La pesadilla era terrible, pero él sabía
que el despertar acostumbraba ser todavía peor. Escuchó,
esperando oír los ruidos infames y ahora ya familiares de los
capataces rugiendo y azotando a los otros esclavos, las carretillas
arrastrando el precioso material, el gemido de algún desdichado
que, al no aguantar más, se derrumbara para no levantarse ya.
Pero no escuchó nada. "La enfermedad progresa. Ya no puedo
oír siquiera". Dolorosamente, entreabrió los ojos.El
dorado cabello de su esposa yacía un poco más allá.
"Al menos, a pesar de todo, no nos han separado. Sin ella...
ya me habría dejado morir, como un perro". Suspiró,
tosió y se removió en su jergón... que extrañamente,
no rechinó. Su brazo rozó una cuerda lisa y el hombre,
extrañado, extrajo fuerzas de flaqueza para incorporarse. "Dios
mío, no podré más; esta vez ya no podré
levantarme... y ella quedará sola..." . Como pudo, se
apoyó sobre un codo, abrió bien los ojos y casi gritó
de sorpresa.
El barracón, el suelo cubierto de paja
sucia, el campamento... se había transformado en una habitación
de paredes lisas, con dos camas de un blanco irreprochable, el tubo
extraño se reveló como una cánula conectada a
una bolsa médica que llevaba suero a sus venas. Su esposa descansaba
en la cama contigua, sus harapos se habían cambiado por una
túnica que cubría su adorado cuerpo tan sufrido; tampoco
él llevaba las odiadas ropas con el emblema del Escorpión.
Se incorporó aún más, extendió una mano
hacia la espesa cortina a su derecha y se deslumbró por la
radiante luz del sol que entraba por la ventana. ¿Habría
caído el Quinto General? Pero, ¿y qué había
pasado con los otros dos? Los rumores decían que antes matarían
a cada esclavo para luego suicidarse que caer en manos del enemigo.
No había salvación. Entonces... ¿qué había
pasado? Tantas noches imaginando este momento... pero no, era imposible.
Entonces recordó de golpe. Las fotos...
una cámara fotográfica infernal que, al dispararse,
reducía a la nada a los aterrorizados prisioneros. Quedaban
atrapados en la foto, decían... Renqueando, él había
intentado correr para proteger a su mujer, la tenía en sus
brazos cuando la luz del flash había caído sobre sus
rostros. La luz blanca, luego nada... Y ahora esto. ¿Sería
que el Sexto General se había hecho con el mando y sus medidas
humanitarias habían prevalecido sobre los dos Generales restantes?
Eso era. Se volvió a tumbar sobre su cama, sus ojos dejaron
escapar una lágrima.
Seguía siendo un esclavo.
Moriría lejos de casa, en alguna tierra
desconocida y salvaje, dejando sola a su mujer y sin saber nada de
su hija, de su querida Natalie...
Papá, papá...
En el prado, la familia estaba de picnic. Natalie
corría, con los brazos abiertos para abrazar a mamá
y a papá, y ellos sonreían junto a la manta de la comida,
esperando que su hija llegara a su lado. A lo lejos, una nube de tormenta,
tan negra, se cernía sobre ellos, mira querida, va a llover,
su esposa sonreía, me gusta la lluvia, decía, y entonces,
la nube se ampliaba, se ensanchaba como un ente maligno, bajaba hasta
ellos y en medio de una confusión de relámpagos y truenos
sordos se llevaba a Natalie, que alzaba los brazos y gritaba, pero
sus gritos no se oían, la muchacha se agarraba la garganta,
mientras se debatía inútilmente contra la nube que la
llevaba ya muy lejos... Él corría, tropezaba y el prado
bajo su cuerpo se secaba, se convertía en un terreno árido
sembrado de palas y picas. Un par de botas se plantaban frente a él
y sentía un azote en la espalda. "A trabajar, esclavo.
Ahora tú y tu mujer nos pertenecen". En esa parte de la
pesadilla, él despertaba, para comprobar que la parte del azote
era real, tan real... "Levántate, remilgado, o también
le pego a tu mujer". Él se levantaba de un salto, un salto
que disminuía en rapidez cada mañana conforme él
empezaba a enfermar...
Así, mientras él se ponía
peor, su querida esposa recibía más golpes. Y Natalie...
¿qué había sido de ella sola en la ciudad?
Papá...
Un beso en la frente, eso recibía de
su esposa e hija cuando llegaba a casa, cansado del trabajo. Y ahora
lo sentía, realmente percibía un beso cálido
en la frente; debía estar volviéndose loco. Quizás
era mejor así.
Natalie...
Papá, soy yo, tu Natalie... Debo
irme, despierta, por favor...
¿Ya te vas a la escuela?
No, papá, despierta. Los hemos
rescatado, a ti y a mamá. Ya no son esclavos, pero faltan los
demás, y debo irme...
El corazón le dio un vuelco. Abrió
los ojos. Ahí estaba su hija, con la mirada ansiosa, sonriéndole.
Natalie se giró, se descolgó una cadenita con una cruz
y la puso en el cuello de su madre. Ésta despertó y
la vio.
Miró a su esposo con ojos de súplica.
No quiero soñar, ella está
siempre allí, y yo estoy en casa, y tú estás
sano... ¡Esta tortura cada noche! ¡No lo soporto!
No, mamá, no. Soy yo, ya no sueñan.
¡Soy yo! Ya no eres un esclavo, papá...
Los pobres padres, enflaquecidos y envejecidos
antes de tiempo, aunque todavía no pasaban de los treinta y
cinco años, parpadearon, miraron a su hija, y lloraron de alegría.
Ya no eres un esclavo, papá...
Hemos viajado mil kilómetros,
atravesado desiertos, mares, desfiladeros y montañas, y hemos
venido por ustedes. Se pondrán bien, aquí hay gente
que los cuidará mucho, y yo... quisiera quedarme, pero todavía
hay que rescatar a los demás esclavos.
Después de muchos infortunios, el cerebro
se niega a aceptar la felicidad hasta pasados unos momentos. Tras
el impacto de ver realizado lo que habían anhelado los tres
en los últimos meses, vinieron los besos, los abrazos, los
suspiros y abundantes lágrimas. Ambos esposos todavía
no se recuperaban de la emoción, anhelando estrechar entre
sus brazos a su hija para siempre, cuando ésta ya hablaba de
irse.
¿Irte? ¡Pero apenas estamos
juntos! Y dices que estamos en tierras bárbaras, en medio de
un desierto... entre más pronto nos encontremos en la ciudad,
mejor.
Natalie asentía pero luego se encogía
de hombros. Hablaba de deberes contraídos, obligación
moral, el sufrimiento de los otros esclavos... y su voz sonaba tan
firme, dinámica y convencida que no parecía Natalie,
la reservada y tímida Natalie que ellos conocían tan
bien.
Su madre la tomó por los hombros y la
observó con detenimiento. Se asustó ante lo que vio.
Su Natalie antes sonrosada y de formas suaves y redondeadas, de ojos
dulces y sonrisa tímida se había convertido en una muchacha
un poco más alta, sí, pero tan delgada que daba pena.
Sus ojos tenían profundas ojeras y su cutis revelaba el tono
azuloso de los que han perdido mucha sangre. Su vestidito marinero
estaba húmedo; al parecer, acababa de lavarlo lo que
indicaba que no tenía otro, pero ciertas manchas tenues
revelaban que había estado empapado en sangre. Siempre había
sido una chica débil, pero ahora lucía tan frágil
que una deseaba extenderle los brazos, no fuera a caerse de puro agotamiento.
El cambio físico encogía el corazón, y el que
podía leerse en sus ojos asustaba: esos ojos habían
visto el mundo, ese ancho mundo desconocido lleno de horrores y maravillas,
de hombres, monstruos y bestias aladas, de parajes insólitos
y tierras inhóspitas, un mundo del que los hombres comunes
se protegían encerrándose en sus ciudades cómodas
y tranquilas, el único lugar domado y pacífico al que
se podía aspirar... y Natalie había renunciado a la
protección de su ciudad con tal de venir por ellos, su pobre
y sufrida Natalie. Pero, pensó su madre con dolor, en el proceso
se había convertido en una criatura irreconocible, en una verdadera
aventurera, con la fatiga y el polvo del camino en el corazón.
¡No puedes dejarnos ahora que estamos
juntos! Tu pobre papá ha estado muy enfermo...
Comprende, hija, que ahora que te tenemos
no queremos perderte otra vez. Eres tan pequeña y delicada,
que no adivino cómo hiciste para llegar hasta aquí.
No has visto a esos hombres tan malos, ¿verdad? Son terribles,
si te enfrentaras a ellos te harían pedazos, como hicieron
con nosotros, y aún más, porque están enfurecidos
contra una horda de aventureros que los han hostigado, que han diezmado
a sus hombres, y podrían confundirte con ellos...
Yo soy uno de esos aventureros, papá.
Soy yo quien los ha hostigado desde el principio, quien los ha perseguido,
quien ha matado a sus hombres, y ahora debo rescatar a tus compañeros
de prisión, de otro modo, todas esas muertes habrían
sido en vano y yo no sería más que un monstruo.
Ante la revelación, y menos perspicaz que su mujer, el pobre
enfermo se quedó mudo.
¿Cómo... cómo has
hecho para vencerlos? Intervino su madre. Cientos de soldados
y guardias dirigidos por los siete generales... en cada enfrentamiento
las tropas narraban avergonzadas cómo un puñado de hombres,
no, de monstruos arrogantes los habían vencido. Hablaban de
un gigante, tan formidable que ni un huracán podía moverlo
de su sitio...
Krauser - asintió Natalie con
una sonrisa.
...de un artista marcial tan ágil
como un mono y lleno de recursos como un diablo, que podía
enfrentarse a una horda completa y vencerlos sin despeinarse...
Jalil - dijo Natalie con un suspiro.
... de un chico de cabellos blancos y
mirada de fuego al que sus hombres adoran y darían la vida
por él...
Fuego Blanco - informó Natalie.
...de un joven que puede remontarse por
los aires y habla con una esfera de metal inteligente, otro que puede
crear objetos de la nada y aún se murmuraba de un demonio que
arrojaba fuego...
Áudax, Latiz y Násdreth,
todos ellos son mis amigos, descansan ahora en este mismo edificio
o deambulan por el pueblo. Podrán conocerlos cuando se recuperen.
Ambos progenitores se estremecieron ante la
idea de estar rodeados de peligrosos aventureros. En la mente de la
mujer empezó a nacer una horrible sospecha.
También se hablaba (todo esto
en susurros dentro de las barracas, cuando nuestros capataces no podían
oírnos, pero todos los rumores corrían entre los esclavos
como el viento, porque eran nuestro único alivio y esperanza),
se decía que en ese grupo se encontraba alguien que no combatía
con las manos, ni con armas o con los poderes ancestrales de los viejos
artistas marciales, sino con... la mirada; una bruja sabia y terrible
a la que sólo le bastaba mirar a los soldados a los ojos para
hechizarlos, a quien... pero esto debe ser una exageración,
le era suficiente dirigir su vista a una montaña para que ésta
se desplomara sobre los aterrorizados esclavistas ¡que lo tenían
merecido! y, sin embargo, si yo viera a esa bruja cara a cara... no
sabría quién es peor: si ella y sus artes de magia negra
o los oficiales que nos martirizaban. Y tú, Natalie, ¿conoces
a esa bruja? - preguntó su madre con voz entrecortada.
La joven tenía los ojos bajos.
Mi pequeñita no pudo haberla conocido,
se hubiera desmayado; si acaso, se mantuvo lejos de ella... ¿Te
uniste a ellos sólo para reunirte con nosotros, verdad? Me
imagino el miedo que has de haber pasado, con semejantes hombres y
demonios, sedientos de sangre y dinero, porque no me hago ilusiones.
Atacaron el campamento para quedarse con el material de las minas,
y ahora planean aniquilar lo que queda de las fuerzas de esos secuestradores.
Pelea de chacales. Si no queremos quedar atrapados entre sus garras,
más vale que volvamos a la ciudad cuanto antes... No, querida,
no llores. ¿Te han hecho prometer que los acompañarías?
Huiremos por la noche, no te preocupes por nosotros, con un poco de
descanso nos pondremos bien, ya estamos acostumbrados, lo importante
ahora es...
Natalie se había girado, no para llorar, sino para extraer
algo de una pequeña mochila que llevaba al hombro. Era un lápiz.
Lo había colocado en el suelo.
No son monstruos ni aventureros sedientos
de sangre. Algunos tienen cuentas que saldar con los esclavistas y
han unido nuestros caminos; otros son repudiados por su apariencia
y en esta lucha intentan encontrarse a sí mismos; otros han
sido tan buenos como para ayudarme en mi búsqueda con todo
lo que pueden ofrecer: dinero, tiempo, sudor, sangre, su vida. La
pequeña huérfana buscaba a sus padres y ellos han ofrecido
su brazo desinteresadamente, y han estado a punto de morir más
de diez veces. Pero la pequeña huérfana no estaba del
todo inerme: tenía su mente.
El lápiz, bajo la mirada concentrada
de la joven, se alzó con sólo la punta tocando el piso
y empezó a dar vueltas en una danza tranquila, para volver
a caer poco después y ser de nuevo un pedazo de madera y grafito
inerte.
Yo soy la mujer a la que tanto temen.
Pero no soy una bruja.
Los esposos se abrazaron, con las pieles erizadas
por el terror.
¡Te has vuelto una de ellos! Algunos
hombres de confianza de los generales, de los más temibles,
¡tenían los mismos poderes infernales!
¡Poderes que te pervierten el
alma! Nunca he visto a nadie que no los tuviera y fuera de buen corazón.
¡Natalie! ¡Natalie! ¡Te
has perdido!
Escúchenme, por favor. ¿Crees
tú, mamá, que hubiera podido traer esa cadena que te
he devuelto hoy, con el símbolo del Dios bueno, sin que me
hubiera quemado el pecho, durante toda la expedición? - Natalie
casi se mordió el labio, pero recordar semejantes creencias
supersticiosas podía causar un buen efecto en sus padres -.
Y miren, mi mascota, mi pobre conejito, mi gatito bueno, está
aquí conmigo. Come de mi mano, ¿lo ven? - El conegato,
extrañado de que su dueña lo sacara de la mochila, olfateó
el aire, no distinguiendo nada malo, salió y empezó
a restregarse contra el pecho de su dueña, satisfecho. Ésa
era la prueba definitiva, porque, como todo el mundo sabe, los conegatos
no resisten la presencia de entes malignos o infernales. Sus padres
respiraron casi con alivio.
Pero entonces... ¿cómo...?
Es temprano todavía - Natalie
abrió la cortina y la luz matutina entró a raudales,
junto con los ruidos del pueblo desconocido que hormigueaba allá
abajo. La muchacha había visto a alguna persona, la saludaba
con la mano y sonreía. Su padre se asomó vacilante.
El amigo se encontraba en medio de la calle polvorienta, a donde desembocaban
varias hileras de casas de madera bien dispuestas. Más allá
se extendía un desierto infinito, la línea del horizonte
era tan lejana que daba vértigo. Y el hombre... era un gigante
de más de dos metros provisto de una fabulosa armadura que
parecía pesar toneladas. El desconocido sonreía y mostraba
unos dientes afilados, la mirada tenía cierto aire de locura
y de perversidad. Sin embargo, al mirar a su hija adoptó un
aire casi afable. Natalie respondió con un leve movimiento
de la mano y volvió a dejar caer la cortina-. Puedo quedarme
con ustedes hasta el atardecer, puedo contarles mi historia. ¿Estarán
bien? He visto a gente morir, amigos y enemigos, y no sé si
sea demasiado... para mí lo habría sido, hace varios
meses, y no dudo que habría querido morir si alguien me hubiera
contado lo que me pasaría. Pero ahora doy gracias porque...
Cuéntalo, cuéntalo todo,
Natalie su padre tomó aire y atrajo a su esposa hacia
su pecho. Queremos conocer a nuestra nueva hija... y a sus nuevos
amigos.