Al
interior del Código Deuteronomista, la sección formada por
Dt 17,14-18,8 hace referencia a la naturaleza
misteriosa del profeta, junto a otras dos instituciones fundamentales del
antiguo Israel (el sacerdocio y la monarquía). Las tres se presentan como
mediaciones necesarias de la palabra de la Ley, origen y fundamento de la
alianza entre Dios y su pueblo. Sin embargo la profecía se diferencia
radicalmente de las otras dos. Mientras el sacerdote y el rey han
recibido su cargo por una solemne unción sagrada, han sido elegidos en línea
hereditaria (los sacerdotes forman una casta, los reyes una dinastía) y
desempeñan sus funciones en un ámbito específico de la sociedad (el sacerdocio
en el ámbito sagrado; el rey, en el ámbito político, militar y jurídico), el profeta
es suscitado directamente por Dios y su ministerio no está confinado a un
ámbito particular de la sociedad. Habla tanto de política o de problemas
sociales (ámbito propio del rey) como de las relaciones del hombre con Dios
(ámbito propio del sacerdote). El profeta es una instancia crítica delante de
cualquier otra forma de poder, una instancia “espiritual” que, sin fuerza y sin
garantías humanas, representa la autoridad de Dios en la historia humana. Su
intervención no se convierte automáticamente en una norma obligatoria para su
auditorio, ya que no dispone de una fuerza coercitiva (como el ejército del
rey), ni de un indiscutible reconocimiento público (como el sacerdote). El
profeta posee solamente “la palabra”.