Detonaciones

Daniel vio el lago Titicaca. La superficie estaba quieta como un espejo. La isla Suriqui era una silueta lejana contra la luz de la luna. No quería mirar su reloj, porque la tensión podía afectar su eficiencia. El camino tenía grandes baches, y por momentos Daniel conducía la moto por fuera del asfalto, saltando entre la paja brava y el barro.

Pablo, atrás de él, temblaba miserablemente de frío.

Daniel paró la moto en seco junto al camino.

Pablo miró el espejo de la superficie del agua, tan quieto que parecía sólido, y casi le pareció que podía correr sobre ella como en sus sueños. Daniel miraba otra cosa, en el cielo, hacia el Oeste.

—Bájate de la moto, Pablo, y métete en la cuneta. Cierra los ojos.

—¿Ya está aquí, Danny? —preguntó Pablo aterrorizado mientras se metía en unos tubos bajo el camino y hundía su cara en el barro.

—No. Creo que son nuestras bombas detonando en el espacio para dañar a los misiles enemigos.— El motor de la moto se apagó solo de pronto, y Daniel dio un salto para zambullirse también en la cuneta húmeda.

Una luz azul, terrorífica y maravillosa a la vez, llenó sus ojos por un instante. Ambos miraron al cielo, y vieron una onda de luz recorriendo el firmamento, como un anillo expandiéndose en el espacio sobre sus cabezas, como una ola causada por una gota que cae en el centro de una fuente de agua tranquila. Pero como si esa onda estuviera formada por una luz de neón colosal de color azul-turquesa que llenaba el cielo sobre sus cabezas.

Pablo sonrió y pensó: “¡Qué belleza!”

Daniel miró su reloj esperando el estruendo para calcular la distancia de la explosión, pero el sonido nunca llegó. El silencio era total. “Ha sido en el espacio, muy lejos. El color azul es producido por la atmósfera. La misma atmósfera ha detenido la radiación gamma y de rayos X. No ha llegado radiactividad hasta aquí. El motor de la moto se ha apagado por el pulso electromagnético, pero eso no nos ha dañado. Podemos seguir nuestro camino. Estamos sanos aún, esa explosión no nos ha afectado...”

—Vámonos, Pablo. Tenemos que llegar al refugio. Apúrate.

Pablo saltó hacia la moto completamente manchado de barro, sin dejar de mirar al cielo y el anillo azul que se perdía en la lejanía en todas direcciones.

—¿Qué pasa, Danny?

—No puedo prender el motor... —La voz de Daniel sonó asustada por primera vez.

—¿La explosión ha arruinado el motor?

—Tal vez, pero no tiene sentido. —Se detuvo en seco y comprendió—: Está empezando otra explosión.

No tuvieron tiempo para volver a la cuneta. Otro anillo viajaba en el espacio sobre sus cabezas. Pero este era mucho más lejano aún, y se lo veía íntegro desde donde ellos estaban. Era como los aros de humo que Daniel hacía al fumar su pipa. Pero este aro de humo viajaba velozmente y brillaba mucho más que la luna.

Pablo miraba maravillado y con la boca abierta. Su cabello largo se batía en el viento frío. Su cuerpo huesudo y raquítico temblaba de frío.

Daniel logró prender el motor de la moto finalmente, y partieron velozmente en busca del refugio.