Domingo XXVI

Tiempo Ordinario

"Hijo, ve hoy a trabajar en la viña" (Mt 21,28)

 

 

Ez 18,25-28; Flp 2,1-1; Mt 21,28-32

El tema dominante de las lecturas bíblicas de este domingo es el de la obediencia como donación total de sí mismo a Dios, cuyo modelo más perfecto es Cristo crucificado “obediente hasta la muerte” (segunda lectura). La parábola de los dos hijos ilustra bien la verdadera obediencia: la del hombre frágil y pecador que arrepentido vuelve a Dios, y la falsa obediencia: hecha de formalismos y apariencia externas, pero que esconde una sutil rebelión interior (evangelio). El creyente auténtico está llamado a vivir responsablemente su vida, convirtiéndose dócilmente día a día a la Palabra de Dios (primera lectura).

En la primera lectura (Ez 18,25-28) el profeta Ezequiel se dirige a los israelitas exiliados en Babilonia que pensaban, de acuerdo a la teología tradicional, que su desastrosa suerte era la consecuencia fatal de muchos siglos de pecado de los antepasados. La generación presente estaría experimentando el castigo del mal cometido por las generaciones precedentes. Ezequiel proclama el principio de la responsabilidad personal de cada uno delante de Dios (cf. Dt 24,16; 2Re 14,16; Jer 31,29-30): “Si el honrado se aparta de su honradez, comete la maldad y muere, muere por la maldad que ha cometido. Y si el malvado se aparta de la maldad cometida, y se comporta recta y honradamente, vivirá” (Ez 18,26-27). El profeta no niega el principio de la solidaridad que recordaba que cada uno era responsable de la vida de los demás, sino que lo complementa invitando a sus contemporáneos a vivir responsablemente de forma personal. Cada uno "morirá por la maldad que ha cometido". Ciertamente que el pasado siempre condiciona de alguna forma. Pero no es una herencia fatídica de la que uno no pueda liberarse, sobre todo cuando se cuenta con la acción de Dios que, según el profeta, no desea la muerte del malvado, sino "que se convierta de su conducta y viva" (Ez 18, 23). No es decisivo ni el pasado que el hombre ha dejado detrás de sí ni el mal que ha cometido en su vida, ni tampoco la “herencia” de mal que la sociedad le ha impuesto: es fundamental la respuesta de conversión que la Palabra de Dios exige a cada uno. Nadie está irremediablemente perdido, ni nadie acumula méritos ante Dios. El “sí” de cada uno a Dios puede cambiar toda una vida, mientras que el “no” a la Palabra de Dios puede llevar irremediablemente a la muerte y destruir todo un pasado de fidelidad.

La segunda lectura (Flp 2,1-11) inicia con un llamado afectuoso de Pablo invitando a la unidad en la humildad. La humildad evita las divisiones sectarias en la comunidad y crea la “unidad del Espíritu” (v. 1). Pablo la describe primero en forma negativa: “no hagan nada por rivalidad o vanagloria” (v. 3), y después la presenta en forma positiva: “consideren a los demás como superiores a ustedes mismos” (v. 3). El gran ejemplo y el modelo por excelencia es Cristo, “siervo” obediente, tal como lo presenta el himno que sigue a continuación (vv. 6-11). Se trata de un himno poético probablemente de origen litúrgico. Aunque son posibles otros análisis, parece preferible dividirlo básicamente en dos estrofas: (I) 2,6-8: humillación de Cristo y (II) 2,9-11: exaltación de Cristo. La pascua de Cristo es presentada de forma nueva y original, a través de un movimiento ascensional que va desde la humillación hasta la exaltación. El himno nos permite contemplar el doble rostro de la pascua, hecho de dolor y de gloria, de humillación y de salvación.

El misterio de la pasión–muerte de Jesús es aniquilamiento, "condición de esclavo", ocultamiento de Dios: Cristo, siendo de "condición divina" (Flp 2,6), "tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres" (Flp 2,7; cf. 2 Cor 8,9). Su humillación llega hasta el extremo cuando "se hace obediente hasta la muerte y una muerte de cruz" (Flp 2,8). La muerte en la cruz, en efecto, es la expresión suprema de la humillación en el mundo romano: es muerte propia de esclavos y de extranjeros. Contemporáneamente la pasión–muerte de Jesús es riesgo positivo, triunfo, resurrección y glorificación, salvación plena y "nombre divino": la segunda estrofa del himno pone de manifiesto que la exaltación es la respuesta de Dios a la humillación libremente aceptada por Cristo obediente hasta el final (2,9: "por eso Dios lo exaltó"). Dios exalta a su Cristo (cf. Jn 3,14; 8,28; 12,32; Hch 2,33; 5,31), a través de la acción simbólica de la concesión de un nombre, no de un nombre personal (Jesús) que ya tenía en su humillación, sino de un "título" que expresa la nueva condición de Cristo glorificado por encima de todos los seres. La concesión de ese título no se realiza en la intimidad de Dios sino en público y tiene como objetivo que Jesús sea reconocido como el Señor, el Kyrios, que expresa su gloria y su soberanía divina. La obediencia del Mesías Jesús, vivida con absoluta libertad, es el modelo de la obediencia del creyente.

El evangelio (Mt 21,28-32) de los dos hijos, invitados por el padre a trabajar en su viña, presenta en forma paradójica y sorprendente, tanto la obediencia como la desobediencia. El primero de los hijos se negó a ir a la viña, “pero después se arrepintió y fue”; el segundo, en cambio, respondió positivamente a la invitación, “pero no fue” (vv. 29-30). Al terminar la parábola Jesús preguntó a su auditorio: “¿Cuál de los dos cumplió con la voluntad de su padre?, todos respondieron: “El primero” (v. 31). Efectivamente, el primer hijo, exteriormente indisciplinado y rebelde, se arrepiente y se decide a ir a trabajar a la viña; en cambio, el segundo, aparentemente dócil y disciplinado, asegura que irá a la viña pero al final no va. Detrás de la máscara de bondad y de sumisión del segundo se esconde en realidad una sutil rebelión interior; mientras que la aparente actitud de obstinación y de rebeldía del primero se transforma en obediencia vital y ejemplar. El hijo que no va a la viña, a pesar de haber afirmado que iría, representa a los fariseos de todos los tiempos, a los hipócritas que tienen la ley de Dios en la boca pero que son rebeldes en el corazón y en la vida, son los “sepulcros blanqueados” satisfechos de sí mismos pero llenos interiormente de maldad y orgullo. El hijo que va la viña, a pesar de haber dicho que no iría, representa a los que no han caminado según la ley de Dios y han vivido lejos del Señor, simboliza a “los publicanos y las prostitutas” y a los pecadores y alejados de todos los tiempos. Para ambos hijos resuena la voz de Dios a través de Cristo, llamándolos a la conversión , al compromiso radical y nuevo para trabajar en la viña. Sin embargo, paradójicamente los “buenos”, los que tienen siempre la religión y la ley en la boca se vuelven rebeldes, mientras que “los rebeldes”, reniegan de su pasado, se arrepienten y se encaminan para trabajar en la viña que hasta ahora habían descuidado.

En un segundo nivel de interpretación Mateo invita a leer la parábola de Jesús a la luz de la misión de Juan Bautista, que se convierte en criterio para valorar la posición espiritual de los pecadores y de los judíos observantes. Los primeros han hecho la voluntad del padre, ya que han entrado en el “camino de la justicia” representado por la predicación y la actividad penitencial de Juan. Los judíos observantes y las autoridades, en cambio, no sólo no han reconocido el significado de la misión de Juan –no le han creído– sino que han permanecidos contrarios a aquel movimiento de conversión que el Bautista había llevado adelante con su palabra y el rito del agua.

En todo caso, a la obediencia de Cristo (segunda lectura) se contrapone la falsa e hipócrita obediencia del hijo aparentemente dócil pero en realidad rebelde; por otra parte, la obediencia del Señor supera la obediencia costosa pero real del hijo aparentemente rebelde pero al final generoso. Cristo obediente, por tanto, es el modelo del discípulo llamado a “trabajar en la viña”. La obediencia auténtica es sólo la de Jesús, expresión suprema de toda obediencia. El evangelio de hoy nos invita además a evitar los juicios superficiales que a veces hacemos de los otros. La medida del valor auténtico y escondido de cada persona está sólo en las manos de Dios que ve el corazón. ¡Cuántos sepulcros blanqueados de aparente obediencia esconden la muerte y el vacío! Las bonitas palabras revestidas de bondad y de religiosidad no obtienen la salvación. Por eso es importante recordar hoy la invitación de Jesús a no juzgar para no ser juzgado. El creyente está llamado a esperar y confiar en la bondad de cada persona, a imagen de Dios mismo que se fía de cada uno, ofreciendo a todos la posibilidad de volver a él.

 

 

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