La primera parte de Latinoamérica 2026 se ofrece a la consideración de los cibernautas hispanoparlantes.Los jóvenes de latinoamérica y un puñado de genios hispanoamericanos han logrado controlar el planeta, y se preparan para construir un mundo mejor: justo, libre y ecológicamente viable. Sus padres (los latinoamericanos de fines del siglo XX) les han dejado países quebrados y ecosistemas destruídos.

Pero los jóvenes de latinoamérica del nuevo siglo (la generación 2000) no creen en las limitaciones de los subdesarrollados ni en la omnipotencia de los poderosos, y en la Gran Ofensiva (una conflagración termonuclear que destruye la mayor parte del planeta) derrotan a la Gran Corporacion.

Sin embargo, los ejércitos de Condor no estan listos para la contraofensiva final de las potencias que controlaban el mundo antes de la Gran Ofensiva. Ellos han disparado aproximadamente 100 proyectiles nucleares espacio-tierra contra las principales ciudades de Latinoamérica...

Invierno del 2.026. Los Latinoamericanos ahora controlamos el mundo.

Millones han muerto. Las ciudades todavía sufren los efectos del invierno post-nuclear. El hambre y la desolación reinan en las calles de las grandes urbes.

Pero el sacrificio ha sido necesario.

La gente de fines del siglo XX es responsable del desastre:

En nombre del “nacionalismo”, dictadores criminales controlaron el estado; en nombre del “progreso”, empresarios ineptos saquearon nuestros recursos; en nombre de la “democracia”, políticos traidores entregaron el poder a intereses extranjeros; en nombre de los “valores familiares”, religiosos ignorantes nos llevaron a la calamidad de la sobrepoblación; en nombre del “desarrollo económico”, nuestros irresponsables padres y abuelos (la gente del siglo XX) contaminaron el aire, el agua y el suelo deteriorando nuestra calidad de vida hasta límites insostenibles. Nosotros no les importábamos.

Pero durante las primeras décadas del siglo XXI, brillantes científicos latinoamericanos desarrollaron la tecnología necesaria para controlar el mundo. Y legiones de jóvenes guerreros libraron la batalla por el futuro. Miles de soldados demasiado jóvenes quedaron muertos y mutilados en los campos de batalla.

Lo que intentábamos era crear un mundo nuevo: Justo, libre, ecológicamente viable...

Y en la guerra “Latinoamérica 2.025” triunfamos. Los latinoamericanos controlamos el mundo.

Pero no sabíamos hasta qué punto llegaba la demencia autodestructiva de los grupos de poder económico que controlaban a los gobiernos del mundo. Ellos tenían el plan defensivo D.E.T.E.R. para el caso de perder una guerra nuclear. D.E.T.E.R. es el nombre clave de una última línea de batalla programada para atacar automáticamente tres meses después de firmada la paz. Consiste en un centenar de cohetes de baja velocidad, de cabeza termonuclear múltiple, estacionados en una base en el espacio que gira en una órbita de gran altura alrededor de nuestro planeta. Ahora, cien SLBMs (misiles nucleares espacio-tierra) han sido activados.

La guerra había terminado. No estamos preparados para este ataque a traición.

Al menos un misil se dirige a La Paz, Bolivia. Se estima que llegará dentro de 46 minutos y 55 segundos.

(Mensaje registrado en la bitácora de Cóndor, comandante supremo de Los Ejércitos del Mundo, al comienzo de la última reunión que celebró la plana mayor de la AV.

Lugar: avión de comando general que volaba sobre el río Madera.

Tiempo: 21 de Enero del 2.026, a las 3.56 de la madrugada.)

(Terror Termonuclear II)

Ataque a La Paz, Bolivia

El comunicador sonó varias veces antes de despertar a Daniel. El palpó su cama junto a sus pies buscando el transmisor cuadrado, y tardó 15 segundos en encontrarlo. El zumbido del comunicador era irritante, y sólo cuando Daniel presionó el botón azul luminoso que titilaba rápidamente en la oscuridad, cesó su sonido intermitente de chicharra.

No había oído aquel zumbido desde la guerra.

Por unos segundos, quedó confundido en la oscuridad. Entre sueños, imaginó que el fin de la guerra relámpago del 2.025 había sido sólo otro sueño agradable en medio del infierno.

Su voz sonó ronca en la noche. Pensaba en la destrucción, el terror y el fuego. La muerte y la podredumbre. La miseria y el hambre. El frío intenso del invierno postnuclear que había sufrido la gente sin techo en todo el mundo.

—Habla Tigre, —dijo Daniel. Hasta su nombre clave entre los Ejércitos del Mundo le sonaba extraño. La voz de Facilitador AV (la computadora coordinadora) en el microparlante era la voz de un fantasma perteneciente a un pasado terrorífico.

—Mensaje prioridad “1” para Tigre.

Daniel se sentó de golpe completamente despierto.

—Adelante, Facilitador.

—Se instruye a Tigre salir del área 348, extensión 255 de inmediato.

Daniel quedó quieto en la oscuridad. Se le instruía salir de la ciudad de La Paz (de lo poco que quedaba de ella después de la guerra), y alejarse 50 kilómetros del radio urbano. Eso sólo podía significar una cosa: ataque termonuclear.

—Tigre solicita más información.

—Ataque inminente. Arsenal de represalia ha sido detectado. Proyectil de baja velocidad con cabeza termonuclear se encuentra en camino.

Daniel se puso de pie de un salto. No había tiempo que perder. Tenía que salir de ahí. Los rumores eran ciertos. Había quedado un arsenal de represalia. El triunfo de su bando no era definitivo. Tenía que salir de ahí de inmediato.

—Información adicional está siendo transmitida al CPU del traje de incursiones de Tigre.

Daniel prendió la vela con un encendedor y saltó de su cama, que consistía en tres tablas de madera apoyadas en seis ladrillos. Junto a él estaba Pablo, el chico que había recogido de las ruinas un par de meses antes. El muchacho estaba echado en el suelo, cubierto por unas mantas y una montaña de papeles. Daniel lo tomó por las solapas y lo sacudió.

—Despierta, Pablo. Tenemos que irnos de aquí.

Pablo abrió los ojos de golpe. Estaba condicionado para despertar instantáneamente a la menor señal de peligro. Era un reflejo adquirido mientras deambulaba por los basurales y dormía en las calles: cuando el ataque aéreo de bombas incendiarias lo había dejado solo, herido por un fragmento de granada centelleante, y abandonado a su suerte en medio del barrio de la Rinconada, que se iluminaba a media noche (como si el día hubiera llegado en una fracción de segundo), antes de prenderse como una antorcha.

La cicatriz en el cuello de Pablo quedaría como un recuerdo de la guerra por toda su vida.

Pablo se puso de pie de inmediato. Obedecía a Daniel sin reservas. Confiaba por completo en su protector. Si Daniel le hubiera ordenado saltar de un tercer piso, Pablo lo habría hecho de inmediato sin titubear.

Daniel metía precipitadamente unas mantas viejas y un traje de incursiones a una gran mochila. Sacó su micrometralleta del saco de papel que usaba como almohada, y la metió al bolsillo de canguro de su casaca. Llenó sus bolsillos de tambores de balas.

—¿Qué pasa, Danny? —Era la voz aguda de Pablo que miraba nerviosamente sin saber qué hacer.

Daniel respondió mecánicamente sin mirarlo:

—Ataque termonuclear. Tenemos que alejarnos 50 kilómetros de la ciudad.

—¿En qué te ayudo, Danny?

Daniel miró finalmente a Pablo, como si el muchacho hubiera interrumpido su concentración. Pablo tenía el cabello largo que le caía hasta los hombros, el cuerpo casi raquítico, y la expresión cansada de un anciano. Tenía doce años y seguía a Daniel como un perrito faldero. Si Daniel no lo hubiera llevado a vivir a su “cabaña” junto a una cueva en los acantilados de Achumani, Pablo habría muerto de hambre.

—Lleva ropa y comida.

—Sí, Danny. —Pablo se puso manos a la obra con eficiencia mientras Daniel salía de la cabaña de barro que ambos habían construido para pasar el invierno. Tigre desconectó el cable de electricidad que usaba para protegerse de los ladrones, y corrió a la cueva en la que escondía una motocicleta que había reconstruido con piezas de chatarra. Desconectó rápidamente la batería que alimentaba su sistema eléctrico de seguridad, y la subió difícilmente a la parrilla de la moto. La llanta trasera se aplanó peligrosamente. Pero necesitaría la batería. La motocicleta eléctrica no recorrería 50 kilómetros sin la batería extra.

Daniel dobló el pie metálico en el que apoyaba la moto inclinada, y la hizo rodar lentamente fuera de la cueva. Luego pateó la palanca fuertemente hacia abajo mientras aceleraba un poco desde el manubrio derecho. El motor eléctrico zumbó suavemente, y Daniel montó la motocicleta temblando ligeramente de frío.

—¡Apúrate, Pablo!

El chico salió precipitadamente de la cabaña de barro y piedras llevando difícilmente una enorme mochila. Saltó al asiento trasero de la moto y se prendió del pecho de Daniel para equilibrarse con la pesada carga colgando de su espalda.

Daniel partió, y la motocicleta se abalanzó cerro abajo, rodando a ratos, y simplemente cayendo por momentos. Daniel controló la bajada difícilmente, hiriendo sus piernas en las espinas. Sintió las manos de Pablo que apretaban su pecho para mantener el equilibrio. Dos veces sintió que se salía del asiento, cuando rocas que no podía ver sacudían fuertemente la motocicleta.

—Sujétate bien, Pablo.

—Sí, Danny.

Llegaron abajo, al lecho llano del río donde un día se encontrara el deslumbrante barrio de Achumani. Antes de la guerra. Daniel volvió a pensar en las ruinas de Colonia después de la segunda guerra mundial. Así se encontraba Achumani. La destrucción era total.

Pablo miró por última vez la cabaña que había sido su hogar durante los últimos tres meses, desde que Daniel le había tenido lástima, y le había dejado vivir con él.

(Antes de la guerra, Pablo había vivido en una casa que tenía tantos cuartos que un visitante podía haberse perdido buscando el salón de fiestas. Una casa con calefacción que se activaba automáticamente al percibir la presencia de su cuerpo, con luces que se prendían solas cuando él entraba a una habitación, con música ambiental que obedecía sus órdenes verbales, y con muchos otros lujos que le parecían normales antes, y ahora le parecían estúpidos. Allá no comprendía el valor del agua. Se bañaba en miles de galones de ella, en una piscina techada, y cada mes la botaba por las alcantarillas. Y la comida… No quería pensar en eso.)

Pero sintió nostalgia al dejar la cabaña. En parte porque él mismo había ayudado a construirla, y en parte porque había sido su refugio en medio del infierno de hambre y crimen de los basurales, donde había peleado con perros por restos de la comida de los soldados. La cabaña le había dado seguridad de nuevo. La seguridad se sentía bien: La seguridad que le daban Daniel y su metralleta.

Pablo sospechaba que Daniel también había sido un soldado durante la guerra, pero notaba que Daniel no quería hablar de eso, así que evitaba el tema para no incomodarlo. Pablo habría hecho cualquier cosa para complacer a Daniel, porque sabía que si él se cansaba de su presencia, y lo dejaba nuevamente en las calles caóticas, destruidas y dominadas por criminales de la postguerra, Pablo moriría pronto de hambre. Por eso, durante los últimos tres meses, el chico se había hecho amigo, había actuado como hermano menor, y a veces hasta se había rebajado a ser sirviente de Daniel. Cualquier cosa con tal de complacerlo. Era eso, o morir de hambre.

Daniel esquivó los cráteres sin disminuir la velocidad. A ratos se subía a la acera, y tenía que zigzaguear entre los restos de los postes en que antes habían habido potentes luminarias de helio para alumbrar las avenidas en la noche.

Se veían varias fogatas junto a las calles, y habían grupos de gente —familias íntegras— acurrucadas en las aceras junto al fuego tibio. Algunos gritos hostiles se escuchaban saliendo de entre la gente amontonada. La mayoría de los “civiles” que quedaban andaba en grupos. Pensaban seguramente que nadie se atrevería a robarles si se protegían mutuamente.

Daniel y Pablo pasaron sin inmutarse junto a las sombras que alzaban los puños y lanzaban gritos amenazadores. Siempre era así. Los grupos trataban de intimidar a los extraños, pero sus insultos y amenazas sonaban más bien como ladridos atemorizados cada vez que algún desconocido se acercaba. Un anciano —una sombra medio muerta— disparó en dirección a la moto y rugió una maldición. Daniel aceleró para alejarse de ahí. Le habían disparado muchas veces pensando que era un ladrón. Y a veces habían estado en lo cierto. El y Pablo eran especialistas en escabullirse entre los grupos de “civiles” y robarles la comida. Especialmente Pablo.

Fogatas y más fogatas. Incluso en los cerros, a lo lejos. Villa Copacabana, Tembladerani, la línea de El Alto allá arriba... Todo lleno de pequeñas fogatas. Miles de hombres, mujeres y niños sin techo ni esperanzas. Fantasmas en una ciudad muerta.

De rato en rato, disparos en la lejanía. Algún tiroteo cercano. Alguien que trataba de proteger sus provisiones.

Daniel aceleró y subió a la acera de la avenida Ballivián para esquivar los cráteres de la calle.

—Danny, ¿por qué no les avisamos del ataque?

—No tenemos tiempo. Las alarmas sonarán en cualquier momento, todos tratarán de escapar, y no podremos circular por las calles. Tenemos que salir de la ciudad antes de que den la alarma.

—¿Cuándo llegará la bomba?

—No sé. En cualquier momento.

Pablo apoyó su cabeza en la espalda de Daniel y se abrazó de su pecho más fuertemente aún.

Subieron por la Avenida del Poeta esquivando los cráteres. Un turbocóptero pasó raudamente sobre sus cabezas iluminando por una fracción de segundo el puente de Las Américas con su poderosa luz violeta. Por encima del puente circulaban algunos automóviles eléctricos.

Frente a San Jorge, en lo alto del cerro del final de Miraflores, Daniel vio la silueta de un dedo gigante apuntando al espacio. “Nuestros misiles antimisiles ya están emplazados”, pensó. Miró rápidamente hacia el frente, y vio más misiles emplazados en la zona de la Avenida del Ejército, en torres movibles que apuntaban al cielo. Adivinó un hormiguero de soldados y técnicos aymaras poniendo a punto los cohetes y programando las especificaciones de los SLBMs que venían en camino en los CPUs de las computadoras guías de los proyectiles tierra-aire. Varias telarañas de finas luces azules formaban dibujos holográficos en el cielo encima de Alto Miraflores y por la zona del Estadio Olímpico. Daniel sabía que eran dispositivos láser para controlar el espacio aéreo. Redes de luz que detectaban misiles intrusos y lanzaban automáticamente antimisiles para destruir a los proyectiles enemigos en el espacio. Los sistemas de defensa antiaérea de La Paz estaban en alerta total.

Pablo miró las siluetas oscuras y amenazadoras de los edificios gigantescos de San Jorge alzándose a su izquierda, sobre una meseta estrecha y larga. Había vivido en uno de aquellos edificios en ruinas por casi dos semanas, hasta que una familia había descubierto el lugar y lo había desalojado del refugio a pedradas. Pablo había sido nuevamente arrojado a la calle. Tres días después (el día que cumplía doce años) había visto el edificio derrumbarse de pronto y enterrar a la familia bajo miles de toneladas de cemento, hierro y vidrio. Habría muerto si hubiera seguido viviendo en aquellas ruinas. Pensó en el hueco que había ocupado bajo las gradas de acceso al mezanine, en el letrero dorado caído que usaba como puerta y decía “Edificio ILLIMANI”, en el frío que entraba por las grietas, en los sonidos de la estructura moviéndose en la noche como pasos en una casa embrujada, en la oscuridad, en su intento de robar velas que casi le cuesta la vida, en la chica de su edad que murió aplastada por el edificio, en la misma chica arrojándole piedras para que Pablo se fuera y dejara el refugio, en…

—Cuida bien la batería, Pablo. Si se cae, no tendremos suficiente electricidad para salir de aquí.

—Sí, Danny. ¿Por qué nos atacan? ¿No terminó la guerra?

—No, Pablo.

—Todos decían que terminó y que ganamos.

—Las bombas atómicas sirven para meter miedo a tus enemigos, Pablo. Si tienes bombas atómicas nadie se atreve a atacarte. Esa es la idea. Pero si alguien llega a usarlas, la cosa no puede detenerse.

Pablo se encontraba silencioso, abrazado fuertemente de su pecho para equilibrarse. Daniel recordó la foto de un pequeño chimpancé colgado de la espalda de su madre. El chico no entendía lo que él le estaba queriendo decir.

—Ellos tenían un último sistema de defensa. Si perdían una guerra nuclear, lanzarían misiles de baja velocidad desde el espacio como venganza. Habían rumores, pero no creímos que fueran verdad.

—¿Esa es la bomba que viene?

—Sí. Una de ellas.

—¿Cuántas hay?

—No sé. Cien tal vez. Dirigiéndose a nuestras ciudades.

—¿Y por qué no las destruimos?

—Esa es la idea del arsenal de venganza. Pensamos que la guerra había terminado, y no estamos listos para este ataque.

(“Apúrate, por favor, Danny, salgamos de aquí”, pensó Pablo temblando ahora más de miedo que de frío. Finalmente estaba seguro. Daniel había sido un soldado. Sólo un soldado condicionado para combate le estaría diciendo todo eso con tanta frialdad, casi como si estuviera comentando un juego de fútbol en el que su equipo está a punto de perder el partido. Nada más que eso. Daniel era un soldado, o algo más. Pablo miró la calle oscura iluminada por el farol rojo de la moto eléctrica preguntándose por qué habían avisado a Daniel del ataque antes que a la demás gente. Por qué habían pasado ya cerca de quince minutos desde que él sabía que un proyectil termonuclear estaba en camino, y las alarmas no sonaban todavía. El cabello de Daniel se batía al viento frente a la cara de Pablo. Daniel tendría 16 ó 17 años. Demasiado jóven para ser más que un soldado. Demasiado viejo para confiarle secretos a Pablo, o interesarse en su opinión.)

—Danny, ¿por qué sabes del ataque? ¿Quién eres REALMENTE?

Daniel se dio la vuelta para mirarlo. Pablo también lo miraba fijamente. No era simplemente una mascota que estaba llevando de paseo. El chico tenía derecho a saber la verdad.

De pronto un sonido sordo y grave parecido al clamor de diez mil elefantes llenó el cielo y retumbó entre los edificios. Estaban dando la alarma.