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Cuento sin moraleja
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Un hombre vendía gritos y palabras, y le iba bien, aunque encontraba
mucha gente que discutía los precios y solicitaba descuentos. El hombre accedía casi
siempre, y así pudo vender muchos gritos de vendedores callejeros, algunos suspiros que
le compraban señoras rentistas, y palabras para consignas, esloganes, membretes y falsas
ocurrencias.
Por fin el hombre supo que habia
llegado la hora y pidió audiencia al tiranuelo del pais, que se parecía a todos sus
colegas y lo recibió rodeado de generales, secretarios y tazas de café.
-Vengo a venderle sus últimas
palabras -dijo el hombre-. Son muy importantes porque a usted nunca le van a salir bien en
el momento, y en cambio le conviene decirlas en el duro trance para configurar facilmente
un destino histórico retrospectivo.
-Traducí lo que dice- mando el tiranuelo a su interprete.
-Habla en argentino, Excelencia.
-¿En argentino? ¿Y por qué no entiendo nada?
-Usted ha entendido muy bien -dijo el hombre-. Repito que vengo a venderle sus últimas
palabras.
El tiranuelo se puso en pie como es
de práctica en estas circunstancias, y reprimiendo un temblor, mandó que arrestaran al
hombre y lo metieran en los calabozos especiales que siempre existen en esos ambientes
gubernativos.
-Es lástima- dijo el hombre mientras se lo llevaban-. En realidad usted querrá decir sus
últimas palabras cuando llegue el momento, y necesitará decirlas para configurar
fácilmente un destino histórico retrospectivo. Lo que yo iba a venderle es lo que usted
querrá decir, de modo que no hay engaño. Pero como no acepta el negocio, como no va a
aprender por adelantado esas palabras, cuando llegue el momento en que quieran brotas por
primera vez y naturalmente, usted no podra decirlas.
-¿Por qué no podré decirlas, si son las que he de querer decir? -pregunto el tiranuelo
ya frente a otra taza de café.
-Porque el miedo no lo dejará -dijo tristemente el hombre-. Como estará con una soga al
cuello, en camisa y temblando de frio, los dientes se le entrechocaran y no podrá
articular palabra. El verdugo y los asistentes, entre los cuales habrá alguno de estos
señores, esperarán por decoro un par de minutos, pero cuando de su boca brote solamente
un gemido entrecortado por hipos y súplicas de perdón (porque eso si lo articulará sin
esfuerzo) se impacientarán y lo ahorcarán.
Muy indignados, los asistentes y en
especial los generales, rodearon al tiranuelo para pedirle que hiciera fusilar
inmediatamente al hombre. Pero el tiranuelo, que estaba-pálido-como-la-muerte, los echó
a empellones y se encerró con el hombre, para comprar sus últimas palabras.
Entretanto, los generales y
secretarios, humilladísimos por el trato recibido, prepararon un levantamiento y a la
mañana siguiente prendieron al tiranuelo mientras comía uvas en su glorieta
preferida. Para que no pudiera decir sus últimas palabras lo mataron en el acto pegandole
un tiro. Después se pusieron a buscar al hombre, que había desaparecido de la casa de
gobierno, y no tardaron en encontrarlo, pues se paseaba por el mercado vendiendo pregones
a los saltimbanquis. Metiéndolo en un coche celular, lo llevaron a la fortaleza, y lo
torturaron para que revelase cuales hubieran podido ser las últimas palabras del
tiranuelo. Como no pudieron arrancarle la confesión, lo mataron a puntapiés.
Los vendedores callejeros que le
habían comprado gritos siguieron gritándolos en las esquinas, y uno de esos gritos
sirvió más adelante como santo y seña de la contrarrevolución que acabó con los
generales y los secretarios. Algunos, antes de morir, pensaron confusamente que todo
aquello había sido una torpe cadena de confusiones y que las palabras y los gritos eran
cosa que en rigor pueden venderse pero no comprarse, aunque parezca absurdo.
Y se fueron pudriendo todos, el
tiranuelo, el hombre y los generales y secretarios, pero los gritos resonaban de cuando en
cuando en las esquinas.
Julio Cortazar
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