"Los viñadores, al ver al hijo, se dijeron: Este es el heredero.

Matémoslo y nos quedaremos con su herencia" (Mt 21,38).

Is 55,1-7; Flp 4,6-9; Mt 21,33-43

En el centro de la liturgia de hoy se encuentra la imagen de “la viña” que en toda la Biblia es símbolo transparente de Israel y de su historia. En efecto, cuando el salmista evoca las grandes hazañas de Dios en favor de su pueblo dice: “Arrancaste una viña de Egipto y expulsaste naciones para transplantarla; le preparaste el suelo, echó raíces y llenó esta tierra. Su sombra cubría las montañas, sus ramas los cedros gigantescos”. Y a continuación invoca al Señor: ¡Dios todopoderoso, atiéndenos, mira desde el cielo y fíjate, ven a visitar tu viña, la planta que sembraste, el retoño que tu hiciste vigoroso!” (Sal 80,10-15). Esta historia de la viña de Israel, con sus luces y sombras, con su entramado de mal y de bien, de fe y de infidelidad, se nos presenta hoy en el cántico profético de Isaías (primera lectura), y en la parábola de los viñadores homicidas (evangelio) que presenta en forma dramática la obstinación del pecado y del rechazo a los enviados de Dios.

La primera lectura (Is 55,1-7) inicia como una canción de amor y termina como acusación jurídica. El profeta introduce en forma velada, a través del canto del amigo que ama su viña, un caso de justicia que exige la intervención del auditorio. La imagen de la viña, con todo lo que supone de relación entre el agricultor y la tierra–vid, es claramente una metáfora de la relación hombre–mujer, o mejor aún, marido–esposa (Véase Cantar de los Cantares 1,6.14; 2,15; 8,12). Esto explica los matices de cuidado amoroso entre el amigo y su viña. Es, en realidad, una traducción en términos esponsalicios de la relación de alianza entre Yahvéh e Israel. Yahvéh es el esposo–agricultor, Israel es la esposa–viña. En los primeros cinco versículos del poema se subraya fuertemente la acción del viñador enamorado de su viña, que se esmera en hacer todo por ella (cavar la tierra, quitar las piedras, plantar cepas selectas, construir una torre, cavar un lagar). Particularmente importante es la doble repetición del verbo “hacer” (en hebreo: `asah) en el v. 4: “¿Qué más debí hacer por mi viña que yo no haya hecho? Este “hacer” del viñador, evoca el actuar salvífico de Dios en favor de su pueblo: Yahvéh ha salvado a Israel de la esclavitud y lo ha llevado a la tierra, bendiciéndolo en toda forma. Ahora bien, a este “hacer” de Dios corresponde un “esperar”. El Señor espera una respuesta coherente y fiel de parte de su pueblo. El verbo esperar (en hebreo: qawah), en efecto, aparece tres veces en el poema: “Esperaba que diera buenas uvas pero dio racimos amargos” (v. 2), “¿Por qué esperando uvas dio racimos amargos? (v. 4), “Esperaba justicia y no hay más que asesinatos” (v. 7). El viñador esperaba que la viña, objeto de tantos cuidados, diera un buen fruto, es decir, uvas. Es importante saber que en hebreo “dar fruto” se dice “hacer fruto”. Por tanto, en el poema se subraya que al “hacer” del viñador debería corresponder el “hacer” de la viña. Sin utilizar lenguaje metafórico, el mensaje es claro: Dios espera que Israel actúe el bien, que su conducta corresponda a su acción divina amorosa. Si el “hacer” de Dios, originario y salvador, es el bien y la justicia en favor de su pueblo, el “hacer” del Israel histórico debe ser la manifestación concreta de esta justicia.

La espera de Dios (viñador) no es interesada. No es simplemente que Dios espera el fruto de su trabajo, como cualquier obrero. Lo que Dios espera es que la viña sea viña, y que dé su fruto auténtico, ya que el fruto revela la naturaleza de la planta (Mt 7,20: “Por sus frutos los conoceréis”). El amor cuidadoso y perseverante del viñador, o mejor aún, el amor del esposo, exige reciprocidad en el darse. El fruto de Israel–viña no es simple retribución o recompensa a las acciones de Dios, sino que representa la libre y autónoma naturaleza espiritual del hombre, capaz de amar y de donarse en gratuidad y generosidad sin límites. La viña en realidad produce frutos, pero en lugar de los frutos esperados (uvas), aparecen frutos que no se pueden comer (racimos amargos). La viña no llega a ser lo que debería ser. Tal resultado tiene connotaciones de infidelidad nupcial y el cántico se vuelve el lamento de un enamorado desilusionado. En el v. 7 el texto hebreo presenta un interesante juego de palabras que subraya el contraste de oposición entre el fruto esperado por el viñador y el fruto dado por la vid: “Esperaba cumplimiento de la ley (mishpát) y no hay más que asesinatos (mispáh), esperaba justicia (tsedaqáh) y no hay más que lamentos (seaqáh)”. Aparentemente Israel produce frutos buenos, pero en realidad estos frutos son absolutamente desagradables. El texto concluye con el severo juicio del dueño de la viña, irritado y desilusionado. Las personas que escuchaban al profeta seguramente compartieron el veredicto: esa viña no merecía ya ser objeto del cuidado amoroso del viñador. Lo duro es que esa viña son ellos mismos, los que escuchan al profeta y, por tanto, el juicio condenatorio se vuelve contra ellos: “La viña del Señor Todopoderoso son ustedes, el pueblo de Israel y la gente de Judá” (v. 7). Israel mismo se auto–condena porque ha producido sangre en vez de justicia y gritos de oprimidos que atestiguan la falta de derecho y rectitud. Cada hombre se auto–condena cuando no corresponde a la acción salvadora de Dios, cuando no es lo que tiene que ser y lo que Dios espera de él, cuando no da frutos de amor auténtico y solidario hacia los otros. El dinamismo de la salvación es doble: supone el movimiento del viñador que planta y cuida la viña, e implica también la respuesta de la viña con sus frutos. La gracia y las obras se entrecruzan en la historia de la salvación y la existencia de cada hombre, en un diálogo armonioso y fecundo que dura toda la vida.

En la segunda lectura (Flp 4,6-9) Pablo da algunos consejos prácticos de vida espiritual. En primer lugar la oración seria, profunda, perseverante: “En cualquier situación presenten sus deseos a Dios, orando, suplicando y dando gracias” (v. 6). El fruto de la oración, como actitud vital y ejercicio práctico de fe y de amor, es la paz de Dios, la paz de Jesús Mesías, que nos hace vivir en esperanza confiada aún en medio de la prueba y el dolor: “Y la paz de Dios, que supera cualquier razonamiento, protegerá sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús (v. 7). Al don de la paz corresponde la respuesta y el compromiso cotidiano y concreto del creyente por buscar los valores más altos y nobles en la vida: “Por último, hermanos, tengan en cuenta todo lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de limpio, de amable, de elogiable, de virtuoso y de recomendable”. Santa Teresa de Jesús en su libro “Camino de Perfección” se expresa en forma semejante: “Quienes de veras aman a Dios, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden; no aman sino verdades y cosa que sea digna de amar. ¿Pensáis que es posible que quien muy de veras ama a Dios pueda amar vanidades?” (Camino de Perfección 40,3). La espiritualidad cristiana no es un camino alternativo al auténtico humanismo. Los grandes valores, los más nobles, tienen carta de ciudadanía en la vida cristiana, porque ser cristiano es ser hombre en plenitud.

El evangelio (Mt 21,33-43) presenta la parábola conocida como “parábola de los viñadores homicidas”. Se trata de una síntesis de toda la historia de Israel. Los viñadores representan, en primer lugar, a los jefes y al pueblo hebreo que se han resistido a Dios; los siervos enviados son los profetas; la figura del dueño de la viña evoca a Dios mismo que ha cuidado con tanto amor a su pueblo. Una y otra vez Dios envió a los profetas para que anunciaran su palabra al pueblo y revelaran el sentido último de los acontecimientos de la historia. El pueblo y sus jefes se negaron a escuchar y muchas veces eliminaron a los profetas, gesto con el cual en cierta forma expulsaban a Dios mismo de en medio del pueblo: “Al llegar la cosecha, envió sus criados a los viñadores para recoger sus frutos. Pero los viñadores agarraron a los criados, hirieron a uno, mataron a otro y al otro lo apedrearon. De nuevo envió otros criados, en mayor número que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo” (vv. 34-36). A continuación la parábola refiere que el dueño de la viña envía a su mismo hijo: “Finalmente les envió a su hijo, pensando: a mi hijo lo respetarán” (v. 37). Con el envío del hijo el relato alcanza su momento culminante, como la historia de Israel llega a su plenitud cuando Dios envía a su Hijo Jesucristo. La reacción, sin embargo, es la misma: “Los viñadores, al ver al hijo, se dijeron: `Este es el heredero. Matémoslo y nos quedaremos con su herencia'. Lo capturaron, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron” (v. 38). A la larga historia de rechazo de los enviados de Dios en el Antiguo Testamento se suma el rechazo decisivo del Hijo en la Nueva Alianza.

Después de contar la parábola Mateo agrega unos versículos sobre la temática del juicio inexorable de los viñadores rebeldes y homicidas y el traspaso de la viña a otros viñadores (vv. 39-41). Las palabras finales de Jesús ofrecen la justa perspectiva cristológica y eclesiológica del relato. El es el Mesías rechazado y llevado a la muerte como “piedra que han rechazado los constructores” (v. 42; Sal 118,22), pero colocado por Dios como piedra angular y fundamento de la nueva construcción. La imagen de la piedra y de la construcción permite dar el salto a la dimensión eclesiológica de la parábola. Dios dará la viña “a un pueblo que dé a su tiempo los frutos”. De nuevo, como en el canto de la viña de Is 5 (primera lectura), el criterio con el cual se hace el traspaso de la viña–reino de Dios es el de “dar (o hacer) frutos”. Los nuevos viñadores son un pueblo que se contrapone al primero que ha sido infiel. Este pueblo no hay que identificarlo simplemente con los paganos que se convierten al cristianismo, sino con el entero pueblo mesiánico, compuesto de paganos y hebreos, fundamentado en la piedra angular que es Cristo resucitado. Los “frutos” que este pueblo debe producir son los frutos del reino, que en el evangelio de Mateo se identifican con aquella “nueva justicia”, superior a la de los escribas y fariseos, y que consiste en hacer la voluntad del Padre (Mt 6,33; 7,16-20.21). En otras palabras, “los frutos” de la viña o del reino de Dios coinciden con la fidelidad en el amor activo y solidario, síntesis de la voluntad del Padre. Esta fidelidad es el signo distintivo del pueblo mesiánico en el que ahora se manifiesta y se va realizando el reinado de Dios.

Las lecturas bíblicas de hoy son una invitación a responder generosamente al “hacer” de Dios en favor nuestro. La historia de los viñadores nos enseña a no hacernos ilusiones, creyendo que poseemos algún derecho de propiedad de la salvación y de la verdad. Seremos viña del Señor y parte de su pueblo mesiánico si somos capaces de dar constantemente fruto. Un fruto que es al mismo tiempo don de Dios y esfuerzo humano. Un fruto que crece en la medida en que vivimos unidos a Jesús y permanecemos en él: “Yo soy la vid y ustedes los sarmientos. Quien permanece en mi y yo en él, da mucho fruto” (Jn 15,5).

 

 

Regresar

 

Breves meditaciones bíblicas | La Biblia y el Carmelo

Estudios bíblicos | Comentarios bíblicos en italiano