En la ocasión del
XIV Centenario del lll Concilio de Toledo
-mil cuatrocientos años de España
católica- me cumple presentar, por el
solo mérito de haber sido su
coordinador, el presente trabajo
colectivo. Obra de un equipo intelectual
hondamente arraigado en el sillar del
pensamiento tradicional y que, entre
repeticiones y reiteraciones que
refuerzan el análisis por provenir de
talantes y métodos dispares, muestra un
encuentro profundo a pesar de las
discrepancias accidentales -aunque no por
ello poco importantes o desdeñables- que
también saltan a la vista y que no he
querido esconder ni maquillar.
El mero hecho de conmemorar la efeméride
desde un entendimiento que excede de la
mera significación cultural o humana,
debe ya resaltarse adecuadamente desde
estas primeras líneas, porque cuando
incidentalmente se ha planteado la
cuestión que nos ocupa se ha venido
omitiendo toda constatación que se
intrinque en la verdadera médula del
problema que encierra.
Esa es la razón por la que este
decimocuarto centenario del tercer
Concilio toledano es tan distinto de los
anteriores. (Su comparación con el
anterior nos resulta fácil en la aguda y
tersa crónica que nos hace Manuel de
Santa Cruz). Que no es tanto la pérdida
de aquel bien tan ponderado -y en el
fondo tan imponderable- de la unidad
religiosa, cuando su admisión como una
mera situación "cultural" que
tuvo su razón de ser en otras épocas e
incompatible con las nuevas formas de
convivencia civil y religiosa,
pluralistas, laicas y democráticas. Es
decir, la profundización en el designio
-que trata para nosotros tan
magníficamente el P. Victorino
Rodríguez- expuesto por Jacques Maritain
en toda su crudeza: "El Sacro
Imperio ha sido liquidado de hecho
primero por los tratados de Westfalia
finalmente por Napoleón. Pero subsiste
todavía en la imaginación como un ideal
retrospectivo. Ahora nos toca a nosotros
liquidar ese ideal" (1). Aunque
iniciativas como esta son suficientemente
expresivas, el triunfo del propósito de
Maritain no sea completo en España
-radicando en tal hecho la especificidad,
bien es cierto, cada vez más disminuida,
pero aún apreciable, de nuestra patria
en el seno del "concierto
europeo"- , lo que marca con
caracteres de novedad este centenario es
el avance por esa senda liquidadora del
ideal católico de Cristiandad.
Por eso, no es de sorprender que
esfuerzos como el que hemos realizado
pueda ser acogido con extrañeza o
profunda incomprensión en diversos
ambientes. Ya Chesterton, en su
Autobiografía, y a propósito de los
orígenes de su famosa obra titulada
Ortodoxia, cuenta un hecho que en mi
mente se asocia indefectiblemente con lo
que acabo de expresar. Escribe, que el
titulo mencionado no le gustaba pero que
produjo una consecuencia interesante en
Rusia. En efecto, el censor bajo el
antiguo régimen ruso, destruyó el libro
sin leerlo. Por llamarse Ortodoxia
dedujo, naturalmente que debía ser un
libro sobre la Iglesia griega; y por ser
un libro acerca de la Iglesia griega,
dedujo, naturalmente también, que debía
ser un ataque. La observación de
Chesterton no tiene desperdicio -y es la
que quiero destacar-: "Pero
conservó una actitud bastante vaga aquel
titulo, era provocativo. Y es un fiel
exacto de esa extraordinaria sociedad
moderna, el que fuera realmente
provocativo. Había empezado a descubrir
que, en todo aquel sumidero de herejías
inconsistentes e incompatibles, la única
herejía imperdonable era la ortodoxia.
Una defensa seria de la ortodoxia era
mucho más sorprendente para el critico
inglés que un ataque serio contra la
ortodoxia para un censor ruso" (2).
Esta observación nos conduce de lleno al
gran tema filosófico de las relaciones
entre la razón humana y la cultura
histórica. Es sabido -y sigo las
explicaciones notablemente precisas, mas
no por ello menos vividas, del profesor
Rafael Gambra- que, entre las
civilizaciones que en el mundo han sido,
algunas, como la grecolatina o la
judeo-cristiana, se nos ofrecen con una
transparencia intelectual y afectiva que
nos permite compartir su anclaje eternal;
mientras que otras por el contrario, nos
parecen opacas, misteriosas o ajenas.
Así, Ios árabes de Egipto enseñan hoy
las pirámides como algo que es ajeno a
su propia cultura y comprensión;
mientras que nosotros, en cambio,
mostramos una vieja catedral o el
Partenón con un fondo emocional de
participación. Pues bien, dice Gambra,
"el día en que nuestras catedrales
-o la Acrópolis de Atenas- resulten para
nosotros tan extrañas como las
pirámides para los actuales pobladores
de Egipto, se habrá extinguido en sus
raíces nuestra civilización" (3).
La incomprensión moderna -la
"extrañeza"- hacia el
fenómeno de la unidad religiosa signa
indeleblemente la agonía de nuestro modo
de ser y rubrica el fracaso de un
proyecto comunitario, en el sentido más
restringido del término. Ahora bien, de
las ruinas de esa civilización sólo ha
surgido una disociación
-"disociedad" la ha llamado el
filósofo belga Marcel de Corte- que, si
sobrevive entre estertores y crisis, es a
costa de los restos difusos de aquella
cultura originaria, e incluso de las
ruinas de esas ruinas -sombra de una
sombra- por acudir al conocido apóstrofe
de Renan. Esto es palmario en actitudes
-por otra parte contradictorias en si
mismas y esencialmente incongruentes-
como las producidas cuando quienes con su
predicación en principio parecen dar por
bueno el pluralismo permisivista,
reaccionan luego contra algunas de sus
aplicaciones o consecuencias. El articulo
del doctor Guerra Campos -una joya por lo
que dice y por lo que no dice, por lo que
insinúa y por lo que sugiere- lo expone
con rigor lógico implacable.
Las razones de la unidad católica
En esta tesitura, hemos afrontado el
acontecimiento con la intención piadosa
-y por tanto civilizadora, si creemos a
Madiran cuando dice que la civilización
encuentra su sentido en la perspectiva de
la piedad -de ser fieles a nuestros
mayores. Porque cualquier otra
hipotética realización futura de una
sociedad cristiana habría de tender a
una continuidad con lo pasado, buscando
los cauces vivos de la tradición. los
artículos de Monseñor Emilio Silva y
del historiador Andrés Gambra son
suficientemente nítidos en su expresión
como para que insistamos en ello.
Pero, al margen de esa finalidad de
afincarnos en la continuidad santa y
tradicional de la historia patria, quiero
hacer alguna referencia a las razones que
desde la teología, la filosofía, la
política o la pastoral coadyuvan a
afirmar como "moralmente obligatorio
y prácticamente necesario" el
restablecimiento en España de la
confesionalidad del Estado y la unidad
católica.
La unidad católica, situación
Aunque, en buena lógica, y con carácter
previo, creo necesario precisar que la
unidad católica es una situación
jurídica en la que la sociedad política
-el Estado- rinde culto público y
colectivo como tal a Dios e inspira su
legislación en un orden moral inmutable
cuyo cimiento religioso se halla, en
último término, en los Mandamientos de
la ley de Dios, pero que, además,
protege la religión católica como
única exteriorizable públicamente. Sin
esta última condición se podrá hablar
de confesionalidad del Estado, pero no de
auténtica unidad religiosa.
Sin que las primeras de las condiciones
-que integran propiamente el concepto de
confesionalidad - hayan dejado de ser
sometidas a discusión por los autores
liberales o por católicos contaminados
de liberalismo, ha sido la última de las
exigencias -que constituye la diferencia
entre la mera confesionalidad y la
estricta unidad católica- la que ha
suscitado más controversias, sobre todo
desde el Concilio Vaticano II, como
inmediatamente vamos a ver. Lo cierto es
que, con independencia de que la
reclamación de unidad católica no
escape a la consideración de las
circunstancias por la prudencia
política, en abstracto, la prohibición
del culto público y del proselitismo de
las religiones no-católicas es un
mecanismo de seguridad o muralla almenada
que rodea y defiende al Estado
confesional. Sin tal mecanismo se produce
un equilibrio inestable, pues el Estado
confesional difícilmente puede convivir
con minorías activas de otras religiones
sin que se produzcan tensiones de
compleja solución.
Es, sin embargo, el punto -como acabo de
subrayar- en que se han centrado las
polémicas a raíz de la Declaración
conciliar Dignitatis humanae, hasta el
extremo de constituir una verdadera
"cruz interpretum". No podía
permanecer esta obra -unitaria y plural a
un tiempo- ajena a tales discusiones y es
enriquecedor el contraste de pareceres
producido: el doctor Guerra Campos
-"lástima que la falta de espacio,
escribe, impida exponer aquí un
análisis detenido del texto"- no ha
entrado en la cuestión y, aunque produce
la impresión de rechazar la tesis,
sostenida tanto por los partidarios con
alegría como por los detractores con
dolor, del "cambio" en la
doctrina de la Iglesia, no trata la
cuestión de la limitación de los cultos
falsos; el P. Victorino Rodríguez
tampoco la elude, aunque por otros de sus
ensayos conocemos sobradamente su
explicación de que no hay conflicto
alguno entre la recta interpretación de
la doctrina conciliar y la tesis de la
unidad católica, Rafael Gambra, en
cambio, afirma lo contrario, y resuelve
el conflicto a favor de la doctrina
tradicional apoyado en la consideración
de que el texto criticado es del ínfimo
rango y de un concilio
"pastoral"; Alvaro D'Ors,
finalmente, sostiene, de la mano de la
distinción entre "tesis" e
"hipótesis" -que parece
haberse invertido-, que en las
comunidades tradicionalmente católicas
debe relativizarse aquel principio de
indiferencia propio de los pueblos de
tradición pluralista.
La unidad católica, tesis
Lejos de mi afirmar que esas diferencias
de interpretación y valoración son
irrelevantes (4). Encierran en si
consecuencias divergentes y de
trascendencia no despreciable. Pero, en
cualquier caso, bien porque creamos que
no ha habido ruptura en la doctrina de la
Iglesia, bien porque salvemos las
contradicciones al modo de Gambra o de
acuerdo con las agudas sugerencias que
formula en su contribución el profesor
D'Ors, lo importante es que todos siguen
considerando la unidad católica como la
"tesis" predicable para
España. Explícitamente lo dice Alvaro
D'Ors: "Nuestro pensamiento
tradicionalista, si abandonara sus
propios principios y abundara en esa
interpretación absolutista de la
libertad religiosa, incurriría en la
más grave contradicción, pues la
primera exigencia de su ideario -Dios,
Patria, Rey- es precisamente el de la
unidad católica de España, de la que
depende todo lo demás".
1 ) Desde la teología se ha subrayado
cómo las sociedades en cuanto tales
tienen deberes religiosos hacia la
verdadera fe y hacia la única Iglesia de
Jesucristo. Es, por ello, errónea la
perspectiva que abre una sima profunda
entre la Iglesia y la humanidad, aun
cristiana, con sus dimensiones culturales
y político-sociales. Por el contrario,
la Iglesia es el Pueblo de Dios, que se
salva -según ha escrito Francisco Canals
(5)-, aun en orden a lo eterno, por la
penetración por la gracia misma de todas
las dimensiones de lo humane. Así, el
Pueblo de Dios es la comunidad cristiana
en su curso histórico.
De ahí que, al hablar de la unidad
católica, no podamos dejar de aludir a
la teología del Reino de Cristo, de ese
movimiento que modernamente condujo a la
institución por Pío Xl, en 1925, de la
Fiesta de Jesucristo Rey. Festividad
nacida con un significado e intención
inequívocos: poner remedio al laicismo,
del que el P. Ramón Orlandis, S.l. dijo
que venia a ser "el mismísimo
liberalismo o bien el liberalismo llegado
a su mayoría de edad"; atajar el
proceso de apostasía que había llevado
de modo perseverante el empeño de
desterrar a Cristo de la vida pública,
primero, mediante la descristianización
de la autoridad política, y, luego,
desde la misma, mediante el olvido de la
doctrine católica sobre el matrimonio,
la familia y la educación.
2) Desde la filosofía se nos muestra
como radicalmente disolvente el ideal
moderno, que alienta -por acudir a la
evocación de Camus que debemos a Gambra-
la situación de exilio permanente y que
no deja de desdeñar y difamar el Reino
en su estabilidad, en su carácter
entrañable, en sus raíces humanas y
divinas: "Tal es el ideal de la
apertura o comprensión universal que se
abre a todo sin bastión alguno que
defender, tal la idea del pluralismo que
niega la objetividad de la verdad y del
bien; tal el designio del ecumenismo que
postula una especie de "mercado
común" de las religiones; tal el
pacifismo que se niega a defender cosa
alguna porque nada trascendente se posee
ni se ama; tal la división de la Tierra
en mundos (primer, segundo y tercer
mundos), sólo en razón de la economía
y en orden a una igualación
final..." (6). La democracia
liberal, en fin, viene a ser la
consagración oficial del exilio -resume-
como forma permanente de gobierno e ideal
humano.
Y, sin embargo, la sociedad no se
sostiene sobre la mera coexistencia ni
puede ser un ideal la open society,
indiscriminadamente abierta. La ciudad
descansa sobre un entramado de virtudes y
valores comunitariamente aceptados y
cordialmente vividos. En el lenguaje
sociológico de Ferdinand Tonnies diremos
que es una gemeinschatt, el profesor Leo
Strauss lo llamará régime, T.S.Eliot
podrá aplicarle el término de cultura;
generalmente se dirá way of life; y si
retrocediéramos a los griegos lo
descubriríamos en politeia. En todos los
cases la referencia es unánime. Es lo
que Wilhelmsen y Kendall han llamado la
ortodoxia pública: el conjunto de
convicciones sobre el significado último
de la existencia, especialmente de la
existencia política, lo que unifica a
una sociedad, lo que hace factible que
sus miembros se hablen entre si, lo que
sanciona y confiere el peso de lo sagrado
a juramentos y contratos, a deberes y
derechos, lo que reviste a una sociedad
de un significado común, venerando
ciertas verdades consideradas por la
ciudadanía como valores absolutos. (7)
También desde el ángulo de la
filosofía -y la filosofía política-
encontramos una razón para defender la
unidad católica: es la expresión de la
ortodoxia pública de la sociedad
española.
3) Desde la política se nos muestra como
un medio privilegiado de salvaguarda de
la libertad. La contribución del
profesor Alvaro D'Ors lo pone en claro,
desarrollando una idea que le es querida
de antiguo y que alcanza aquí una
notable precisión: sólo la
confesionalidad de la comunidad política
hace innecesario el partido confesional,
pues éste tiene que aparecer tan pronto
los principios esenciales de la Iglesia
no son políticamente intangibles y
requieren para su defensa una acción
congruente y supletiva de los mismos
fieles.
Libertad religiosa y libertad política
se excluyen, cosa que no ha parecido ser
entendida por los obispos españoles que,
después de haber renunciado a la
doctrina de la confesionalidad del Estado
sin contrapartida, tampoco propugnan la
fórmula del partido católico. De ahí
esa impresión que producen tantas
declaraciones episcopales de no saber que
hacer para impulsar la acción eficaz de
los católicos en el terreno político.
Se han quedado sin un terreno firme y
estable, y se dedican a vagar por los
aires de la indefinición. Para el
pensamiento tradicional -en cambio- la
solución del problema no ofrece dudas:
si se quiere salvaguardar la libertad de
opción política sin perjudicar los
intereses de la Iglesia hay que entrar en
la dinámica de la confesionalidad del
Estado.
4) Desde la pastoral encontramos un
fundamento no menos importante para la
tesis de la unidad católica. La libertad
no es algo abstracto e independiente de
las condiciones en que se ejercita, sino
que para la mayoría de los hombres el
ejercicio de la libertad está, no
determinado; pero sí condicionado por el
ambiente en que se mueve. Por eso -como
afirmó el cardenal Daniélou en el curso
de una famosa polémica de que me he
ocupado en otro lugar-, para la mayoría
de los hombres no es posible
"responder a ciertas exigencias que
hay en ellos sino en la medida en que lo
hace posible el ambiente dentro del cual
viven" (8). Si queremos un pueblo
cristiano es esencial crear las
condiciones que lo hagan posible, por
donde se accede directamente a la
necesidad de instituciones cristianas y a
la idea de Cristiandad. El doctor Guerra
Campos lo desarrolla muy lúcidamente en
su articulo y observe que la
"politización" radical de que
se ha acusado por tantos al
confesionalismo se da en mayor medida en
la supuesta "no intervención",
si se cae en la tentación de reducir la
acción de la Iglesia a
"facilitar" la convivencia
pluralista-tarea central de la
política-debilitando para ello el
ejercicio de su misión propia: "El
peligro que acecha ahora es que cuando se
habla de renunciar a la
Iglesia-Cristiandad para ser
Iglesia-misión, sea la misión la que,
paradójicamente, se oscurezca".
Hoy, este planteamiento de impregnación
profundamente cristiana de la sociedad
que aquí defendemos, es verdad, es
repudiado como
"nacionalcatolicismo".
Expresión que como todas las que
integran los denuestarios de ayer, hoy y
siempre encierra un grave equivoco.
Porque si por nacional-catolicismo se
entiende la forma diferencial -impuesta
por nuestra propia historia-de ciertas
veleidades totalitarias españolas, es
seguro que no es de recibo su aplicación
a actitudes como la que nos ha inspirado
a realizar este trabajo, transida de
auténtica fe religiosa y piedad nacional
y ajena a mistificaciones engañosas.
Pero si lo que se pretende desacreditar
con la etiqueta injuriosa es cualquier
régimen de cristiandad y lo que se busca
romper con el dicterio es el binomio
religión-patria, entonces nos sentimos
orgullosos de militar en las filas de ese
nacional-catolicismo que sirve para
llevar las almas a Dios, procurando la
"salus animarum" que, según el
adagio canónico, es la "suprema
lex".
NOTAS
(1) Jacques Maritain, Del régimen
temporal y la libertad, cit. por Leopoldo
Euloglo Palacios en El mile de la nueva
cristiandad, 3ra ed., Madrid 1957, pág.
91.
(2) G.K. Chesterton, Autobiografía, en
Obras Complelas, tomo 1, Barcelona 1967,
págs. 159-160.
(3) Cfr Rafael Gambra, "Razón
humana y cultura histórica", en
Verbo n.9 223-224 (1984), págs.,
305-309.
(4) Cfr. Miguel Ayuso, "EI orden
politico cristiano en la doctrina de la
Iglesia", en Verbo n.Q 267-268
(1988), págs. 955-991.
(5) Cfr. Francisco Canals, "EI deber
religioso de la sociedad española"
en el volumen Política española pasado
y futuro, Barcelona 1977, págs. 219-230.
(6) Ralael Gambra,"El exilio y el
Reino", en Verbo n.9 231-232 (1985),
págs. 73-94.
(7) Cfr. Frederick Wilhelmsen, La
ortodoxia pública y los poderes de la
irracionalidad, Madrid 1965.
(8) Cfr. Miguel Ayuso, "Cristiandad
nueva o secularismo irreversible" en
Roca viva n.° 217 (1986), págs. 7-15.
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