VIERNES SANTO

Is 52,13-53,12

Heb 4,14-16; 5,7-9

Jn 18,1-19,42

Las lecturas bíblicas nos introducen hoy a la contemplación del misterio de Cristo Siervo del Señor y verdadero Cordero Pascual que muere en la Cruz por la salvación del mundo.

La primera lectura (Is 52,13-53,12) es el último de los cánticos del Siervo del Señor en el libro de Isaías. El texto es complejo en su estructura, en su lenguaje y en la identificación histórica del personaje. Al inicio Dios mismo habla de su "siervo" como de alguien que ha llegado a tal punto de desfiguración física, a causa del dolor, que "no tenía apariencia humana" (Is 52,14). Inesperadamente anuncia en seguida que este mismo siervo será glorificado y reconocido por naciones y reyes que se llenarán de asombro ante un hecho inusitado (Is 52,15). Sólo en la parte central del cántico (Is 53,1-10) se relatan sus sufrimientos: ha sido despreciado y rechazado por los hombres (vv. 2-3); lo han sometido a un juicio inicuo que él acepta sin violencia como cordero llevado al matadero, como cordero que no abre la boca ante el esquilador (v. 7). Lo novedoso del texto es que afirma que la causa de la humillación y condenación del siervo no son sus propios delitos, sino los de aquellos que lo están juzgando (v. 4.5.9). Y más paradójico aún es el hecho de que su muerte le traiga la rehabilitación no sólo él, que ha sido injustamente "arrancado de la tierra de los vivos" (v. 8), sino también a los que lo han condenado (vv. 10-12). No sólo forma parte de los planes divinos (v. 10), sino que él mismo voluntariamente se ha sometido silenciosamente (v. 7), ha ofrecido su vida como expiación (v. 10-11), y ha cargado con la culpa de muchos y ha intercedido por los pecadores (v. 12).

El siervo encarna el valor redentor del sufrimiento. Es muy probable, en sintonía con la interpretación hebrea tradicional, que las tribulaciones del Siervo hagan referencia a las pruebas vividas por aquella parte más pobre e inocente de Israel que sufrió la prepotencia de los grandes del mundo durante el exilio y que con su fidelidad colaboró misteriosamente a los planes de Dios en el mundo. Es una interpretación que tiene gran validez, pues nos recuerda el valor que pueden tener los sufrimientos del pueblo pobre para la redención de todos y nos ayuda a ampliar el horizonte de la pasión de Cristo a toda la Iglesia, su cuerpo total. Ciertamente este texto influyó fuertemente en la redacción de los relatos de la pasión del Señor en el Nuevo Testamento. Para los evangelistas el oráculo de Isaías sólo se ve esclarecido con el acontecimiento de la pasión y muerte de Jesús por la redención de todos. Tanto la interpretación individual como la colectiva apuntan al mismo misterio del valor redentor del sufrimiento del justo y del amor sacrificado dentro de los planes de Dios. El texto es, sin duda, un momento culminante de la revelación del Antiguo Testamento: la vida, la muerte y la vuelta a la vida del Siervo han llegado a ser el medio para el perdón de los pecados de todos. Abandonado en las manos de Dios y renunciando a devolver el mal a quienes lo ultrajaban, el Siervo obtiene lo que no habían podido obtener todos los sacrificios rituales de Israel. Todo cuanto el profeta ha dicho del Siervo lo confesamos plenamente sólo de Cristo, nuestro Salvador, Siervo sufriente que con su vida, muerte y resurrección nos ha librado de nuestros pecados.

La segunda lectura (Heb 4,14-16; 5,7-9) nos presenta a Jesús como verdadero Sumo Sacerdote bajo una doble perspectiva. Por una parte, es el Hijo de Dios, sacerdote por excelencia, "grande", que ha penetrado definitivamente en el mundo de Dios, "los cielos", de donde deriva la invitación a perseverar en la profesión de fe (Heb 4,14). Por otra, se insiste en la plena condición humana de este sumo sacerdote, que "ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado", de donde deriva la exhortación a acercarnos con gran confianza a Dios para obtener misericordia y fuerza en el momento de la prueba (Heb 4,15). Cristo, en efecto, se ha inmerso plenamente en la condición humana. A pesar de ser Hijo, no dejó de padecer el sufrimiento , sino que en medio del dolor y la humillación "aprendió", es decir, vivió y actuó, su extrema fidelidad y obediencia, las cuales encontraron en su oración su fuente y expresión fundamental, llegando a alcanzar así la perfección suprema de la resurrección y convirtiéndose en fuente de salvación para todos los hombres (Heb 5,7-9).

En el evangelio (Jn 18,1-19,42) Juan nos ofrece una perspectiva singular de la pasión y muerte de Jesús:

(a) El arresto en el huerto.

La narración comienza en un jardín (en griego képos) y termina en un jardín (19,41). Más de una vez Juan parece evocar el Génesis: "En el principio..." (Jn 1,1; Gn 1,1); la semana inicial del evangelio (Jn 1,29.35.43; 2,1) y la semana inicial de la creación (Gn 1); después de la resurrección Jesús "sopló" sobre los discípulos (Jn 20,22) como Yahvéh en la creación del hombre (Gn 2,7). Al leer la pasión de Jesús Juan quiere que pensemos en la narración de una nueva creación, que brotará del costado abierto del Señor (cf. 7,39). En la narración joánica el episodio del huerto es un auténtico enfrentamiento entre la luz y las tinieblas. Jesús no es sorprendido, más bien se adelanta (18,4). Las tinieblas están representadas por Judas y sus acompañantes, símbolos de todos aquellos que se cierran a la Verdad y a la Luz. Judas ha preferido las tinieblas a la luz que ha venido al mundo (cf. 3,19). Cuando abandonó a Jesús durante la cena entraba en la noche: "En cuanto Judas tomó el bocado, salió. Era de noche" (13,30). Ahora necesita luz artificial pues ha rechazado a aquel que es "la luz del mundo"(8,12). Si alguien cae en tierra en el huerto no es Jesús sino sus enemigos ante la declaración solemne: "Yo soy" (18,5). "Yo soy" es el Nombre de Dios. Ante Dios caen y retroceden sus enemigos. "Confusión y vergüenza sobre aquellos que buscan mi vida" (Sal 35,4); "Cuando se acercan contra mí los malhechores a devorar mi carne, son ellos, mis adversarios y enemigos, los que tropiezan y caen" (Sal 27,2). Jesús aparece dominando la situación con libertad soberana: "Doy mi vida, para recuperarla de nuevo. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente" (10,18). Es el Buen Pastor que no abandona a sus ovejas: "Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos" (18,8). Y Juan anota: "Así se cumpliría lo que había dicho: 'de los que me has dado, no he perdido a ninguno'" (18,9). Jesús había dicho de sus ovejas: "Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano" (10,28).

(b) El proceso

Jesús aparece dueño del drama. Sereno y soberano. Aunque Pilato piense que él, el procurador romano, tiene poder sobre Jesús, Jesús le advierte que su autoridad sobre él es recibida y relativa: "No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba" (19,11). Jesús es el que tiene el poder. Como todo un rey. Con razón hablará de su reino. "Mi reino no es de este mundo" (19,36; cf. Jn 3,3.5). La expresión "no es de este mundo" no indica el lugar donde se realiza ese reino, como si el reino de Jesús no tuviera que ver nada con la historia humana. Indica más bien proveniencia, como lo indica la partícula griega ek). Es decir, el reino de Jesús no surge del mundo, no tiene su fundamento en las estructuras tenebrosas de pecado de este mundo. No es como los reinos de la historia. Su reino se basa en "la verdad" (19,37) (en griego: aletheia, que en Juan indica siempre la palabra reveladora de Jesús). Para entrar en su reino hay que aceptar su Palabra. "Todo el que es de la verdad escucha mi voz" (18,37). Paradójicamente las burlas y humillaciones de Jesús revelan su misterio. Como rey, es coronado de espinas y revestido de un manto (19,1-3). De hecho así es saludado por los soldados: "Salve, rey de los judíos" (19,3). Y Pilato lo presenta a la turba como "el Hombre" (19,5), expresión que probablemente refleja un antiguo título cristológico, como el de "Hijo del hombre", pero que en el drama joánico tiene la función de presentar el rechazo de Jesús como un ejemplo de acto "inhumano". El poder romano comete el acto inhumano por excelencia y los judíos, al preferir al César (19,15), se cierran a toda esperanza mesiánica. Ambos son juzgados.

(c) La crucifixión

No se menciona a Simón de Cirene, como en los otros evangelios. Es Jesús mismo quien carga con la cruz (19,17), en sintonía con lo que ha afirmado antes en el evangelio: "nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente" (10,18). Los cuatro evangelios mencionan el letrero sobre la cruz, pero en Juan es más que un simple letrero. Es una solemne proclamación. Pilato había presentado a Jesús a su pueblo como rey (19,14) y había sido rechazado (19,16). Ahora, en las tres lenguas del imperio, hebreo, latín y griego (19,20), Pilato reafirma la realeza de Jesús y lo hace con toda la precisión legal de la normativa del imperio romano: "lo que he escrito, lo he escrito" (19,22). A pesar del rechazo de los jefes religiosos de Israel, un representante del más grande poder sobre la tierra, ha reconocido que Jesús es rey. Los otros evangelios hablan implícitamente del reparto de los vestidos de Jesús a partir del salmo 22,19. Juan lo hace citando explícitamente el salmo y anota una peculiaridad: la túnica era sin costura (19,23). Algunos autores han visto una alusión a la túnica sin costuras del Sumo Sacerdote, según la describe Flavio Josefo. Otros, y quizás sea esta la interpretación más acorde con la teología de Juan, han visto en ella un símbolo de unidad. Ya en el Antiguo Testamento el partir los vestidos simbolizaba división, como en 1Re 11,29-31 queda simbolizada la división de la monarquía. En Juan, la túnica sin costuras, simboliza al pueblo de Dios que en torno a Jesús está sin división alguna. De hecho, Juan había señalado antes de la crucifixión que "se originó una disensión entre la gente a causa de él" (7,43; cf. 9,16; 10,19) y nos da una clave interpretativa de su muerte: "Jesús iba a morir por la nación -y no sólo por la nación-, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (11,52). La túnica sin costuras es, pues, símbolo del Pueblo Nuevo congregado en torno a la cruz de Jesús.

Lo que antes se ha dicho simbólicamente a continuación aparece encarnado en algunas personas concretas. Junto a la cruz de Jesús aparece congregada simbólicamente la Iglesia (19,25-27) sobre todo en la persona de "su Madre" y del "el discípulo a quien amaba". Son personas reales, pero que interesan al evangelista principalmente no en su identidad histórica, sino como "personalidades corporativas", a nivel simbólico. Su Madre es figura de Sión, lo mejor del pueblo de Dios (cf. Is 66,8-9 donde Sión-Jerusalén aparece engendrando a sus hijos). Y el discípulo es figura del creyente, "el discípulo a quien Jesús ama". Al pie de la cruz nace la nueva familia de Jesús, "su Madre y sus hermanos", "aquellos que hacen la voluntad del Padre" (cf. Mc 3,31-35),. El discípulo acoge a la Madre de Jesús como algo suyo: "desde aquella hora, el discípulo la acogió entre sus pertenencias" (literalmente en griego: en ta idia, que es más que "en su casa"). La Madre del Señor pasa a ser parte del tesoro más preciado del discípulo creyente.

En los sinópticos le acercan a Jesús la esponja con una caña. En cambio, en Juan, con un "hisopo" (19,29), que recuerda Ex 12,22 donde con un hisopo se roció la sangre del Cordero sobre las casas de los israelitas. Además fue sentenciado a muerte hacia la hora sexta del día de la Preparación (19,14), la misma hora en que en la víspera de la Pascua los sacerdotes comenzaban a degollar los corderos pascuales en el Templo. Además no le quiebran ningún hueso (cf. Ex 12,10). No muere como en los sinópticos. Es una muerte solemne: "E inclinando la cabeza entregó el espíritu" (19,30). La frase tiene una doble significación. Entrega su vida al Padre. Pero también entregó el Espíritu, fuente de la vida, que nos llevará hacia la verdad completa (cf. 16,13). Para Juan aquí, en la cruz, ocurre la glorificación de Jesús. No hay que esperar Pentecostés, como en Lucas. En la cruz Jesús es glorificado y brota el Espíritu que antes no había "pues Jesús todavía no había sido glorificado" (Jn 7,39). El Espíritu es donado a aquellos que simbolizan y forman la Iglesia, su Madre y el discípulo amado.

A diferencia de los sinópticos no ocurren signos cósmicos especiales al morir Jesús. Todo se centra en su cuerpo glorificado como verdadero santuario (cf. Jn 2,21: "él hablaba del santuario de su cuerpo"). Por eso, de su cuerpo brota "sangre y agua" (19,34) que, en primer lugar, aluden al paso de Jesús de este mundo (sangre) al Padre a través de la glorificación (agua) (cf. 12,23; 13,1). Pero también hay que ver aquí una alusión a aquellas dos realidades por las cuales Cristo glorificado dona el Espíritu a la Comunidad: el bautismo ("nacer del agua y espíritu": Jn 3) y la eucaristía ("quien no come mi carne y no bebe mi sangre": Jn 6). Como ya había anunciado Juan: "de su seno correrían ríos de agua viva" (7,38) vivificando a "todos los que creyeran en él", formando la comunidad al pie de la cruz.