V DOMINGO DE PASCUA

(Ciclo A)

Hch 6,1-7

1Pe 2,4-9

Jn 14,1-12

La primera lectura (Hch 6,1-7) narra un momento significativo de la vida de la primera comunidad cristiana, en cuyo seno comienzan a surgir las primeras dificultades. De forma inesperada Lucas nos pone frente a una situación que contrasta con la imagen ideal de la comunidad que ha presentado antes, en la que todos "tenían un solo corazón y una sola alma" (Hch 4,32) y en la que "no había necesitados" (cf. Hch 2,44-45; 4,34-35). La unidad cultural y lingüística de la primitiva comunidad de Jerusalén se ve sometida a prueba por primera vez con la aparición de los "helenistas", que eran probablemente judeo-cristianos de lengua y cultura griega llegados de la diáspora, los cuales representaban una realidad nueva al interior de la comunidad. El objetivo de Lucas, sin embargo, no es subrayar la conflictividad del momento, sino poner de manifiesto la capacidad de la comunidad para solucionar el problema a través de la elección de los "Siete". El texto de Hch 6,1-7 ciertamente es complejo, probablemente compuesto por diversos estratos redaccionales, y del cual la historia de la composición es difícil de reconstruir. Pero el mensaje es claro: la iglesia sabe afrontar una situación crítica y novedosa con creatividad pastoral y con un gran sentido de la unidad de la comunidad cristiana.

El texto inicia en el v. 1 describiendo la vida de la comunidad con dos verbos que recuerdan la experiencia de Israel que se multiplicaba en Egipto y que murmuró muchas veces contra Yahvéh en el desierto. Por una parte se dice: "aumentaba el número de los discípulos"; por otra: "los creyentes de origen helenista se quejaban contra los de origen judío" (cf. Ex 1,20; 16,2.7-10; 17,3; etc.). Lucas utiliza los mismos verbos que aparecen en la traducción griega del Exodo: aumentar, crecer (plethynein) y quejarse, murmurar (dia-goggyzein). La experiencia que vive la iglesia es, por tanto, semejante a la del pueblo de la primera alianza: el crecimiento numérico es signo de la bendición divina, las quejas o murmuraciones ponen de manifiesto la vertiente humana y fatigosa del camino del pueblo de Dios. El problema parece consistir en que los judeo-cristianos de lengua griega, llegados de la diáspora para residir en Jerusalén como era costumbre en muchos, se lamentaban de que en el servicio cotidiano de atención a los pobres, sus viudas eran descuidadas. Las viudas eran personas socialmente marginadas, que vivían en situación de grave pobreza y sin ningún tipo de garantías sociales. Es significativo el hecho de que la crisis comunitaria se manifieste precisamente en el ámbito de la asistencia a los más pobres, allí donde preferencialmente se expresa la efectividad de la fe. La autenticidad y la fuerza de la fe de la iglesia se mide, en efecto, en el amor y en el compromiso social en favor de los desposeídos y empobrecidos. Más allá de la solución del problema de las viudas, el texto quiere subrayar también la función de los Doce, a quienes les corresponde ante todo "el servicio de la palabra de Dios" (v. 2). Ellos no deben abandonar tal ministerio ya que es fundamental para el crecimiento y la expansión de la naciente iglesia, y sobre todo porque es el encargo directamente recibido del Señor Resucitado (cf. Hch 1,8). Por esta razón se ven obligados a confiar el "servicio de las mesas", es decir la atención a los hermanos más pobres de la comunidad, a algunos hombres "de buena fama, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría" (v. 3), a los que la comunidad tendrá que elegir. Las condiciones de los elegidos no hacen referencia solamente a la buena fama; estos hombres dedicados al servicio de los pobres deberán ser semejantes a Jesús mismo, "lleno de sabiduría" (Lc 2,40) y de Espíritu Santo (Lc 4,1.14).

Asistimos, por tanto, a una diversificación ministerial motivada por el momento histórico que vive la iglesia, por el afán de conservar su unidad y sobre todo por la preocupación de no descuidar la atención y la asistencia a los hermanos desposeídos. Hay un "servicio de la Palabra" que se refiere a la predicación misionera y que Lucas pone en relación directa con los Doce, testigos de la resurrección. Los Doce también aparecen como dedicados a "la oración", un ministerio que se desarrolla sobre todo al interior de la comunidad y que hace pensar en la celebración litúrgica, hecha de oración y de catequesis. Finalmente se habla del nuevo servicio de "los Siete", que en un rito especial reciben su encargo de parte de los apóstoles (v. 6). No se trata de la institución del diaconado, ni hay que identificar a estos Siete con los primeros diáconos de la iglesia. Lucas evita llamarlos así, aun cuando en realidad se trata de un verdadero y propio "diaconado", es decir, de una nueva estructura de servicio, de asistencia y de solidaridad en favor de los hermanos más pobres. A dos de ellos, Esteban y Felipe, los encontramos realizando también labor directamente evangelizadora. El texto termina haciendo alusión a la difusión de la Palabra de Dios (v. 7): "La palabra de Dios crecía y se multiplicaba el número de los discípulos". El verbo "multiplicarse" (plethynein) es el mismo verbo griego que se usó antes en el v. 1 para hablar del crecimiento de la comunidad. Con las nuevas estructuras de una comunidad que se sabe adaptar a las nuevas situaciones, se difunde poderosamente la palabra de Dios, como sujeto agente de la fuerza irresistible de Cristo Resucitado.

La segunda lectura (1 Pe 2,4-9) hace alusión también a la estructura de la iglesia que ha nacido de la resurrección de Jesús, la cual es definida como "edificio espiritual", en la cual a través de un "sacerdocio santo" se ofrecen "sacrificios espirituales aceptos a Dios por mediación de Jesucristo" (2,5). En este templo espiritual que es la iglesia hay un sólo fundamento, que mantiene sólida y compacta toda la construcción: Cristo resucitado. El es, en efecto, "la piedra elegida, fundamental, preciosa, quien crea en ella no quedará defraudado" (v. 6). Sobre esta "piedra" se va construyendo día a día el pueblo de Dios, compuesto también a su vez de "piedras vivas" que hacen que este templo sea vivo y sea cuerpo de Cristo. Los cristianos, como piedras vivientes, ofrecen a Dios por la acción del Espíritu sus propias vidas como sacrificio espiritual. La vida de cada cristiano se vuelve, por tanto, liturgia viva y acción sacerdotal. Una liturgia que no es hecha de ritos y de rúbricas, sino que consiste en una vida de obediencia a Dios en comunión con Cristo resucitado y comprometida en la práctica efectiva del amor. Al recordar Ex 19,5-6, que narra la llamada de Israel a ser pueblo sacerdotal al pie del Sinaí, la primera carta de Pedro proclama la función sacerdotal de todos los bautizados, llamados a ofrecer a Dios el sacrificio espiritual de su propia existencia y de un mundo transformado por obra del Señor resucitado.

El evangelio (Jn 14,1-12) pertenece a los llamados discursos de despedida de Jesús (Jn 14-17) que Juan coloca en el contexto de la última cena. En ellos la temática principal gira en torno al destino de los discípulos después de la partida de Jesús. Son temas frecuentes, por tanto, la familiaridad con Dios como destino último y definitivo de la Iglesia, la afirmación de profunda intimidad entre Jesús, el Padre y los discípulos, y las obras que realizarán los discípulos "en nombre de Jesús" después de la pascua. Estos capítulos del evangelio de Juan constituyen, por tanto, una verdadera reflexión teológica y espiritual sobre la situación post-pascual de la Iglesia. Siguiendo un modelo conocido ya en el Antiguo Testamento (cf. Gen 49; Dt 31-34) Juan presenta las enseñanzas de Jesús como un "testamento espiritual" que intenta fortalecer la fe de los discípulos y hacerles comprender el misterio del acontecimiento de la pascua y su significado para la comunidad cristiana.

En primer lugar, Jesús invita a los suyos a "no inquietarse" (Jn 14,1.27) ante los trágicos eventos de la pasión y de la cruz, que son signo del rechazo del mundo y de las pruebas a las cuales los mismos seguidores de Jesús serán sometidos a lo largo de la historia. En la Biblia muchas veces lo opuesto a la fe es el miedo y la inquietud (cf. Is 7,9). Jesús invita a los discípulos a vivir siempre con la serenidad que brota de la confianza en Dios: "No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí" (14,1). Aunque él se marcha físicamente, en realidad siempre estará con ellos después de la resurrección, volverá a ellos y finalmente los llevará consigo cuando les llegue el momento: "Una vez que me haya ido y les haya preparado el lugar, regresaré y los llevaré conmigo para que puedan estar donde voy a estar yo" (14,3). Jesús anima a los suyos hablándoles del destino último de la iglesia: "la casa de mi Padre" donde "hay muchas moradas" (v. 2). Esta idea era popular en los ambientes religiosos judíos del tiempo de Jesús; es una expresión simbólica de carácter escatológico para referirse a la familiaridad con Dios en su propia casa.

Los discípulos, —dice Jesús— "conocen el camino para ir donde yo voy" (v. 4). Ante la pregunta de Tomás: "Pero, Señor, no sabemos adónde vas, cómo vamos a saber el camino?" (v. 5), Jesús proclama una triple autorevelación sobre el misterio de su persona: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (v. 6). Jesús es el camino que hay que recorrer porque es el mediador personal de la salvación y la norma de vida para los creyentes. Jesús es el camino en cuanto que es la verdad, es decir, la revelación personal del Padre a los hombres. No es un simple maestro que enseña una doctrina. Es la verdad. Por eso, al discípulo de Jesús no le basta con aprender un cúmulo de "verdades", sino ser de la verdad, es decir, vivir en comunión permanente con Jesús: "Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz" (Jn 18,37). Es necesario permanecer en relación personal con él para ser de la verdad y obrar la verdad (cf. Jn 3,21). A través del camino y de la verdad se alcanza la vida. Jesús es, por tanto, camino y meta. Por medio de la fe el discípulo alcanza la vida que es Jesús mismo. El posee en sí mismo la vida como el Padre (Jn 5,26) y la da en abundancia (Jn 10,10). En síntesis, Jesús es el mediador de la salvación ("camino"), a través de la revelación divina que ha comunicado a los hombres ("la verdad"), y que conduce a la vida de Dios que Jesús mismo posee ("la vida"). Con esta solemne declaración, Jesús expresa su misión: "Nadie puede llegar al Padre sino por mí" (v. 6).

Los vv. 7-11 son una especie de comentario a la triple revelación del v. 6. En ellos se habla de la relación entre Jesús y el Padre, es decir, en qué sentido él es el camino que conduce al Padre. Todo se resume en las palabras que hablan de la infinita comunión y la mutua inmanencia entre Jesús y el Padre: "Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí" (v. 10; cf. 17,21). Desde el principio Juan ha proclamado, en sintonía con la tradición bíblica, la imposibilidad de nuestra condición humana para ver directamente a Dios: "A Dios nadie lo ha visto nunca" (Jn 1,18). Sólo a través de las palabras y de las obras del Hijo podemos "ver" a Dios. Solamente conociendo y siguiendo a Jesús podemos conocer algo del misterio del Padre. Por eso Jesús le dice a Felipe: "El que me ve a mí, ve al Padre. ¿Cómo me pides que les muestre al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?" (v. 9-10). En Jesús, el Hijo visible, Felipe puede ver al Padre invisible, porque el Padre habita en él y obra por medio de él. El Padre, en efecto, se ha revelado a través de Jesús por medio de sus palabras y de sus obras: "Lo que les digo no son palabras mías. Es el Padre, que vive en mí, el que está realizando su obra. Deben creerme cuando afirmo que yo estoy con el Padre y el Padre está en mí; si no creen en mis palabras, crean al menos en las obras que hago" (vv. 10-11). "Palabras" y "obras" evocan un único término hebreo: "dabar", cuyo plural es "debarim". En el Antiguo Testamento "dabar" significa: palabra y acontecimiento. La palabra divina es acontecimiento, en cuanto crea y desencadena la vida y la salvación. Es palabra y obra. Sólo las palabras de Dios, como las palabras y obras de Jesús en el evangelio, son auténticos "debarim", en sentido pleno.

El texto termina con una promesa que engancha con el tema de las obras divinas de los versículos anteriores: "El que cree en mí, hará también las obras que yo hago" (v. 12). En el evangelio de Juan, las "obras" de Jesús son la irrupción de Dios como gloria y vida de los hombres en la existencia cotidiana. La comunidad está llamada a continuar la obra liberadora de Jesús, después de la resurrección, sirviendo a la vida y a la verdad en todas sus formas. La iglesia tendrá que hacer presente continuamente la obra de Jesús de dar vida y vida en abundancia. Pero está llamada a hacerlo, no como algo que pueda lograr con sus propias capacidades y méritos, sino "pidiéndolo en mi nombre", es decir, con el poder del Señor resucitado que revela la gloria del Padre.

 

 

 

Estudios sobre el evangelio de Juan

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