Justificación
Deseo, pues, se tome en cuenta que este relato es producto de la evocación de los primeros años de mi niñez.
Introducción
Los sucesos que a continuación referiré son producto de mi observación directa y participación vivencial en ellos, ya que las circunstancias que describo se produjeron durante una época de mi vida que me hace recordarlos -a pesar de que ahora tengo más de ochenta años- con la naturalidad y la claridad de la niña que fui cuando esto ocurrió y contaba solamente con ocho o nueve años de edad.
La narración que sigue se refiere en primer lugar al trato amistoso que tuvieron mi padre, don Laureano Barrientos, y el señor don Emiliano Zapata al ser compañeros de trabajo en la misma hacienda en tiempos previos a los acontecimientos revolucionarios; en segundo lugar, a cómo llegaron mis padres a encompadrar con el señor Zapata y la manera como él y su esposa Inesita nos acogieron en el seno de su familia a la muerte de mi padre ocasionada, quizás, por uno de los primeros hechos de armas que preludiaron a la Revolución Mexicana, sucedido en una emboscada en el Puente de Calderón en la cual pudieron haber resultado muertos don Emiliano y mi padre de no ser por su habilidad con los caballos y la forma en que posiblemente se defendieron aun cuando los tiros de bala que recibió mi padre, uno de los cuales -como expreso en la narración- fue el que le costó la vida.
Nuestra convivencia con la familia de don Emiliano Zapata fue en mi infancia, una época que marcó de manera muy especial tanto mi personalidad como mi memoria, ya que ha quedado plasmada en mí de tal forma que no me ha sido difícil evocar a las personas, lugares, costumbres, hechos y situaciones vividas.
Al pasar el tiempo he llegado a considerar que, dados los acontecimientos, es posible que el señor Zapata, al saber muerto a mi padre como consecuencia de la emboscada en la que quizás él mismo hubiera podido perder la vida, se decidiera a acogernos, pero también debo reconocer que el compadre actuaba movido por su nobleza de espíritu y su gran calidad humana, la cual nos permitió salir adelante a mi madre, a mis dos hermanitos -la más pequeña de los cuales era su ahijada- y a mí durante más o menos dos años en que convivimos con su familia en su casa, trabajando, compartiendo y disfrutando de su ambiente familiar.
La hacienda de Atlihuayán
Hacia el año de 1907 mi padre don Laureano Barrientos y don Emiliano Zapata eran compañeros de trabajo y amigos en la hacienda de Atlihuayán, en el estado de Morelos, desempenándose como caballerangos. Dicha hacienda era propiedad de unos españoles apellidados Landa y Escandón.
Fuera de su jornada de trabajo, en algunas ocasiones mi padre y don Emiliano, junto con otros compañeros, iban a capturar caballos cerreros, los cuales después amansaban hasta hacerlos, como ellos decían, "de rienda" o "de silla"; posteriormente los vendían y distribuían entre ellos las ganancias que tal actividad les producía. De esta manera, entre trabajo y labores campiranas que desarrollaban tanto los hombres como las mujeres, transcurría el tiempo y, en ciertas épocas (que ahora no podría yo precisar por contar entonces con escasos seis o siete años de edad), en unos días muy bonitos por las condiciones climáticas y la época del año, se ejecutaban en la hacienda unas maniobras de trabajo que constituían todo un rito: la convivencia general de todos los trabajadores y sus familias en torno al marcado del ganado con hierro candente. Previamente hacían saber a todos los hombres de la hacienda y lugares aledaños la realización de dicha actividad para que se reunieran en una fecha señalada de antemano.
Como la actividad se llevaba varios días, en la hacienda se mataban varios novillos cuya carne se asaba al pastor o se freía sobre comales de barro con manteca y sal; las mujeres llevaban ollas con frijoles cocidos, recaudos para hacer salsas, canastas con tortillas y platos de barro para comer. Mientras los hombres marcaban el ganado, las mujeres preparaban los alimentos, los cuales, a la hora necesaria, se consumían en grupo, amenizando el momento con anécdotas y comentarios derivados de la actividad y acompañados con agua fresca de limón con chía o de naranja endulzada con azúcar de terrón, en la que raspaban la fruta para sacarle de la cáscara más sabor; esta bebida era para mujeres y niños, ya que los hombres agregaban a la misma un buen chorro de aguardiente de caña, convirtiendo de esta manera el agua en "ponche".
Al concluir el trabajo, que posiblemente se efectuaba durante un fin de semana, toda la gente recogía sus pertenencias y se dirigía a sus chozas, con lo cual la normalidad volvía a la hacienda y con ella la rutina.
Los caballos finos
En cierta ocasión los dueños de la hacienda comisionaron a don Emiliano y mi padre, a que fueran al puerto de Veracruz a recibir un embarque de caballos finos que los patrones habían mandado traer de Europa y habían llegado por barco.
Ambos se quedaron sorprendidos de ver con qué cuidado los encargados del ferrocarril prepararon un furgón confortable, tapizado con colchones y colchonetas colocados sobre el piso y en las cuatro paredes del carro, con el objeto de que los animales no sufrieran ninguna lastimadura durante el traslado por ferrocarril de Veracruz a la hacienda; mi madre nos comentaba cómo al respecto de esta acción don Emiliano comentó a mi padre: "żCómo es posible que para estas bestias tengan estas gentes tantos cuidados y miramientos y en cambio nuestros indios duerman en un petate y tirados en el suelo?".
Ahora que evoco este recuerdo creo que este hecho pudo quizás ser uno de los que lo motivaron a emprender la lucha en favor de los indios, en la que se perseguía que cada campesino tuviera su propia tierra y la libertad para cultivarla y obtener de ella frutos para su subsistencia y la de su familia, así como un trato más humanitario en el trabajo, de ahí entonces el lema de la lucha del caudillo: Tierra y Libertad.
El Muertero
Por esa temporada vivíamos muy pobremente en un terreno situado en un lugar que se llamaba El Muertero. Esta propiedad la adquirió mi padre con el fruto de su trabajo e innumerables privaciones, pues es bien sabido que a los pobres les es muy difícil adquirir un bien, mucho más tratándose de un terreno. Tenía construido un galerón de adobe con el techo de lámina en muy mal estado, pues recuerdo que por mi corta edad me daba mucho miedo un rechinido que producía cierta parte que no estaba bien clavada y era movida al impulso del aire.
Para entonces mi familia se componía de mis padres Laureano Barrientos y María de la Luz Velasco, mis hermanos Ernesto, nacido en 1904, y mi última hermana, la cual nació cuando vivíamos en esta casa, el 2 de febrero de 1908, a ella se le bautizó con el nombre de Cándida, y yo, Herlinda, que nací en 1901.
La emboscada
En cierta ocasión, un domingo en que se dirigían a caballo mi padre y don Emiliano hacia Casasano, un poblado del mismo estado de Morelos que quizás ahora lleve otro nombre, a reunirse con otros hombres, tal vez para comentar algunas ideas de cambio por los acontecimientos que se vivían en la época y que afectaban tanto a los trabajadores del campo como a la gente más humilde, en cierto momento, justo cuando cruzaban el puente de Calderón, se vieron súbitamente envueltos en una emboscada realizada por varios individuos que estaban escondidos bajo el mismo puente, se produjo una balacera e instantes después, don Emiliano y mi padre lograron poner tierra de por medio gracias al dominio qué tenían sobre sus monturas: sin embargo, mi padre resultó herido de un tiro en la pierna derecha que le penetró por el tobillo en su parte externa y le salió en la parte interna cerca de la rodilla; afortunadamente, don Emiliano no resultó herido en esa ocasión.
El compadrazgo
Las heridas que mi padre recibiera eran curadas diariamente por mi madre en forma casera, a base de hierbas hervidas que ambas recolectábamos, tales como malvas, hierba del golpe, hierba del cáncer o hierba mora, que aplicábamos con trapos de manta nueva muy bien lavados y hervidos.
A pesar de su estado de salud mi padre continuó como compañero de trabajo y amigo de don Emiliano, siendo en estas circunstancias que le pidió llevasen él y su esposa Inesita a bautizar a mi hermanita Cándida, proposición que aceptó con mucho gusto pues este hecho fortalecería más su amistad y confianza.
Recuerdo que esto sucedió los primeros días de febrero de 1908 pues, en virtud de que mi hermanita tenía pocos días de nacida, mi madre no pudo asistir al bautizo porque había que trasladarse a lomo de caballo hasta la iglesia, no sé si a Villa de Ayala o a Cuautla; envolvieron a la niña en un sarape y mi padre y don Emiliano pasarían a la casa de éste por su esposa para asistir a la ceremonia.
Cuando llegaron de regreso del bautizo comieron en nuestra casa y brindaron los nuevos compadres con una copa de aguardiente de caña, se abrazaron los cuatro con efusividad y respeto pues ya eran compadres de grado.
Este hecho fue tomado por parte de don Emiliano, lo mismo que por mis padres, con bastante formalidad y compromiso como era usual entre compadres en aquella época y como se verá más adelante, durante los acontecimientos ocurridos posteriormente a la muerte de mi padre.
San José Teruel
Con el ánimo de acercarse a un lugar en donde hubiera manera de atenderse médicamente la herida de la pierna, la cual no mejoraba a pesar de los cuidados de mi madre, a fines de ese mismo mes de febrero mi padre pidió a un matrimonio que conocía que se quedara como encargado de cuidar nuestra casa de El Muertero. Solicitó trabajo en otra hacienda distante llamada San José Teruel, propiedad de unos españoles apellidados Yaca; dicha hacienda era extensa pues dentro albergaba un ingenio azucarero y estaba situada en un lugar denominado Matamoros, pero no sé si pertenecía al estado de Puebla o al de Morelos.
Tal vez por recomendación de sus antiguos patrones o por la destreza y eficiencia que demostró a caballo, mi padre consiguió que lo emplearan ahí con el cargo de "guarda caña", este trabajo consistía en vigilar el corte y despunte de la caña, lo que se hacía con machete curvo o cañero durante el tiempo de la zafra.
Yo recuerdo que observaba la forma como cargaban las carretas tiradas por bueyes y cómo éstas eran conducidas a la báscula -una gran plataforma movible- fuera de la cual quedaban los animales para poder así pesar la caña y destarar o descontar el peso de la carreta, después una grúa depositaba la caña en el patio y posteriormente se encendían las calderas del ingenio y con la misma grúa llevaban la caña hasta el trapiche para la molienda. Todas estas actividades y muchas más en este sentido, las ejecutaban en el ingenio bastantes hombres, entre los que había cubanos, españoles y mexicanos.
Tanto por causa del desempeño de su trabajo, que consistía en andar a caballo durante toda la jornada, como por el intenso calor del sol, mi padre seguía resintiéndose de sus heridas y en cuanto terminó la zafra, pidió permiso para irse a hospitalizar a Atlixco de las Flores en Puebla, dejándonos encargados a mi madre y a nosotros con sus patrones.
Vivíamos en un cuarto dentro del casco de la hacienda, no en "El Real", que venía siendo lo que actualmente sería una pequeña colonia de cuartos situados fuera de la hacienda, en donde habitaban muchos trabajadores con su familia durante todo el tiempo que se llevaba el trabajo de la caña, que se iniciaba con la siembra y cuidado hasta su corte y procesamiento en el ingenio, lo cual duraba de once a doce meses.
Hospitalización de mi padre
Hacia fines de septiembre mi padre se fue a hospitalizar para atenderse y ocho o diez días después mi madre nos llevó a visitarlo, recuerdo que por esos días había muerto en la hacienda un amigo de mi papá al cual estimaba bastante, no recuerdo cómo se llamaba, pero le apodaban Chiquillo, mi mamá nos recomendó mucho en el camino que no fuéramos a dar la triste noticia a mi papá, con el fin de no afligirlo; en cuanto estuvimos ante la presencia de mi padre, mi hermanito Ernesto trepó como pudo a su cama diciéndole agitadamente: "Papá, no es cielto que se mulió el Chiquillo", ésta fue la última vez que vimos vivo a mi padre, pues varios días después que regresamos al hospital a visitarlo de nuevo, solamente permitieron a mi madre pasar a verlo en virtud de que ya se encontraba muy decaído, pues su problema de salud se había hecho muy crítico; mi madre comentó que lo encontró muy agotado y con la rodilla bastante inflamada. En vista de esta situación mi madre arregló con el director del hospital que le permitiera egresar a su enfermo para que regresara con nosotros a la hacienda, lo cual le fue concedido para llevarse a cabo el día siguiente.
Esa noche mi madre consiguió que nos dieran posada en una casa cercana al hospital, posiblemente eran personas conocidas de ella o quizás simplemente gentes caritativas que no negaron ayuda a una mujer con tres criaturas, cuyo esposo se encontraba grave en el hospital.
Muerte de mi padre
Para el día siguiente mi madre consiguió una silla chaparrita de madera con el asiento de tule para que algún hombre -mediante el pago correspondiente- llevara a mi padre sentado en ella, cargado sobre la espalda, del hospital a la estación donde paraba el tren que regresaba de Puebla y pudiéramos viajar todos juntos a la hacienda de San José Teruel, pero sucedió que esa misma madrugada murió mi papá, y cuando mi madre se presentó en el hospital con la mencionada silla para transportarlo, el director le dijo: "Señora, le tengo malas noticias, su esposo murió en la madrugada, así es que en lugar de esta silla, vaya a comprarle su caja para que se sepulte".
He imaginado siempre la angustia que debe haber experimentado mi pobre madre en ese momento en que se vio sola, acompañada por sus tres hijos que éramos muy pequeños, encontrándose en tierra ajena y posiblemente con poco dinero disponible y con el esposo muerto dentro de un hospital civil.
Después de hacer los arreglos necesarios, el cadáver de mi padre quedó sepultado en el panteón cercano al hospital y recuerdo que por señas, para no perder el sitio del sepulcro, mi madre comentó que quedó bajo un gran sabino.
Retorno a San José Teruel
Habiendo dado sepultura a mi padre, regresamos con mi madre al ingenio de San José Teruel en donde después de poner en conocimiento de los patrones lo sucedido, consiguió que para ayudarla le dieran empleo, consistente en el arreglo de las camas de los hombres que trabajaban en el ingenio y de los que atendían la tienda de raya situada dentro del casco de la hacienda, dicha recámara se encontraba dentro de un gran galerón en donde a uno y otro lado había una hilera de más o menos doce camas.
Mientras mi mamá desempeñaba su trabajo, yo ayudaba a cuidar a mis hermanitos, pero a cierta hora de la mañana le llevaba a la niña para que la amamantara, entonces ella ya tenía tendidas las camas y el piso de tierra regado y barrido, recuerdo en qué forma aromatizaba el ambiente el peculiar olor de la tierra mojada.
Mientras ella atendía a mi hermanita yo aseaba unos bacines de barro con tapadera de madera llamados "condes" y colocaba las escupideras en su lugar; entre tanto, mi hermanito se entretenía poniéndose en los deditos los "anillos de papel" de las etiquetas de puros que por ahí encontraba.
Después de esto volvía a hacerme cargo de mis hermanitos en lo que mi mamá se dirigía a ayudar a las cocineras en lo que fuera necesario durante la elaboración de la comida, después ayudaba a servir a los comensales y posteriormente a lavar los trastes; al pasar de los años he comprendido que estas actividades las desempeñaba con cariño para asegurar los alimentos para nosotros, ya que ella tenía derecho a su alimentación en calidad de trabajadora de la hacienda.
La patrona, esposa del dueño, la tenía en estima por ser una mujer trabajadora; recuerdo que frecuentemente le preguntaba por nosotros, y algunas veces llegó a obsequiarle ropita para mi hermana pues tenía una hijita más o menos de la edad de ella.
La hacienda era muy bonita, tenía una capilla dedicada al señor San José, a la que cada domingo asistía un sacerdote a oficiar misa a la que acudían los patrones y trabajadores; en especial el 19 de marzo, nos tocó participar en los festejos del santo patrono, entonces había música de viento con tambora y platillos y por la noche se quemaban cohetes de luces, siendo festivo el ambiente que predominaba; por orden de los patrones se hacía el consabido "ponche" que consistía, como ya he comentado, en jugo de frutas, azúcar y aguardiente de caña para se r consumido sin límite por todos los trabajadores.
Recuerdo que ese día, mientras mi mamá descansaba de su trabajo amamantando por la tarde a mi hermanita, se quedó dormida, mientras mi hermanito y yo acarreábamos del patio al cuarto que ocupábamos, jarros de ponche con los cuales llenamos todos los recipientes que ella tenía, acomodándolos en hilera; cuando ella despertó, se sorprendió de ver lo que habíamos hecho y nos llamó a ambos la atención por ello.
Poco tiempo después enfermé de paludismo y el doctor que hacía una visita semanaria a la hacienda para dar consulta a las personas que lo requerían, me recetaba siempre lo mismo: una purga con aceite de ricino y cápsulas de quinina.
Cuando me alivié duramos poco tiempo más ahí, más bien, creo que fue el tiempo en que mi mamá reunió el dinero necesario para pagar nuestros pasajes, pues decidió que habríamos de irnos de ahí.
Agradeció a los patrones por el trabajo que le proporcionaron y las facilidades que tuvo de podernos tener con ella, se despidió de ellos y partimos rumbo a la estación.
Rumbo a casa de don Emiliano
De la hacienda a la estación nos encaminamos la mañana del día que mi madre había dispuesto para hacerlo, fue muy temprano para que el sol no nos afectara demasiado ya que teníamos que ir a pie; mi mamá cargaba a mi hermana pequeña en un brazo y en el otro llevaba colgando un atado con nuestras pocas pertenencias, yo caminaba junto a ella llevando de la mano a mi hermanito quien al caminar jugaba con las hojas caídas de los enormes eucaliptos que había sembrados a cada lado del camino, los cuales hacían fresco el ambiente.
Cuando llegamos a la estación tomamos el tren a Izúcar de Matamoros. El viaje fue en vagón de segunda clase pero para nosotros resultó novedoso y fascinante, pues aún recuerdo que casi no despegamos la nariz del vidrio de la ventanilla para no dejar de mirar cómo los árboles pasaban "de regreso" a toda prisa; a veces en las curvas alcanzábamos a ver la máquina del tren que como un gusano corría por el campo.
Al llegar a Izúcar de Matamoros bajamos del tren y enfilamos -sobre dos caballos que mi mamá alquiló con un arriero- hacia la Villa de Ayala, en donde estaba la casa de sus compadres Emiliano e Inesita, pues mi madre deseaba darles la noticia de que mi padre -su compadre Laureano- había muerto y nosotros nos encontrábamos desamparados.
Encuentro con don Emiliano y su esposa
Cuando llegamos a la casa de don Emiliano, mi madre, llorando, refirió a sus compadres todo lo acontecido a mi padre y recuerdo cómo él la abrazó afectuosamente confortándola y le dijo: "confórmese comadre, que pobremente aquí con nosotros nada le faltará a usted y a sus hijos, yo le prometo que en cuanto haga el corte del chile y lo venda, le doy para sus pasajes para México"; para esto, don Emiliano sabía, por pláticas anteriores, que mi madre tenía una hermana radicada en la capital.
Enseguida él y su esposa nos brindaron hospitalidad en su hogar por una larga temporada durante la cual compartimos su convivencia hogareña.
Descripción física de don Emiliano Zapata
y de su esposa doña Inés
Don Emiliano era un hombre de estatura regular tirando a alto, de complexión también regular, tez morena clara, frente amplia y despejada, ojos grandes y negros de mirada muy vivaz, ceja y bigote poblado, pelo negro y lacio; tenía la voz clara y fuerte aun cuando era más bien callado; era muy sano pues nunca recuerdo haberlo visto encamado o enfermo, calculo que tendría de 30 a 34 años de edad.
Acostumbraba vestir con la propiedad que la actividad a realizar requería, pues cuando trabajaba en el campo vestía de manta blanca, sombrero de palma y huarache de correa, pero cuando iba a Cuautla o a Cuernavaca a tratar algún asunto o de visita con sus amistades, se vestía de charro con sus pantalones de raya ancha, a veces colorada o a veces blanca, con su botonadura de plata, su sombrero galoneado u otro al que él llamaba "de pelo", su blusa de tela de holanda cruda con la pechera alforzada y almidonada, atada a la cintura con un nudo en las puntas, su pañuelo paliacate en el bolsillo y un gazné de tacto sedoso al cuello de color negro o blanco; sus botines de piel de una pieza y un cinturón hueco de cuero de vaca llamado "víbora", dentro del cual se usaba guardar el dinero.
En esas ocasiones partía de la casa fumándose un puro y sobre su caballo colorado ensillado con una montura nueva que tenía bordadas con hilo de pita -es decir "piteada"- sus iniciales.
La apariencia de su esposa era la de una mujer de campo, limpia y sana, de 28 a 32 años de edad, de estatura regular, robusta y ligeramente más morena que don Emiliano; tenía dos lunares negros en la cara, ojos grandes y negros y abundante cabellera negra ondulada y larga hasta un poco más abajo de la cintura. Se peinaba de dos trenzas las cuales se detenía por la espalda en la cintura de la falda para que no le estorbaran cuando molía en el metate.
Vestía enaguas de cretona amplias y largas hasta el tobillo, con su blusa o saco amplio de manga larga con olanes y alforzas en el pecho, delantal de cambaya, re bozo y zapatos de piel.
El recibimiento en su casa
El día que llegamos a la casa de don Emiliano, él se encontraba sembrando -en un terreno que ya tenía arado y preparado- unas pequeñas matas de chile que traía en un ayate del que dos puntas estaban amarradas a su cuello y las otras dos atadas a la muñeca de su mano izquierda. Las matitas que sembraba tendrían de 10 a 12 centímetros de altura y las colocaba en grupitos de dos a cuatro plantitas en cada agujero del surco que iba haciendo con una coa; lo recuerdo con exactitud vestido como hombre de campo: camisa y calzón de manta, huarache de correa y sombrero de palma.
Don Emiliano comentó a mi madre que pocos días después de que mi padre dejó de trabajar en la hacienda de Atlihuayán, también él había dejado de prestar ahí sus servicios, pues no estaba de acuerdo en trabajar para personas que daban mejor trato a las bestias que a los trabajadores, quienes con su esfuerzo los enriquecían. Esto sucedió por el año de 1909.
La esposa de don Emiliano también nos recibió con afecto; ellos tenían tres hijos: la mayor se llamaba Lupe y era como de mi edad, otro niño llamado Nicolás, a quien le decían "Nico", de la edad de mi hermano Ernesto y un niño más pequeño, más chiquito que mi hermana Cándida del que nunca supe el nombre pues se referían a él como "el niño", posiblemente porque no estaba bautizado aún.
Descripción de la casa
Antes de entrar a la casa había un corredor amplio, colocado a lo ancho de la construcción, con un pretil lleno de macetas de barro muy bien cuidadas por la señora, bonitas y llenas de flores.
Del lado izquierdo del corredor estaba la cocina y también del lado izquierdo de la puerta de ésta se encontraba en el interior el tlecuil o fogón sobre el que se colocaba el comal de barro para hacer las tortillas, el tazcal para guardarlas y tol tenamaztles, que son tres piedras colocadas de modo que puedan ponerse sobre ellas las ollas al fuego; una tinaja grande para agua, el metate, el molcajete, y colgando del techo, un garabato de madera en donde siempre tenían carne seca o longaniza
Al extremo derecho del corredor, es decir, al lado opuesto de la cocina, estaban dos horcones o troncos en forma de horquetas que sostenían un morillo o palo redondo -generalmente el tronco de un árbol- sobre el que se guardaban colgadas sus dos sillas de montar; en un clavo en la pared, sus reatas, una de mecate y otra de crin, el freno para el caballo, la cabezada, espuelas, cuarta y soguilla y también las cantinas o alforjas.
En el rincón, recargado, un gorguz, que era una vara larga con punta -como especie de jabalina- que servía para arrear a los bueyes cuando andaba arando; había también un yugo, pues aun cuando el señor no tenía bueyes, cuando necesitaba arar la tierra lo usaba en una yunta que alquilaba; había también un arado de reja y el aparejo del burro.
Enseguida del corredor estaba una pieza grande de forma rectangular, de aproximadamente 4 por 8 metros, con paredes de adobe y techo de dos aguas con teja y tapanco de madera; el suelo era de tierra y la apariencia de la construcción era regular, es decir, no vieja pero tampoco nueva. No había luz eléctrica y se alumbraban con vela o quinqué de petróleo.
Dentro del cuarto descrito, hacia la izquierda de la puerta y colocada al centro de la pared, estaba la cama de madera de la señora, en la que dormía ella con sus dos hijos grandecitos, el pequeño dormía en una cuna hecha por don Emiliano en forma de cajoncito de madera con el fondo de mecate entretejido sobre el que había puesto un petatito; ésta pendía del techo con una reata y estaba cerca de la cama, de modo que si el niño lloraba en la noche, la señora pudiera atenderlo o simplemente mecerlo.
La cama tenía un mosquitero de manta de cielo para evitar los moscos y debajo de ella había un "conde" de barro para que los niños lo utilizaran cuando fuera necesario sin tener que salir de noche al patio.
Del lado derecho del cuarto estaba la cama de don Emiliano, también hecha por él. Sobre cuatro horcones chicos tenía una especie de tambor hecho con carrizos entretejidos con cordel, encima un petate tipo estera, sábanas de manta, almohada con orillas y embutidos tejidos con gancho y las iniciales de su nombre bordadas con hilo de color fuerte: rojo, verde, azul rey o negro y su cobija de lana. Ambas camas tenían la misma ropa y la de don Emiliano además tenía un mosquitero que él había hecho uniendo varios ayates de tejido finito con aguja de arria y con cordel.
Las almohadas estaban rellenas algunas con lana y otras con un algodón que produce un árbol llamado pochote que estaba sembrado en el huerto frente a la casa.
En una ocasión preparamos con este material unas almohadas que utilizaríamos durante nuestra estancia en la casa; el árbol que produce este algodón da una especie de bayas llamadas "chilchotes", dentro de las cuales se encuentra el algodón; para no espinarnos las cortamos con un carrizo llamado "chicol", que tiene en un extremo un gancho. Teníamos que hacer el corte antes de que éstas se abrieran y el viento se llevara el algodón; ya cortadas las abríamos, sacábamos y poníamos a asolear el algodón sobre un petate para que se secara, lo revisábamos con minuciosidad para quitarle multitud de pequeñas semillitas negras y después rellenábamos y cerrábamos las almohadas cosiéndolas.
Don Emiliano tenía junto a su cama, y pegada a la pared, una mesa bajita sobre la que estaba una caja de cedro barnizada de oscuro donde guardaba su ropa, paliacates, cinturones, su pistola y sus gaznés.
Exactamente frente a la puerta, dentro de la habitación, había una alacena empotrada en la pared en donde la señora guardaba, muy bien acomodados, sus platos de barro y loza, sus pozuelos o tazas, vasos y un cuadro con la imagen de la Virgen de Guadalupe.
Nosotros dormíamos en el suelo en un petate colocado en el rincón del cuarto junto a la cama de la señora.
En el tapanco se guardaban encostalados el maíz y el frijol que él mismo había sembrado: el maíz en tierra "a medias" y el frijol en un pequeño cuamil, es decir, una pequeña ladera de terreno que él tenía. Esto sucedía más o menos por el mes de octubre.
Una vez repartida la cosecha de maíz de acuerdo a un trato previo con el mediero, que era la persona dueña del terreno en que se había sembrado, llegó a la casa con su burro cargado con dos costales de elotes, uno de cada lado y encima dos o tres calabazas macizas para que su esposa las hiciera en dulce que colocarían en la ofrenda del día de difuntos.
También cargaba otro bulto de mazorcas en un ayate sobre la espalda; después desgranábamos el maíz en un rodete de olotes amarrado con una reata y hecho también por él, lo poníamos a asolear para que se acabara de secar y una parte de las mazorcas se guardaba en el zincolote o pequeña troje, tanto por si faltaba maíz para el gasto diario, como para seleccionar las mejores mazorcas que serían la semilla de la próxima siembra. Los olotes se ocupaban como combustible para hacer el nixtamal o nextómetl con el que se hacían las tortillas y cuya masa se molía en el metate.
Cuando don Emiliano salía a trabajar al campo, desayunaba muy temprano en la cocina, tomaba un jarro de café negro, muy caliente y aromático, con pan.
Antes de mediodía pasaba a su casa un muchacho a1 que llamaban "tlacualero", porque en un carrizo que cargaba sobre los hombros y por detrás del cuello recogía para cada trabajador el itacate o tlacual que cada mujer mandaba con él para que almorzara su marido en el campo; para transportarlo lo iba ensartando en el carrizo que cargaba. Generalmente la señora mandaba a don Emiliano varios taquitos doblados en forma de quesadilla con queso, cecina, salsa o chiles verdes para morder y huevos cocidos. No le ponía tacos con frijoles porque por razones climáticas éstos se agriaban y no era posible comerlos.
Cuando don Emiliano cosechaba el frijol era que la vaina ya estaba maciza, iba sacando de la tierra la mata con todo y raíz y en un ayate sobre el burro lo llevaba a la casa, lo extendía sobre unos petates para asolearlo y que se acabara de secar, después nosotros lo vareábamos con otates para separar el grano de la vaina: don Emiliano lo aventaba después al aire con el objeto de quitarle la basura de la vainas, lo encostalaba para guardarlo en el tapanco e irlo sacando conforme se necesitara; diariamente en la casa se consumían dos cuartillos de maíz y medio de frijol. En el tapanco también se guardaban dos cazos de cobres uno más chico que otro en donde se hacía, en uno el atole y en otro, dulces de camote o calabaza.
La casa tenía un patio atrás y el terreno estaba delimitado por un pequeño tecorral, con las piedras acomodadas una sobre otra sin pegar, en donde había un frondoso mezquite; hacia un lado del patio estaban sus cabras y borregos, que eran de 20 a 24 animales, éstos dormían sobre un entarimadito que les había hecho de más o menos medio metro de altura; tenía de 10 a 12 gallinas de diferentes colores y un gallo giro. Del otro lado, bajo un tejabancito que hizo con tejamanil, estaba el machero o pesebre y ahí una vaca con su becerro, sus dos caballos, el colorado, con el que domingueaba, y el pinto, además de un burro; estos dos últimos eran los animales que más utilizaba en su trabajo.
El patio de delante de la casa estaba delimitado por alambre de púas sostenido en tramos regulares por unos árboles de ciruelo rojo.
Tenía también un perro grande de pelo negro y corto, al que llamaba capulín, y un gato pardo; a ambos los quería mucho.
Cuando don Emiliano iba solo en su caballo pinto y con el burro al monte, a trabajar en algunas tierras alejadas o bien de cacería, llevaba su escopeta o machete esto según la actividad que iba a realizar, y colgado de la cabeza de la silla de montar un guaje o bule con agua limpia para tomar. A veces lo acompañaba su perro.
De regreso traía a la casa el burro cargado con leña y en su morral palomas o conejos que había cazado; también llevaba frutas de la región entre las que recuerdo las vainas de cuajinicuiles y los guamúchiles. En cierta ocasión llegó con un panal de avispas que fue asado en rebanadas al comal por su esposa y todos -incluyéndolo a él- lo saboreamos con gusto.
Ordeñaba las cabras y un muchacho que él empleaba después las llevaba a pastar; también le acarreaba en dos botes alcoholeros, a lomo de burro, el agua que se necesitaba en la casa, pues no la había, desde un ojo de agua que aún existe y se llama La Xocoche.
Mi mamá e Inesita cuajaban la leche para hacer queso, la procesaban y finalmente la metían en aros o moldes de diferentes tamaños, después, en una especie de repisas o sarzos hechos por don Emiliano con varas largas de otate, las ponían a orear; después Lupe y yo íbamos al campo a cortar las hojas de una planta silvestre de la cual no recuerdo su nombre, eran anchas, casi redondas, de modo que en cada una se podía envolver bien un queso; los acomodábamos cuidadosamente en dos cajones y don Emiliano los llevaba cada sábado a entregar a Cuautla.
Cuando no iba al campo hacía en la casa lazos o mecates de fibra de maguey; cortaba las pencas y las golpeaba para sacarles el jugo y después las tallaba con una tabla sobre una especie de lavadero que había hecho con un pedazo de viga; torcía los mecates ayudado por un implemento de madera parecido a una matraca que se llama tarabilla; la parte de fibra que no torcía la vendía en costales y servía para lavar sarapes de lana, ésta se llamaba shishi.
Cuando trabajaba en los arrozales llevaba a la casa muchas ranas limpias, es decir, despellejadas y destripadas e Inesita y mi mamá las ponían en el comal con un poco de manteca y sal y unas hojas de epazote, las tapaban con una cazuela para que se cocieran a vapor y quedaban exquisitas.
Sus platillos preferidos
Aparte de lo que ya he referido que le gustaba comer a don Emiliano, tenía un gusto muy particular por los atoles que su esposa preparaba en un cazo de cobre del que yo pensaba que era de oro por lo limpio y bruñido que estaba; los atoles eran de ciruela que cortaba de los árboles de enfrente de la casa o de elote tierno con leche, canela y endulzado con panela o con azúcar; café negro, mole de olla con cecina y sus honguitos de masa, tacos de longaniza asada o frita, salsa de tomate con guajes y de jitomate con "jumiles", que son unos insectos muy nutritivos que aún se consumen en Cuautla, frijoles de la olla, tortillas hechas al momento y queso del que se hacía en la casa.
Todos desayunábamos un jarrito de leche o atole y gorditas picadas con crema o jocoque; todos comíamos lo mismo, sólo que los niños tomábamos menos picante. Don Emiliano comía en la mesita chica de patas cortas sobre la caja de cedro en que guardaba su ropa, encima de ésta su esposa le colocaba como mantel una servilleta blanquísima, bordada por ella con sus iniciales y orillada con tejido de gancho; sus cubiertos, plato, salero, vaso y un cantarito de barro de un litro con agua de limón, naranja o jamaica; todos los demás comíamos cerca de él sentados en el suelo sobre un petate.
Sus amistades
Quien más los visitaba era su cuñado Ijinio Aguilar, pero también tenía varios amigos que luego lo iban a ver en grupo. Yo recuerdo que platicaban todos parados o encogidos a la sombra de un frondoso guamúchil que estaba en el campo, frente a la casa.
Sus vecinos, compañeros de trabajo y compadres también solían visitarlos y ellos acostumbraban corresponder esas visitas.
Zapata, conservador de tradiciones
Don Emiliano y su esposa guardaban con cariño y recogimiento las tradiciones; recuerdo que un "día de muertos", frente a la imagen de la Virgen de Guadalupe que tenían en la alacena, sobre la caja de su ropa pusieron un altar con santos, ceras y flores que colocaron en unos cántaros a manera de floreros; eran rosas, margaritas y malvones de las macetas de la señora y cempazúchil que él mismo había sembrado en su huerto el día de San Pedro y San Pablo para que estuviera listo para esos días. Sobre la mesa, en un mantel muy blanco, pusieron una ofrenda con chayotes y elotes cocidos, guacamote cocido y en dulce, tamales, dulce de calabaza y unas galletitas de masa de maíz con azúcar y yemas de huevo de diferentes figuras llamadas "tlaxcales", que se cocían sobre el comal cubierto de arena gruesa para que no se quemaran.
Desde la mesa de ofrenda hasta la calle, hicimos un caminito de pétalos de flores deshojadas y él prendió en sahumerios de barro copal para aromatizar el ambiente.
Gustaba de llevar a la casa unas orquídeas que se daban en las horquetas de los árboles en esa temporada y se llamaban "ahuaxóchitl" o lirios de ánimas.
Como don Emiliano era bastante sociable, invitaba a sus amigos y vecinos para que en honor a los difuntos y ante el altar descrito, rezáramos todos el rosario que dirigía mi madre los días 1° y 2 de noviembre; al final de cada misterio todos cantábamos "alabados": "Alabado sea el Santísimo sacramento del Altar y la Virgen concebida sin pecado original".
Al final del rosario se rezaba la letanía y después él obsequiaba a los asistentes con tamales, jarros de atole con canela o café negro, todo esto preparado por su esposa y mi mamá; platicaban un buen rato y después se retiraban a sus casas.
La despedida
No recuerdo con precisión el tiempo que convivimos con la familia de don Emiliano, pero fueron más o menos dos años, pues cuando él pudo ayudar a mi madre para poder venirnos a México, vendiendo la cosecha de chile como le había prometido y un tercio de maíz, él mismo -después de que nos despedimos de su esposa y los niños- nos llevó después de almorzar en el caballo pinto y en el burro hacia otro pueblo distante; ahí tuvo que pedir posada en la casa de unos amigos suyos y continuar al otro día a campo abierto un trecho bastante largo hasta llegar a un sitio en donde pasaba el tren que venía de Cuernavaca hacia la ciudad de México, en donde se detenía momentáneamente; se despidieron ahí mi mamá y el compadre Emiliano, agradeciendo ella todas las finezas y ayuda que habíamos tenido de su generosidad.
Esta fue la última vez que ella habló con él y mientras subía al tren con mi hermanita, su ahijada, entre los brazos, él le ayudó a subir un ayate con la escasa ropa que teníamos, después nos ayudó a mi hermanito y a mí a subir, cargándonos con sus recias pero amorosas manos y nos acarició por última vez; mi madre lloraba conmovida y agradecida.
Cuando llegamos a México con la hermana de mi mamá, yo había aprendido a leer algo en la casa del compadre Emiliano, pues a ratos nuestras madres nos enseñaban, a Lupe y a mí, ayudadas con el silabario de San Miguel.
Tiempo después ya había estallado la Revolución, tanto en el norte, encabezada por el general Francisco Villa, como en el sur por el general Emiliano Zapata, y recuerdo que leía en un periódico chico por su formato -llamado El Ahuizote- muchas cosas que salían publicadas sobre don Emiliano -el compadre-, entre las que no he podido olvidar unos versitos que decían:
ĦAy qué lata!, Ħqué lata!, Ħqué lata!
que nos da la prensa
con tanto Zapata.
ĦAy de veras!, Ħde veras!, Ħde veras!
que fueron ingratos
con don Juan Balderas.
ĦAy qué mona!, Ħqué mona!, Ħqué mona!
es la naricita
de Sánchez Azcona.
Por esta época mi madre se internó en el Hospital General, para ser operada. Fue el doctor Julián Villarreal quien la intervino y convaleció en la cama 14 del pabellón 24.
Entrada de los generales Francisco Villa y Emiliano Zapata a la ciudad de México
Cuando entraron triunfantes a México ambos generales, mi mamá pretendió ir a saludar a su compadre Emiliano. Recuerdo que fui con ella, pero la multitud que los aclamaba nos lo impidió; sólo los vimos pasar a cierta distancia montados en briosos caballos. Mi mamá deseaba saludarlo y para tal efecto se mandó hacer al portal de Santo Domingo una tarjeta de visita con su nombre: Luz Velasco viuda de Barrientos, pero un hombre de su Estado Mayor, que también conocía mi madre y que se llamaba Genovevo de la 0, posiblemente hizo que dicha tarjeta no llegara a manos del general Zapata.
Algún tiempo después, por medio de los periódicos nos enteramos de la infausta noticia de que había sido traicionado por Guajardo y alevosamente asesinado en la emboscada que éste le tendió en la hacienda de Chinameca.
Epílogo
Hace aproximadamente 14 años, en una excursión familiar a Cuautla, tuve la oportunidad de visitar el museo que está instalado en las ruinas de lo que fue la casa de don Emiliano Zapata y su familia, con quienes nosotros habitamos.
Comenté con un señor de edad que estaba como vigilante del lugar la disposición de los objetos que había en la casa, esto lo dejó sorprendido; también yo quedé gratamente impresionada ya que al referirme a un aguaje que había hacia un lado, fuera de la casa, él me indicó que todavía se encontraba ahí.
Sería muy honroso para mí colaborar como asesora en la reconstrucción de ese museo en virtud de que, como he referido, conocí todo lo que allí había, tanto en su apariencia como en su estado.
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