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LoS LoCoS SoMoS OtRo CoSmOs
Otto colocó los shocks. Rodolfo mostró los ojos con horror:
dos globos rojos, torvos, con poco fósforo como bolsos fofos; combó los hombros, sollozó: "No doctor, no... loco no..." Sor
Socorro lo frotó con yodo: "Pon flojos los codos -rogó-, ponlos como yo. Nosotros no somos ogros." Sor Flor tomó los mohosos
polos color corcho ocroso; con gozo comprobó los shocks con los focos: los tronó, brotó polvo con ozono. Rodolfo oró, lloró
con dolor: "No doctor Otto, shocks no..." Sor Socorro con monótono rostro colocó los pomos: ocho con formol, dos con bromo,
otros con cloro. Rodolfo los nombró doctos, colosos, con dolorosos tonos los honró. Como no los colmó, los provocó:
"Son sólo orcos, zorros, lobos. ¡Monos roñosos!" Sor Flor, con frondoso dorso, lo tomó por los hombros; sor Socorro lo coronó
como robot con hosco gorro con plomos. Rodolfo con fogoso horror dobló los codos, forzó todos los poros, chocó con los pomos,
los volcó; soltó tosco trompón, sor Socorro rodó como tronco. "¡Pronto, doctor Otto! -convocó sor Flor-. ¡Pronto con cloroformo!
¡Yo lo cojo!..." Rodolfo, lloroso con mocos, los confrontó como toro bronco; tomó rojo pomo, gordo como porrón. Sor Flor sonó
como gong, rodó como trompo, zozobró.
Otto, solo con Rodolfo, rogó como follón, rogó con dolo: "Rodolfo...
don Rodolfo, yo lo conozco... como doctor no gozo con los shocks; son lo forzoso. Los propongo con hondo dolor... Yo lloro
por todos los locos, con shocks los compongo...
-No, doctor. No -sopló ronco Rodolfo-. Los shocks no son modos.
Los locos no somos pollos. Los shocks son como hornos; son potros con motor, sonoros como coros o como cornos... No, doctor
Otto, los shocks no son forzosos, son sólo poco costosos, son lo cómodo, lo no moroso, lo pronto... Doctor, los locos sólo
somos otro cosmos, con otros otoños, con otro sol. No somos lo morboso; sólo somos lo otro, lo no ortodoxo. Otro horóscopo
nos tocó, otro polvo nos formó los ojos, como formó los olmos o los osos o los chopos o los hongos. Todos somos colonos, sólo
colonos. Nosotros somos los locos, otros son loros, otros, topos o zoólogos o, como vosotros, ontólogos. Yo no los compongo
con shocks, no los troncho, no los rompo, no los normo...
Rodolfo monologó con honroso modo: probó, comprobó, cómo los
locos sólo son lo otro. Otto, sordo como todo ortodoxo, no lo oyó, lo tomó por tonto; trocó todos los pros, los borró; sólo
lo soportó por follón: obró con dolo. Rodolfo no lo notó. Otto rondó los pomos, tomó dos con cloroformo, como molotovs los
botó. Rodolfo con los ojos rotos mostró los rojos hombros; notó poco dolor, borrosos los contornos, gordos los codos; flotó.
Con horroroso torzón rodó con hondo sopor. Rodolfo soñó. Soñó con rocs, con blondos gnomos, con pomposos tronos, con pozos
con oro, con foros boscosos con olorosos lotos. Todo lo tocó: los olmos con cocos, los conos con oporto rojo, los bongós con
tonos como Fox Trot.
Otto lo forró con tosco cordón, lo sofocó. Rodolfo sólo roncó.
Sor Socorro tornó con poco color. Sor Flor con bochorno tomó ron: "Oh, doctor -lloró-, oh, oh, nos dobló con sonoro trompón."
Otto contó cómo lo controló.
-Otto, pospón los shocks -rogó sor Socorro.
-No, no los pospongo. Loco o no, yo lo jodo. No soporto los
rollos... Pronto, ponlo con gorro. -¿Cómo, doctor -notó sor Flor-, ocho volts?
-No, no sólo ocho. ¡Todos los volts! Yo no sólo drogo, yo domo...
Lo domo o lo corrompo como bonzo.
-¡Oh no, doctor Otto!, como bonzo no.
-¡Cómo no, sor Socorro! Nosotros no somos tórtolos o mocosos;
somos los doctos... ¡Ojo, sor Socorro! No soporto los complots...
Otto con morbo soltó todos los volts, los prolongó con gozo.
Sor Socorro con sonrojo sollozó. Sor Flor oró por Rodolfo. Rodolfo roló como mono, tronó como mosco. Otto lo nombró: "Don
gorgojo", "loco roñoso", "golfo". Rodolfo zozobró con sonso momo. Otto cortó los shocks.
Tomado del libro de cuentos Las vocales malditas, Editorial
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EL PARAGUAS DE WITTGENSTEIN
1. Como la gente se conoce o no se conoce nunca, pero total
a veces se enamora, suponte que la lluvia te reúne con una mujer debajo de un paraguas. Tú le dices: ¿Me permite? y ella,
indecisa y sorprendida, sopesando los pros y los contras te contesta que no, que el paraguas es suyo y que te vayas. Suponte
que obedeces y te alejas brincando los charcos y que al cabo de una calle, dos calles, tres calles encuentras un techito para
guarecerte y que ahí, precisamente ahí, se oculta el asesino que estaba escrito habría de matarte y que te sale al paso con
aquello de la bolsa o la vida, y tú respondes que la vida, porque estás empapado y sientes frío y ganas de morirte o de pedir
una taza de café muy caliente, pero como en ese zaguán no hay servicio de cafetería, pues te atraviesa con tremendo cuchillo
y desde el suelo miras a tu asesino perderse con tu reloj y tu cartera detrás de la cortina de lluvia de la que sale la muchacha
que no te quiso asilar bajo su paraguas, y cuando ella pasa: tú mueres.
1.1 Suponte que el cielo existe y que se te ocurrió morir a
las seis de la tarde o, mejor, que tu asesino te haya matado a esa hora o, si lo prefieres, que el tiempo que todo lo coordina
haya sincronizado con gran precisión los relojes para que murieras en tu país a las seis de la tarde sin que tú ni tu asesino
anduvieran preocupados por la puntualidad. Si el cielo existe, a las seis y cuarto llegarías a sus puertas remolcado por la
columna de humo de alguna chimenea próxima al sitio donde habría quedado tu cuerpo. Las puertas están abiertas de par en par,
entras, caminas, buscas por uno y otro lado, pero no hay nada, no encuentras a nadie: El cielo es un hangar infinito, piensas
y te pasa por la conciencia la imagen de la mujer que en mitad de la lluvia te negó la sombra seca de su paraguas.
1.1.1 Suponte que además de cielo, haya Dios: tu ascenso y llegada
son los mismos, sólo que ahora encuentras un mostrador y, detrás del mostrador, un mayordomo de levita verde que te hace señas
con su linterna de bencina para que te acerques. Das unos pasos y en el acto descubres en el verde chillón de la levita que
el cielo no es lugar para ti, que a ti te corresponden otros pasatiempos: descifrar de por muerte las razones por las que
esa mujer se negó a compartir contigo su paraguas, y otros asuntos por el estilo.
1.1.1.1 Suponte que haya Dios y que te está esperando, que cruzas
la eternidad y el infinito que no son otra cosa que una fila interminable de salitas de espera, salas y antesalas de espera,
y que al final, o lo que tú consideras el final, encuentras unos muebles como de cafetería, con sillones confortables de plástico
azul, imitación cuero, y que tomas asiento convencido de que si Dios te aguarda: tú debes reunirte ahí con Él. Palpas el forro
azul del sillón y tus antiguos hábitos te hacen desear una leche malteada; pero Dios, aunque te esté esperando, no llega y
en su lugar, asociado por la malteada y el deseo, lo que viene a ti es el recuerdo de la mujer que en la lluvia te dijo: No.
1.1.1.2 Suponte que Dios llegue: el recorrido previo podría
ser idéntico a excepción, claro está, del color de la levita del mayordomo, porque si Dios llega la levita tendrá que ser
color obispo. Tú estás sentado en el sillón azul de plástico deseando una malteada y en ese momento llega Dios disfrazado
de camarero y sobre una charola trae precisamente esa malteada que tú deseas; viene con corbata de moño y un higiénico bonete
en la cabeza. Tú te levantas respetuoso y lo invitas a sentarse, Dios accede y le convidas un sorbo de tu leche, pero Él declina
y te explica que acaba de comer, que te lo agradece pero que no tiene apetito. Tú retrocedes apenado: comprendes que fue impropia
la manera confianzuda con la que le ofreciste el sorbo y, temeroso de haber cometido una imprudencia, preguntas si se puede
fumar. Te responde que sí y hasta te acepta un cigarro. Tu mano tiembla por estar encendiendo fósforos humanos en la cara
de Dios. Sin embargo, Dios aspira y comenta: Son buenos sus cigarros, ¿tabaco rubio? No, contestas sin darte cuenta de que
corriges nada menos que a Dios, son de tabaco oscuro. Está menos procesado, ¿verdad?, dice Él, y tú contestas que sí, que
se trata de cigarros baratos. Pues están magníficos, asegura Él. Tú aspiras el humo y piensas que no son tan buenos, pero
no te atreves a decirlo. Dios mira a su derredor y hace un comentario a propósito del plástico azul de los asientos, algo
acerca de que parece cuero. Tú le das la razón, Dios termina su cigarro y dice: Bueno, pues Yo, usted sabe, tengo que irme,
ha sido un placer. Tú no atinas a decir nada y, cuando Dios se aleja por entre los sillones que parecen forrados de cuero
azul, recuerdas el modo como tu asesino se alejó por la calle mientras llovía y la cara de la mujer que no quiso aceptarte
bajo su paraguas.
1.2 Suponte también que no haya nada, que tú te mueres a las
seis de la tarde porque la lluvia te obliga a buscar dónde protegerte y el techo hospitalario que te pareció inofensivo ocultaba
al criminal que habría de matarte a resultas de que hubo una mujer que no quiso compartir su paraguas contigo. La chimenea
soltaría al aire su bocanada sucia, la lluvia atravesaría el humo y lo bajaría al piso vuelto hollín, polvo finísimo mojado
que el agua arrastraría junto con tu último suspiro hacia la alcantarilla. Al día siguiente tu cuerpo lavado por la lluvia
sería encontrado: Un muerto, gritarían; pero tú no oirías nada, ni siquiera el sonido de la lluvia, ni los pasos de tu asesino,
ni el no de la mujer que te excluyó de su paraguas; no oirías ni verías ni sabrías nada: nada de leches malteadas, ni de pláticas
con Dios, ni mayordomos de levita, ni sillones que parecen de cuero. No habría nada.
2. Ahora suponte que abajo del paraguas ella te contesta: Sí,
claro, acompáñame. Y tú, indeciso y sorprendido por haber repasado algunas consecuencias de su negativa anterior, comienzas
a contarle que el "no" que te dijo en otro cuento te lanzó a las manos de un asesino y a unas pláticas con Dios y a una serie
de hipótesis que ella festeja riendo, justo cuando pasan frente a la puerta donde está el asesino que espera que tú llegues
chorreando para matarte; pasan de largo y, como la tarde está de perros y apenas son las seis, ella propone entrar en la cafetería
que queda en la calle siguiente, la cual, por supuesto, tiene los sillones azules. Entran, se sacuden la lluvia que les perla
la ropa, y ella pide una leche malteada y tú, un café.
EL
AMOR ES DE CLASE. México, Joaquín Mortiz, 1994, 103-107.
Óscar de la Borbolla es escritor, poeta, ensayista y profesor
titular en el área de Metafísica y Ontología en la Escuela Nacional de Estudios Profesionales de Acatlán en la Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM). Completó su Licenciatura y Maestría, con mención honorífica, en filosofía, en esta misma
universidad. Realizó estudios de doctorado en filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, España. Colabora en la sección
editorial del periódico Excélsior con la columna de ficción y humor negro denominada ¨Ucronías¨. Ha obtenido los siguientes
premios por sus cuentos: Mención Honorífica en el Concurso Internacional de Cuento Esperante (1985), con el cuento ¨El canto
de las sirenas¨, y el Premio Internacional de Cuento Plural (1987), con el cuento ¨Las esquinas del azar¨. También ha obtenido
varios premios por sus novelas Nada es para tanto (1991) y Todo está permitido (1994).
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