DOMINGO XXIIII

(Tiempo Ordinario – Ciclo B)

Isaías 35, 4-7a

Santiago 2,1-5

Marcos 7, 31-37

Los textos bíblicos de este domingo proclaman la obra salvadora de Dios y nos invitan a abrirnos confiados a un horizonte de vida y de plenitud sin límites. El profeta Isaías, en sintonía con la teología mesiánica de Israel, anuncia la superación de la esterilidad de la naturaleza y de toda limitación humana. Su fe en el Dios salvador le hace soñar en una transformación radical del cosmos, como en una especie de nueva creación (primera lectura). Jesús, el Mesías, realiza el sueño. Su obra de liberación en favor del hombre anuncia la llegada definitiva del tiempo de la salvación: "los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva" (Lc 7,22) (evangelio). Con razón la Iglesia, continuadora de la misión liberadora de Jesús, tiene conciencia de que "Dios ha escogido a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman" (Sant 2,5) (segunda lectura).

La primera lectura (Is 35,4-7a), aunque ha sido colocada dentro de los oráculos del profeta Isaías, que vivió en Jerusalén en el siglo VIII a.C., proviene ciertamente de una época posterior, como lo demuestra su estilo literario y su teología. Es muy probable que haya sido escrito en la época del exilio, precisamente cuando el pueblo experimentó más hondamente el dolor y la desesperanza y cuando todo parecía contradecir las antiguas promesas y la fidelidad de Dios. Esta es precisamente la novedad de este oráculo. La palabra del profeta brota de una esperanza y una confianza tan grande en Dios, que es capaz de soñar y de anunciar un feliz retorno a la tierra: "Los redimidos de Yahvéh volverán, entrarán en Sión entre aclamaciones, y habrá alegría eterna sobre sus cabezas" (Is 35,10). El Señor salvará a su pueblo y reiniciará la historia de la alianza y de la fidelidad. El exilio no es la última palabra de Dios sobre Israel. Dios es un Dios de vida y de esperanza. Sin embargo, la tragedia ha sido tan tremenda y el sufrimiento tan grande, que el retorno a la tierra implica una acción salvadora de Dios a diversos niveles. La liberación tendrá que iniciar en el corazón del hombre pero debe llegar a abrazar el cosmos entero. En primer lugar, en efecto, se anuncia la liberación del desánimo y del miedo: "Decid a los de corazón intranquilo: ˇÁnimo, no temáis! Mirad que nuestro Dios viene vengador; es la recompensa de Dios, él vendrá y os salvará" (Is 35,4). Luego se proclama la superación del dolor y de las limitaciones físicas del hombre: "Se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como ciervo y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo" (Is 35,5-6a). Finalmente se habla de una transformación benéfica del ambiente y de las estructruas de muerte: "Serán alumbradas en el desierto aguas, y torrentes en la estepa, se trocará la tierra abrasada en estanque y el país árido en manantial de aguas" (Is 35,6b-7a). La acción liberadora de Dios es total. El hombre y las estructuras del mundo quedan radicalmente transformados. Sólo así el pueblo se pondrán en camino hacia la tierra y la historia podrá reflejar la gloria de Dios que es vida y salvación para la humanidad.

La segunda lectura (St 2,1-5) condena el favoritismo y la acepción de personas como contrario a "a la fe que tenéis en nuestro Señor Jesucristo glorificado" (Sant 2,1). Hacer distinciones entre los hombres, en base a la categoría social, a la fama o al poder, es una actitud del mundo contraria a la fe cristiana. Dios mismo "no hace acepción de personas" (Hch 10,34). La idea era ya conocida en el Antiguo Testamento, en donde se condena la parcialidad de los jueces que, en lugar de aplicar la ley de igual forma en todos los casos y para todas las personas, se dejaban influenciar por la condición de las personas para las cuales debían administrar la jusiticia. Bastaría recordar una de las primeras instrucciones del libro del Deuteronomio: "No haréis en juicio acepción de personas, escucharéis al pequeño lo mismo que al grande, no tendréis miedo al hombre pues la sentencia es de Dios" (Dt 1,17). Cuando un cristiano se deja guiar de favoritismos y parcialidades en el modo de tratar a las personas, actúa exactamente como un juez impío y sin conciencia. Pero aún hay una razón teológica más fuerte: la preferencia de Dios por los pobres (Sant 2,5). Por eso, cuando la Iglesia concede privilegios especiales a los ricos y a los poderosos, no sólo asume una actitud injusta, sino que traiciona su propia vocación y desvirtúa el proyecto de Dios.

El evangelio (Mc 7,31-37) narra el encuentro de Jesús con un hombre "sordo que, además hablaba con dificultad" (v. 32). El hombre es llevado ante Jesús por otros, los cuales le ruegan al Señor que le imponga las manos. La descripción que se hace del enfermo es escueta: no oye y no logra hablar. Está como sumido y envuelto en el silencio. En el Antiguo Testamento, el silencio, como incomunicación con los otros y con Dios, es signo y expresión de la muerte: "Si Yahvéh no viniese en mi ayuda, bien presto mi alma moraría en el silencio (en el dumáh)" (Sal 94,17). El silencio (el dumáh), igual que el sheol, es otro nombre que se da al lugar de los muertos: "No alaban los muertos a Yahvéh, ni ninguno de los que bajan al Silencio (al dumáh) (Sal 115,17). Por esto también se caracterizaba irónicamente con el silencio a los ídolos inertes y sin vida: "tienen boca y no hablan" (Sal 115,5). Podemos suponer que el hombre enfermo que conducen a Jesús, sumido en el silencio de la incomunicación y de la muerte, representa un caso de limitación extrema de la vida y de la humanidad.

Jesús lleva al enfermo aparte, "a solas" (v. 33a), pues quiere evitar toda aparencia de magia en sus gestos y en sus palabras. Lo importante no es la dimensión sensacional de la curación, sino el mismo hecho de devolverle sus capacidades naturales de hablar y oír a una persona. Tratándose de un sordomudo, cuya capacidad intelectual está condicionada de un defecto físico congénito, Jesús utiliza una serie de gestos, conocidos en la práctica curativa del ambiente, para atraer su atención y despertar su conciencia en relación a la curación: le mete los dedos en los oídos y le toca la lengua con saliva (v. 33b). Jesús entra en comunicación con aquel hombre a través de estas acciones. Le da a entender que está dispuesto a curarlo. Sin embargo, el elemento decisivo del milagro es la palabra de Jesús: "Levantando los ojos al cielo, dio un gemido y dijo: ‘Effatá’, que quiere decir ‘!Ábrete!’" (v. 34). Pronunciando Jesús aquella palabra acaece la transformación en el enfermo: "Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente" (v. 35). Todo el relato está orientado para poner en evidencia la eficacia de la palabra de Jesús. Como la palabra creadora de Dios, que ha hecho surgir la vida en medio del caos y las tinieblas (Gén 1), el mandato de Jesús rompe el silencio caótico y mortal que envolvía a aquel hombre y lo hace salir de su incomunicación, devolviéndole sus facultades naturales de escuchar y de hablar.

Jesús trata de evitar el sensacionalismo de lo ocurrido: "les mandó que a nadie se lo contaran" (v. 36). Como en todos los milagros de Jesús, lo importante es experimentar la misericordia y el poder vivificante de Dios en la llegada del reino, no el exhibicionismo. Sin embargo la gente no se calla. No podían dejar de proclamar lo que habían presenciado: "mientras más se lo prohibía, más ellos lo publicaban" (v. 36). El texto nos refiere al final el contenido de la proclamación popular: "Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (v. 37). No son palabras que evocan un triunfalismo político-mesiánico, sino que consituyen un reconocimiento gozoso del poder de Dios. Jesús todo lo ha hecho bien. Como Dios en la obra de la creación, que vio que todo era bueno (Gén 1). La salvación mesiánica y la llegada del reino con Jesús es, en efecto, el inicio de la nueva creación. Con su palabra Jesús devuelve al hombre la dignidad perdida, lo abre a una vida de relaciones justas y fecundas con los demás y con Dios, y lo salva de la amenaza de la muerte en todas sus formas.