo contaba. Preguntó si podría darle a la
mujer algo que yo le pidiera.
-Si es presentable, amigo mío. Espero que no estés pensando en algo así como
hacerla oler mal o que le salga un sapo por la boca cada vez que hable.
-Claro que no -replicó, indignado-, ¿Por quién me tomas? Ella me ha dado dos
años de felicidad, a intervalos, y quiero corresponderle adecuadamente. ¿Dices
que tu espíritu tiene sólo poderes limitados?
-Es muy pequeño- respondí, volviendo a señalar el tamaño con el índice y el
pulgar.
-¿Podría darle una voz perfecta? Al menos, por algún tiempo. Aunque sólo sea
durante una única representación.
-Se lo preguntaré. La sugerencia de Mortenson parecía perfectamente caballerosa.
Su ex-amante cantaba cantatas en la iglesia local, si es que esa era la
denominación adecuada. En aquellos tiempos yo tenía muy buen oído para la música
y a menudo asistía a estas cosas (teniendo buen cuidado de esquivar la bandeja
de la colecta, claro). A mí me gustaba oírla cantar, y el auditorio parecía
escucharla con bastante cortesía. Por aquel entonces yo pensaba que sus
costumbres no armonizaban muy bien con el entorno, pero Mortenson decía que con
las sopranos se hacían exepciones. Así, pues, consulté con Azazel. Se mostró
completamente dispuesto a ayudar; nada de esas tonterías de pedir mi alma a
cambio, ya sabes. Recuerdo que una vez le pregunté a Azazel si quería mi alma, y
él ni siquiera sabía lo que era. Me preguntó a qué me refería, y resultó que yo
tampoco sabía lo que era. Lo que ocurre es que es un tipo tan insignificante en
su propio universo, que le proporciona una enorme sensación de éxito poder
ejecutar su influencia en el nuestro. Le gusta ayudar. Dijo que podría conseguir
tres horas, y cuando se lo comuniqué, a Mortenson le pareció perfecto. Elegimos
una noche en que ella iba a cantar a Bach, Haendel o a uno de esos antiguos
aporreadores de piano, e iba a interpretar un largo e impresionante solo.
Mortenson fue a la iglesia esa noche, y, naturalemente, yo también fui. Me
sentía responsable de lo que iba a suceder, y pensaba que era mejor que
supervisase la situación.
Mortenson dijo sombriamente:
-He asistido a los ensayos. Cantaba como siempre, ya sabes: como si tuviera rabo
y alguien se lo estuviera pisando.
No era esa la forma que él solía usar para describir su voz. La música de las
esferas, decía muchas veces, de ahí para arriba. Sin embargo, había sido
abandonado, y éso, claro, modifica el sentido crítico de un hombre.
Le mire con severidad.
-Ésa no es la forma de hablar de una mujer a la que estás intentando conceder un
gran don.
-Por eso precisamente. Quiero que su voz sea perfecta. Realmente perfecta. Y
ahora veo, ahora que las nieblas del amor se han disipado de mis ojos, que tiene
un largo camino que recorrer. ¿Tu crees que tu espíritu podrá arreglarlo?
-El cambio no esta previsto que empiece hasta las ocho y cuarto.
Me asaltó una punzante sospecha.
-¿No habrás estado esperando que se agote la perfección en el ensayo y luego
decepcione al público?
-Te equivocas por completo -respondió.
La función comenzó con un ligero retraso, y cuando ella se levanto para cantar,
ataviada con su vestido blanco, eran las ocho y catorce por mi viejo reloj de
bolsillo, que nunca se desvía de la hora exacta en más de dos segundos. No era
una soprano insignificante; estaba construida a generosa escala, dejando
abundante espacio para la clase de resonancia que se necesita cuando se intenta
llegar a las notas altas y sobreponerse a la orquesta. Siempre que inhalaba unos
cuantos litros de aire con los que manejaba todo, yo me daba cuenta de qué era
lo que Mortenson veía en ella, a pesar de las varias capas de materia textil.
Ella comenzó a su nivel habitual, y luego, exactamente a las ocho y cuarto, fue
como si se le hubiera añadido otra voz. Vi como daba un ligero respingo, como si
no creyera lo que oía, y una de sus manos, que tenía apoyada en el diafragma,
pareció vibrar. Su voz se elevó. Era como si se hubiera convertido en un órgano
de tono perfecto. Cada nota sonaba perfecta, una nota recién inventada en aquel
mismo momento, al lado de la cual todas las demás notas del mismo tono y calidad
no eran si no copias imperfectas. Cada nota sonaba limpiamente con el tremolo
preciso, si es que ésa es la palabra adecuada, dilatándose o contrayéndose con
enorme poder y control. Y con cada nota, iba mejorando. El organista no miraba
la partitura, la miraba a ella y, no puedo jurarlo, pero creo que dejó de tocar.
De todos modos, en caso de que tocara, yo no le habría oído. Mientras ella
cantaba, era imposible oír nada. Tan sólo a ella. La expresión de sorpresa se
había desvanecido de su cara, y en su lugar se dibujaba una expresión de
exaltación. Había dejado a un lado la partitura; no la necesitaba. Su voz
cantaba por si sola, y ella no necesitaba controlarla ni dirigirla. El director
se hallaba rígido, y todos los demás miembros del coro parecían desconcertados.
Por fin terminó su solo y el coro sonó como una especie de susurro, como si
todos se avergonzaran de sus voces y se sintieran turbados por hacerlas sonar en
la misma iglesia y en la misma noche. El resto del programa se redujo por entero
a ella. Cuando cantaba, éso era lo único que se oía, aunque estuvieran sonando
todas las demás voces. Cuando callaba, era como si estuvieramos sentados en la
oscuridad y no pudieramos soportar la ausencia de luz.
Y cuando terminó..., bueno, en la iglesia no se aplaude, pero en aquella ocasión
lo hicieron. Todos los asistentes se pusieron en pie, como accionados por un
mismo resorte, y aplaudieron y aplaudieron, y estaba claro que continuarían
aplaudiendo toda la noche a menos que ella cantara de nuevo. Volvió a cantar;
únicamente su voz, con el órgano susurrando vacilante en segundo témino;
iluminada por el foco; sin nadie mas visible en el coro. Sin el menor esfuerzo.
No puedes imaginar la naturalidad y la facilidad con que lo hacía. Yo traté de
sustraer mis oídos al sonido para observar su respiracion, para sorprenderla
cogiendo aire, para maravillarme de cuanto tiempo podía sostenerse una nota a
todo volumen con sólo un par de pulmones para suministrar el aire.
No obstante, aquéllo tenía que terminar y terminó. Incluso los aplausos se
acallaron. Sólo entonces me di cuenta de que Mortenson había permanecido sentado
junto a mí, con los ojos brillantes y absorto todo su ser en el canto. Sólo
entonces empecé a comprender lo que había sucedido. Al fin y al cabo, yo soy tan
recto como una línea euclidiana y no hay ninguna tortuosidad en mí, y por eso no
se podía esperar que me diera cuenta de lo que el perseguía. Por el contrario,
tú, que eres tan retorcido que podrías subir una escalera de caracol sin dar
ninguna vuelta, puedes comprender al instante cual era su proposito. Ella había
cantado perfectamente..., pero no volvería a hacerlo nunca más. Era como si
fuese ciega de nacimiento y durante tan sólo tres horas le fuera permitido ver,
ver todos los colores, formas y maravillas que nos rodean, y a la que no
prestamos atención por lo acostumbrados que estamos a ello. !Supón que pudieras
verlo todo en la plenitud de su esplendor..., y luego volvieras a ser ciego!
Podrías soportar tu ceguera si no conocieses nada más. Pero ¿conocer alguna otra
cosa por breve tiempo y luego volver a la ceguera? nadie podría resistirlo.
Esa mujer no ha vuelto a cantar jamás, naturalmente. No obstante, eso únicamente
es parte del asunto. La verdadera tragedia fue para nosotros, para los que
componíamos el auditorio. Durante tres horas tuvimos música perfecta, perfecta.
¿Crees que podríamos soportar el escuchar algo que no fuese eso?
Desde entonces he sido absolutamente incapaz de apreciar la música. Recientemene
fui a uno de esos festivales de rock que tan populares son hoy día, sólo para
ponerme a prueba. No lo creerás, pero no pude distinguir una melodía. Para mí,
todo era ruido.
Mi único consuelo es que Mortenson, que escuchó con suma avidez y con
extraordinaria concentración, ha sufrido efectos mas graves que ninguno de los
demás asistentes. Permanentemente lleva tapones en los oídos. No puede soportar
ningun sonido mas fuerte que un susurro.
¡Le esta bien empleado!
.]JUAN RULFO
EL LLANO EN LLAMAS
Ya mataron a la perra,
pero quedan los perritos
(Corrido popular)
"¡VIVA Petronilo Flores!"
El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde
estábamos nosotros. Luego se deshizo.
Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces
amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda
sobre pedregales.
En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la
barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía con fuerza junto a
nosotros:
"¡ Viva mi general Petronilo Flores!"
Nosotros nos miramos. La Perra se levantó despacio, quitó el cartucho a la carga
de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa. Después se arrimó a
donde estaban Los cuatro y les dijo: "Síganme, muchachos, vamos a ver qué
toritos toreamos!" Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él,
agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mitad de su cuerpo
flaco por encima de la cerca.
Nosotros seguimos allí, sin movernos. Estábamos alineados al pie del lienzo,
tirados panza arriba, como iguanas calentándose al sol.
La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la
Perra y los Cuatro, iban también culebreando como si fueran los pies trabados.
Así los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara para poder ver
otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los amoles que nos daban
tantita sombra. Olía a eso; a sombra recalentada por el sol. A amoles podridos.
Se sentía el sueño del mediodía.
La boruca que venía de allá abajo se salía a cada rato de la barranca y nos
sacudía el cuerpo para que no nos durmiéramos. Y aunque queríamos oír parando
bien la oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos, como si se
estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al pasar por un
callejón pedregoso.
De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuviera derrumbándose.
Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros
colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amole s. En seguida las
chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también despertaron
llenando la tierra de rechinidos. -¿Qué fue? - preguntó Pedro Zamora, todavía
medio amodorrado por la siesta.
Entonces el Chihuila se levantó y, arrastrando su carabina como si fuera un
leño, se encaminó detrás de los que se habían ido.
- Voy a ver qué fue lo que fue - dijo perdiéndose también como los otros.
El chirriar de las chicharras aumentó de tal modo que nos dejó sordos y no nos
dimos cuenta de la hora en que ellos aparecieron por allí. Cuando menos
acordamos aquí estaban ya, mero enfrente de nosotros, todos desguarnecidos.
Parecían ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para éste de ahorita.
Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras. Pasaron los
primeros, luego los segundos y otros más, con el cuerpo echado para adelante,
jorobados de sueño. Les relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran
zambullido en el agua al pasar por el arroyo.
Siguieron pasando.
Llegó la señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la tracatera allá lejos, por
donde se había ido la Perra. Luego siguió aquí. Fue fácil. Casi tapaban el
agujero de las troneras con su bulto, de modo que aquello era como tirarles a
boca de jarro y hacerles pegar tamaño respingo de la vida a la muerte sin que
apenas se dieran cuenta.
Pero esto duró muy poquito. Si acaso la primera y la segunda descarga. Pronto
quedó vacío el hueco de la tronera por donde, asomándose uno, sólo se veía a los
que estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos, como si alguien los
hubiera venido a tirar allí. Los vivos desaparecieron. Después volvieron a
aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allí. Para la siguiente descarga
tuvimos que esperar. Alguno de nosotros gritó: "¡Viva Pedro Zamora !" Del otro
lado respondieron, casi en secreto: "¡Sálvame patroncito!¡Sálvame!¡Santo Niño de
Atocha, socórreme!" 'Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima
de nosotros hacia los cerros.
La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos, haciéndonos brincar
hasta el otro lado de la cerca, hasta más allá de los muertos que nosotros
habíamos matado.
Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales. Sentíamos las balas
pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de
chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en medio de
alguno de nosotros, que se quebraba con un crujido de huesos. Corrimos. Llegamos
al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por allí como si nos
despeñáramos.
Ellos seguían disparando. Siguieron disparando todavía después que habíamos
subido hasta el otro lado, a gatas, como tejones espantados por la lumbre.
"¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!", nos gritaron
otra vez. Y el grito se fue rebotando como el trueno de una tormenta, barranca
abajo.
Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras grandes y boludas, todavía
resollando fuerte por la carrera. Solamente mirábamos a Pedro Zamora
preguntándole con los ojos qué era lo que nos había pasado. Pero él también nos
miraba sin decirnos nada. Era como si se nos hubiera acabado el habla a todos o
como si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los pericos y nos costara
trabajo soltarla para que dijera algo. Pedro Zamora noslseguía mirando. Estaba
haciendo sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él tenía, todos
enrojecidos, como si los trajera siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno.
Sabía ya cuántos éramos los que estábamos allí, pero parecía no estar seguro
todavía, por eso nos repasaba una vez y otra y otra.
Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila a los que
habían arrendado con ellos. El Chihuila bien pudiera ser que estuviera
horquetado arriba de algún amole, acostado sobre su retrocarga, aguardando a que
se fueran los federales.
Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron los primeros en levantar la
cabeza, luego el cuerpo. Por fin caminaron de un lado a otro esperando que Pedro
Zamora les dijera algo. Y dijo: Otro agarre como éste y nos acaban.
En seguida, atragantándose como si tragara un buche de coraje, les gritóa los
Joseses:
-¡Ya sé que falta su padre, pero aguántense, aguántense tantito! Iremos por él!
Una bala disparada de allá hizo volar una parvada de tildíos en la ladera de
enfrente. Los pájaros cayeron sobre la barranca y revolotearon hasta cerca de
nosotros; luego, al vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando contra
el sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la ladera de enfrente.
Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio.
Así estuvimos toda la tarde. Cuando empezó a bajar la noche llegó el Chihuila
acompañado de uno de los Cuatro. Nos dijeron que venían de allá abajo, de la
Piedra Lisa, pero no supieron decirnos si ya se habían retirado los federales.
Lo cierto es que todo parecía estar en calma. De vez en cuando se oían los
aullidos de los coyotes. -¡Epa tú, Pichón.! -me dijo Pedro Zamora-. Te voy a dar
la encomienda de que vayas con los Joseses hasta Piedra Lisa y vean a ver qué le
pasó a la Perra. Si está muerto, pos entiérrenlo. Y hagan lo mismo con los
otros. A los heridos déjenlos encima de algo para que los vean los guachos; pero
no se traigan a nadie.
-Eso haremos.
Y nos fuimos.
Los coyotes se oían más cerquita cuando llegamos al corral donde habíamos
encerrado la caballada.
Ya no había caballos, sólo estaba un burro trasijado que ya vivía allí desde
antes que nosotros viniéramos. De seguro los federales habían cargado con los
caballos. Encontramos al resto de los Cuatro detrasito de unos matojos, los tres
juntos, encaramados uno encima de otro como si los hubieran apilado allí. Les
alzamos la cabeza y se la zangoloteamos un poquito para ver si alguno daba
todavía señales; pero no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba otro de
los nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran macheteado. Y
recorriendo el lienzo de arriba abajo encontramos uno aquí y otro más allá, casi
todos con la cara renegrida.
- A éstos los remataron, no tiene ni qué -dijo uno delos Joseses.
Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningún otro sino de
encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él. "Se lo han de haber llevado -pensamos-. Se lo han de haber
llevado para enseñárselo al gobierno"; pero, aun así seguimos buscando por todas
partes, entre el rastrojo'. Los coyotes seguían aullando.
Siguieron aullando toda la noche.
Pocos días después, en el Armería, al ir pasando el río, nos volvimos a
encontrar con Petronilo Flores. Dimos marcha atrás, pero ya era tarde. Fue como
si nos fusilaran. Pedro Zamora pasó por delante haciendo galopar aquel macho
barcino y chaparrito que era el mejor animal que yo había conocido. Y detrás de
él, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los caballos. De todos
modos la matazón fue grande. No me di cuenta de pronto porque me hundí en el río
debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos arrastró a los dos, lejos, hasta
un remanso bajito de agua y lleno de arena. Aquél fue el último agarre que
tuvimos con las fuerzas de Petronilo Flores. Después ya no peleamos. Para decir
mejor las cosas, ya teníamos algún tiempo sin pelear, sólo de andar huyendo el
bulto; por eso resolvimos remontarnos los pocos que quedamos, echándonos al
cerro para escondernos de la persecución. Y acabamos por ser unos grupitos tan
ralos que ya nadie nos tenía miedo. Ya nadie corría gritando: "¡Allí vienen los
de Zamora!" Había vuelto la paz al Llano Grande.
Pero no por mucho tiempo.
Hacía cosa de ocho meses que estábamos escondidos en el escondrijo del Cañón del
Tozín, allí donde el río Armería se encajona durante muchas horas para dejarse
caer sobre la costa. Esperábamos dejar pasar los años para luego volver al
mundo', cuando ya nadie se acordara de nosotros. Habíamos comenzado a criar
gallinas y de vez en cuando subíamos a la sierra en busca de venados. Éramos
cinco, casi cuatro, porque a uno delos Joseses se le había gangrenado una pierna
por el balazo que le dieron abajito de la nalga, allá, cuando nos balacearon por
detrás. Estábamos allí, empezando a sentir que ya no servíamos para nada. Y de
no saber que nos colgarían a todos, hubiéramos ido a pacificarnos.
Pero en eso apareció un tal Armancio Alcalá, que era el que le hacía los recados
y las cartas a Pedro Zamora.
Fue de mañanita, mientras nos ocupábamos en destazar una vaca, cuando oímos el
pitido del cuerno. Venía de muy lejos, por el rumbo del Llano. Pasado un rato
volvió a oírse. Era como el bramido de un toro: primero agudo, luego ronco,
luego otra vez agudo. El eco lo alargaba más y más y lo traía aquí cerca, hasta
que el ronroneo del río lo apagaba.
Y ya estaba para salir el sol, cuando el tal Alcalá se dejó ver asomándose por
entre los sabinos. Traía terciadas dos carrilleras con cartuchos del "44" y en
las ancas de su caballo venía atravesado un montón de rifles como si fuera una
maleta. Se apeó del macho. Nos repartió las carabinas y volvió a hacer la maleta
con las que le sobraban".
- Si no tienen nada urgente que hacer de hoy a mañana, pónganse listos para
salir a San Buenaventura. Allí los está aguardando Pedro Zamora. En mientras',
yo voy un poquito más abajo a buscar a los Zanates. Luego volveré. Al día
siguiente volvió, ya de atardecida. Y sí, con él venían los Zanates. Se les veía
la cara prieta entre el pardear de la tarde. También venían otros tres que no
conocíamos.
-En el camino conseguiremos caballos-nos dijo. Y lo seguimos.
Desde mucho antes de llegar a San Buenaventura nos dimos cuenta de que los
ranchos estaban ardiendo. De las trojes de la hacienda se alzaba más alta la
llamarada, como si estuviera quemándose un charco de aguarrás. Las chispas
volaban y se hacían rosca en la oscuridad del cielo formando grandes nubes
alumbradas. Seguimos caminando de frente, encandilados por la luminaria de San
Buenaventura, como si algo nos dijera que nuestro trabajo era estar allí, para
acabar con lo que quedara.
Pero no habíamos alcanzado a llegar cuando encontramos a los primeros de a
caballo que venían al trote, con la soga morreada en la cabeza de la silla y
tirando, unos, de hombres pialados que, en ratos, todavía caminaban sobre sus
manos, y otros, de hombres a los que ya se les habían caído las manos y traían
descolgada la cabeza. Los miramos pasar. Más atrás venían Pedro Zamora y mucha
gente a caballo. Mucha más gente que nunca. Nos dio gusto.
Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande otra
vez, como en los tiempos buenos. Como al principio, cuando nos habíamos
levantado de la tierra como huizapoles maduros aventados por el viento, para
llenar de terror todos los alrededores del Llano. Hubo un tiempo que así fue. Y
ahora parecía volver. De allí nos encaminamos hacia San Pedro. Le prendimos
fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la época en que el maíz ya
estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones
que soplan por este tiempo sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver
caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en
la quemazón aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a
carrizo y a miel, porque la lumbre había llegado también a los cañaverales.
Y de entre el humo íbamos saliendo nosotros, como espantajos, con la cara
tiznada, arreando ganado de aquí y de allá para juntarlo en algún lugar y
quitarle el pellejo. Ese era ahora nuestro negocio: los cueros de ganado.
Porque, como nos dijo Pedro Zamora: "Esta revolución la vamos a hacer con el
dinero de los ricos. Ellos pagarán las armas y los gastos que cueste esta
revolución que estamos haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera
por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero, para que cuando vengan las
tropas del gobierno vean que somos poderosos." Eso nos dijo. Y cuando al fin
volvieron las tropas, se soltaron matándonos otra vez como antes, aunque no con
la misma facilidad. Ahora se veía a leguas que nos tenían miedo.
Pero nosotros también les teníamos miedo. Era de verse cómo se nos atoraban los
güevos en el pescuezo con sólo oír el ruido que hacían sus guarniciones o las
pezuñas de sus caballos al golpear las piedras de algún camino, donde estábamos
esperando para tenderles una emboscada. Al verlos pasar, casi sentíamos que nos
miraban de reojo y como diciendo: "Ya los venteamos, nomás nos estamos haciendo
disimulados." Y así parecía ser, porque de buenas a primeras se echaban sobre el
suelo, afortinados detrás de sus caballos y nos resistían allí hasta que otros
nos iban cercando poquito a poco, agarrándonos como a gallinas acorraladas.
Desde entonces supimos que a ese paso no íbamos a durar mucho, aunque éramos
muchos. Cuando los vivos comenzaron a salir de entre las astillas de los carros,
nosotros nos retiramos de allí, acalambrados de miedo.
Estuvimos escondidos varios días; pero los federales nos fueron a sacar de
nuestro escondite. Ya no nos dieron paz; ni siquiera para mascar un pedazo de
cecina en paz. Hicieron que se nos acabaran las horas de dormir y de comer, y
que los días y las noches fueran iguales para nosotros. Quisimos llegar al Cañón
del Tozín; pero el gobierno llegó primero que nosotros. Faldeamos el volcán.
Subimos a los montes más altos y allí, en ese lugar que le dicen el Camino de
Dios, encontramos otra vez al gobierno tirando a matar. Sentíamos cómo bajaban
las balas sobre nosotros, en rachas apretadas, calentando el aire que nos
rodeaba. Y hasta las piedras detrás de las que nos escondíamos se hacían trizas
una tras otra como si fueran terrones. Después supimos que eran ametralladoras
aquellas carabinas con que disparaban ahora sobre nosotros y que dejaban hecho
una coladera el cuerpo de uno; pero entonces creímos que eran muchos soldados,
por miles, y todo lo que queríamos era correr de ellos.
Charles Perrault
Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo,
vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas
doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le daba un
aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le arrancaban.
Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la
mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las
dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un
marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había
casado varias veces y nadie sabia qué había pasado con esas mujeres.
Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus
mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo,
donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos,
cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban
la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor
de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan
azul y que era un hombre muy correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un
mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis
semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera en
su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si
lo deseaban, que se diera gusto.
-He aquí, le dijo, las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la
vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los
estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los
aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería
de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohibo entrar a este
pequeño gabinete, y os lo prohibo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo
lo podéis esperar de mi cólera.
Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él,
luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién
casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no
habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su
barba azul que les daba miedo.
De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios
de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en
seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y
magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños,
de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza
a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata
recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamas se vieran. No
cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se
divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a
abrir el gabinete del departamento de su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una
falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente,
que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces. Al llegar á la
puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que
le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle
alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó,
pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un
momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada,
y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y
atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las esposas de
Barba Azul y que él había degollado una tras otra).
Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de
la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la
llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para recuperar un
poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.
Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la
limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún
la resfregara con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave era
mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un
lado, aparecía en el otro.
Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había
recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de
finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que
estaba encantada con su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio,
pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había
pasado.
-¿Y por qué, le dijo, la llave del gabinete no está con las demás?
-Tengo que haberla dejado, contestó ella allá arriba sobre mi mesa.
-No dejéis de dármela muy pronto, dijo Barba Azul.
Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la
llave.
Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
-¿Por qué hay sangre en esta llave?
-No lo sé, respondió la pobre mujer, pálida corno una muerta.
-No lo sabéis, repuso Barba Azul, pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar
al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las
damas que allí habéis visto.
Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas
las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente.
Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul
tenía el corazón más duro que una roca.
-Hay que morir, señora, le dijo, y de inmediato.
-Puesto que voy a morir, respondió ella mirándolo con los ojos bañados de
lágrimas, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora, replicó Barba Azul, y ni un momento más.
Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
-Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la
torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los
ves, hazles señas para que se den prisa.
La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de
tanto en tanto;
-Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con
toda sus fuerzas a su mujer:
-Baja pronto o subiré hasta allá.
-Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación
exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
-Baja ya, gritaba Barba Azul, o yo subiré.
-Voy en seguida, le respondía su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana mía, ¿no
ves venir a nadie?
-Veo, respondió la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este lado.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.
-¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul.
-En un momento más, respondía su mujer; y en seguida clamaba: Ana, hermana mía,
¿no ves venir a nadie?
Veo, respondió ella, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos
todavía... ¡Alabado sea Dios! exclamó un instante después, son mis hermanos; les
estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer
bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
-Es inútil, dijo Barba Azul, hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo
se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y
mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para
recogerse.
-No, no, dijo él, encomiéndate a Dios; y alzando su brazo...
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo
bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano,
corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de
modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de
cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el
cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan
muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus
hermanos.
Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser
dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un
joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar
cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con un
hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.
MORALEJA
La curiosidad, teniendo sus encantos,
a menudo se paga con penas y con llantos;
a diario mil ejemplos se ven aparecer.
Es, con perdón del sexo, placer harto menguado;
no bien se experimenta cuando deja de ser;
y el precio que se paga es siempre exagerado.
OTRA MORALEJA
Por poco que tengamos buen sentido
y del mundo conozcamos el tinglado,
a las claras habremos advertido
que esta historia es de un tiempo muy pasado;
ya no existe un esposo tan terrible,
ni capaz de pedir un imposible,
aunque sea celoso, antojadizo.
Junto a su esposa se le ve sumiso
y cualquiera que sea de su barba el color,
cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor.
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***
EL GATO CON BOTAS
Un molinero dejó como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su
gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al
notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio.
El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro, y al menor le tocó
sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:
-Mis hermanos, decía, podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos;
lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel,
me moriré de hambre.
El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en
tono serio y pausado:
-No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un
par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia
no es tan pobre como pensáis.
Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto
dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los
pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse
socorrido por él en su miseria.
Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la
bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se
dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su saco
y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún
conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su
hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado,
cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el
maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.
Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron
subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia
ante el rey, y le dijo:
-He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor marqués de Carabás (era el
nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte.
-Dile a tu amo, respondió el rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho.
En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y
cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en
seguida a ofrendarlas al rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El
rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de
beber.
El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al rey
productos de caza de su amo. Un día supo que el rey iría a pasear a orillas del
río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo:
-Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que
bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás.
El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué
serviría. Mientras se estaba bañando, el rey pasó por ahí, y el gato se puso a
gritar con todas sus fuerzas:
-¡Socorro, socorro! ¡El señor marqués de Carabás se está ahogando!
Al oír el grito, el rey asomó la cabeza por la portezuela y reconociendo al gato
que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran
rápidamente a socorrer al marqués de Carabás. En tanto que sacaban del río al
pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al rey que mientras su
amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber
gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había
escondido debajo de una enorme piedra.
El rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en
busca de sus más bellas vestiduras para el señor marqués de Carabás. El rey le
hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su
figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del rey lo encontró muy de su
agrado; bastó que el marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas
sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada.
El rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato,
encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo
encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:
-Buenos segadores, si no decís al rey que el prado que estáis segando es del
marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.
Por cierto que el rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que
estaban segando.
-Es del señor marqués de Carabás, dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza
del gato los había asustado.
-Tenéis aquí una hermosa heredad, dijo el rey al marqués de Carabás.
-Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada
año.
El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que
cosechaban y les dijo:
-Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos
pertenecen al marqués de Carabás, os haré picadillo como carné de budín.
El rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos
que veía.
-Son del señor marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el rey
nuevamente se alegró con el marqués.
El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos
encontraba; y el rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor marqués de
Carabás.
El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un
ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde
habían pasado eran dependientes de este castillo.
El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era éste ogro y de
lo que sabia hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan
cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la reverencia. El ogro lo
recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a
descansar.
-Me han asegurado, dijo el gato, que vos tenias el don de convertiros en
cualquier clase de animal, que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en
elefante.
-Es cierto, respondió el ogro con brusquedad, y para demostrarlo, veréis cómo me
convierto en león.
El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se
trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada
servían para andar por las tejas.
Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el
gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo.
-Además me han asegurado, dijo el gato, pero no puedo creerlo, que vos también
tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo,
que podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso me parece
imposible.
-¿Imposible?, repuso el ogro, ya veréis; y al mismo tiempo se transformó en una
rata que se puso a correr por el piso.
Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió.
Entretanto, el rey que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar.
El gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió
adelante y le dijo al rey:
-Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor marqués de Carabás.
-¡Cómo, señor marqués, exclamó el rey, este castillo también os pertenece! Nada
hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el
interior, por favor.
El marqués ofreció la mano a la joven princesa y, siguiendo al rey que iba
primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación que
el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese mismo
día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el rey estaba allí.
El rey, encantado con las buenas cualidades del señor marqués de Carabás, al
igual que su hija, que ya estaba loca de amor, viendo los valiosos bienes que
poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas:
-Sólo dependerá de vos, señor marqués, que seáis mi yerno.
El marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el rey; y
ese mismo día se casó con la princesa. El gato se convirtió en gran señor, y ya
no corrió tras las ratas sino para divertirse.
MORALEJA
En principio parece ventajoso
contar con un legado sustancioso
recibido en heredad por sucesión;
más los jóvenes, en definitiva
obtienen del talento y la inventiva
más provecho que de la posición.
OTRA MORALEJA
Si puede el hijo de un molinero
en una princesa suscitar sentimientos
tan vecinos a la adoración,
es porque el vestir con esmero,
ser joven, atrayente y atento
no son ajenos a la seducción.
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