Una meditación sobre la historia de la salvación

 

 

 

La primera lectura de la misa dominical nos va llevando de la mano por las grandes etapas de la historia de la salvación (Gen 9,8-15; Gen 22,1-18; Ex 20,1-17; 2 Cron  36, 14-16.19-23; Jer 31,31-34).

 

El primer domingo se recuerda la alianza de Dios con Noé y con toda la tierra después del diluvio (Gen 9,8-15). Este es un relato que proviene de la llamada tradición “sacerdotal” que se remonta a los tiempos del exilio, cuando Israel había perdido todo, y que insiste en el poder de Dios para hacer surgir otra vez todo de la nada y de la muerte. El objetivo de esta tradición es mostrar en el pasado los fundamentos firmes sobre los que se puede reconstruir la comunidad de Israel. La existencia del universo post-diluviano, al que pertenece el Israel destruido en el exilio y al que pertenecemos también todos nosotros hoy, depende totalmente de la alianza unilateral de Dios con Noé; es decir, el fundamento de nuestro mundo es indestructible porque ha sido establecido por Dios. La violencia de los seres vivientes no podrá nunca destruir el mundo.

 

El segundo domingo se proclama la narración del sacrificio de Isaac (Gen 22,1-18), proveniente de una tradición que se desarrolló alrededor de los siglos IX-VIII a.C., nos ofrece el otro fundamento de la historia de la salvación: la fe del hombre que se abandona incondicionalmente en Dios. Abraham había dejado todo para obedecer a Dios, había sacrificado todo su pasado por seguir la palabra del Señor (Gen 12,1-9); ahora debe sacrificar también su entero futuro, ofreciendo a su hijo, con lo que enterraría para siempre su descendencia. La fe de Abraham muestra que sólo en la obediencia a la palabra de Dios se puede recuperar pasado y futuro, que la historia tiene sentido sólo cuando el hombre se abandona totalmente a Dios, capaz de hacer surgir la vida en medio de la muerte. Esta página del Génesis también apunta ya al sacrificio de Cristo. Ha sido tradicional ver en el sacrificio de Isaac una prefiguración de la cruz. Las palabras de Pablo: “Dios no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros” (Rom 8,31) parecen inspirarse en este relato del Génesis.

 

El tercer domingo será proclamado el Decálogo (Ex 20,1-17), muchas veces llamado: “los diez mandamientos”. En realidad en la Biblia no se llama así, sino “las diez palabras”. Palabras con las que Dios propone al pueblo liberado de la esclavitud de Egipto el camino de la auténtica libertad y que resumen toda la voluntad de Dios para Israel (Dt  4,2; 5,22; 13,1). Son palabras válidas también para el cristiano de hoy. Jesús mismo dirá: “no piensen que he venido a abolir las enseñanzas de la ley... no he venido a abolirlas, sino a llevarlas hasta sus últimas consecuencias” (Mt 5,17), y cuando aquel hombre rico le pregunta qué debe hacer para conseguir la vida eterna responderá: “si quieres entrar en la vida, observa los mandamientos” (Mt 19,17). Dios se compromete en el Sinaí a conservar el don de la libertad para el pueblo; el pueblo, por su parte, deberá seguir estas “diez palabras”, que lo preservan de toda idolatría, de todo egoísmo y de toda injusticia contra el prójimo. Sólo así será libre Israel. Esta solemne página del Sinaí podría ser un resumen de nuestro examen de conciencia cuaresmal para redescubrir al Dios liberador y a nuestro prójimo, y para alcanzar plenamente la auténtica libertad.

 

El cuarto domingo de cuaresma leeremos la página final de esa gran obra historiográfica de origen sacerdotal que es el “libro de las Crónicas” (2 Cron 36,14-16.19-23). Es una especie de epílogo interpretativo de carácter teológico de todo el camino histórico de Israel: el pueblo ha sido infiel a Dios y por eso lo ha perdido todo y se encuentra en la muerte. La idea de fondo es válida también para nosotros hoy. El pecado nos aleja de Dios y es fuente de desolación y de muerte en nuestra propia existencia y en la historia del mundo. Las últimas palabras del libro, sin embargo, dejan entrever una esperanza ya que la última palabra de Dios es siempre la vida y no la muerte: “los que de entre ustedes pertenezcan a su pueblo, que regresen, y que el Señor su Dios esté con ellos” (v. 23). El texto habla de regreso a la tierra, de nueva presencia del Señor. La historia continuará en la esperanza porque Dios no ha abandonado totalmente a su pueblo.

 

El quinto domingo se proclama una de las lecturas más importantes y bellas del Antiguo Testamento, que habla de la superación de la alianza del Sinaí a través de una “nueva alianza”, basada en el corazón del hombre y ya no en tablas de piedra (Jer 31,31-34). Ante la infidelidad constante de Israel que lo ha llevado al exilio, Dios intervendrá de forma novedosa para poner su ley en el mismo interior del hombre, perdonar el pecado y hacer posible su fidelidad. El texto nos prepara para vivir la celebración del misterio de la Pascua, el misterio de “la nueva alianza” en Cristo, fundamento de nuestra fe (Lc 22,19-29; 2 Cor 3,3-6; Heb 8,8-12).

 

 

 

 

 

 

Una meditación sobre el misterio de Cristo

 

 

 

Los textos evangélicos que serán proclamados este año durante los domingos de cuaresma nos ofrecen una oportunidad para profundizar en el misterio de Cristo (Mc 1,12-15; 9, 2-10; Jn 2,13-25; 3,14-21; 12,20-33).

 

El primer domingo contemplamos a Jesús en el desierto sometido a la prueba como todo hombre (Mc 1,12-13). Marcos lo presenta como el principio de una nueva humanidad, como un nuevo Adán que “estaba con las fieras” como el primer hombre en el jardín del Edén en Gen 2, y como el Mesías que traerá la paz universal (Is 11). Se describe un mundo pacificado en el que el Adán nuevo y perfecto, Cristo Jesús, restablece la armonía del cosmos que se ha roto con el pecado de la humanidad. La recreación de este mundo es posible sólo cuando los hombres acogen la invitación de Jesús en Galilea: “El plazo se ha cumplido. El reino de dios está llegando. Conviértanse y crean en el evangelio” (Mc 1,15). La transformación que supone la llegada del reino no es algo mágico sino que exige la conversión (en griego: metanoia) del hombre. Es la exigencia fundamental con la que cada uno responde a la llegada del reino y al evangelio de Cristo, es la síntesis de la entera existencia cristiana. La conversión no es simple arrepentimiento, ni se fundamenta en el sentimiento. Es la decisión por la que el hombre cambia su mentalidad, sus actitudes y su conducta, acogiendo gozosamente el evangelio para seguir a Cristo, redescubriéndose hijo frente a Dios y hermano frente a los demás. 

 

El segundo domingo se lee el pasaje de la transfiguración del Señor en el monte delante de algunos discípulos (Mc 9,2-10). El texto describe una verdadera “cristofanía” al estilo de las teofanías del Antiguo Testamento (la voz, la nube, el esplendor de la luz, los personajes celestiales símbolos de la ley y  de la profecía). La experiencia se ofrece a los discípulos justamente en el contexto del anuncio de la pasión y de la muerte del Señor (Mc 8,31), como una aparición pascual anticipada, destinada como las apariciones post-pascuales a iluminar y a revelar a la iglesia el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. En el texto es decisiva sobre todo “la voz” (palabra de Dios) que se oye desde la nube (símbolo de la trascendencia divina): “este es mi Hijo amado, escúchenlo” (v. 7). Es una invitación a entrar en el camino de la cruz de Jesús como única vía que conduce a la vida y a la resurrección. Es necesario compartir la humanidad y el camino de la muerte de Cristo, para compartir su gloria.

 

El tercer domingo nos presenta a Cristo como “nuevo templo”. A la religión superficial e interesada que algunos grupos vivían en torno al Templo de Jerusalén, Jesús opondrá la fe en su persona como fundamento de la nueva experiencia religiosa. Dios no puede estar presente en un templo material cuando éste ya no es un lugar de “encuentro” sino de comercio mezquino y de supersticiones superficiales. El verdadero Templo en el que los hombres encuentran a Dios es el cuerpo de Jesús que será destruido y en tres días se levantará de nuevo (Jn 2,19.21). El auténtico culto no se realiza en un templo de piedra sino en la comunión de vida con Cristo glorioso. El verdadero culto es la existencia transformada en el amor, a imagen del Señor que ha donado la vida por todos.

 

El cuarto domingo de cuaresma escucharemos parte del diálogo nocturno de Jesús con Nicodemo (3,14-21). Cristo es presentado como la manifestación más grande y el signo vivo del amor del Padre que “tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único para que todo el crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” y que “no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él” (3,16.17). Quienes lo rechazan, “los que prefieren la oscuridad a la luz” (v. 19), “los que obran mal y detestan la luz” (v. 20), encuentran irremediablemente el fracaso y la muerte: “el que no cree en él, ya está condenado” (v. 18). Para el evangelio de Juan sólo hay dos posibilidades: la vida o la muerte, la luz o las tinieblas. El proyecto de Jesús es el camino hacia la vida, él mismo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Quien cree, es decir, quien se adhiere totalmente al proyecto de Jesús, no será condenado, es decir, empezará ya en su existencia a gustar de la vida verdadera que es fruto del Espíritu que Jesús posee “sin medida” y que dona a los que creen en él (Jn 3,34). Esta división de la humanidad ante el proyecto de Cristo encuentra su momento decisivo en “la elevación de la cruz”: “el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto, para que todo el crea en él tenga vida eterna” (Jn 3,15).  En torno a la cruz de Jesús nace la nueva humanidad que se ha adherido a su proyecto de vida y de luz: “y una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).

 

            El quinto domingo de cuaresma continúa la reflexión sobre la elevación de Jesús en la cruz (Jn 12,20-33). Para el evangelio de Juan la gran revelación del misterio de Cristo se produce cuando llega “la Hora” (2,4; 7,30; 8,20; 12,23; 13,1; 17,1). “La Hora” es el momento de la cruz, que para Juan es también el momento de la exaltación y de la gloria. El evangelio de este domingo nos ofrece una catequesis bellísima sobre el sentido de la Pascua que celebraremos litúrgicamente dentro de pocos días, a través de varias imágenes que resumen el evangelio de Juan: El grano de trigo  (v. 24) simboliza la donación de la vida por amor, como la de Cristo en la cruz, que es camino de fecundidad y de realización plena; el aferrarse o desprenderse de la vida (v. 25) es el criterio que ofrece Jesús para alcanzar la vida eterna: sólo quien se da totalmente, vive totalmente; la glorificación (vv. 28-29) es una expresión del evangelio de Juan para referirse a la cruz, donde Dios mostrará su gloria glorificando a su Hijo, es decir, revelando en él el poder de la salvación; la elevación en la cruz (v. 32) es paradójicamente martirio y exaltación (el verbo griego ypsóô significa ambas cosas), y fuerza de amor y de vida que atrae a Cristo a la humanidad entera; el juicio de este mundo (v. 31) es una expresión que indica la condena que el mundo atrae sobre sí mismo al rechazar el proyecto de vida de Jesús.