Amanecer en sabado.(c)

Por: Enrique José Velázquez Marrero

 

Desde la ventana podía ver como empezaba a aclarar el día. Había llovido desquiciantemente toda la mañana, por lo que el cálido sol isleño me persuadió a salir a caminar, a oler el perfume que deja la lluvia al mojar la tierra del colorido Barrio Barreto.

Me había pasado parte de la noche y toda la mañana con Marilinda Agapito, una muchacha de madre filipina y padre desconocido, pero obviamente occidental. De sonrisa fácil y mirada pecadora. Se contorsionaba como serpiente. Al salir le dejé algo de dinero en la mesa junto a la cama, ella nunca me lo pedía pero no era justo que me dedicara todo su tiempo dejando de ganar su sustento. ¿O acaso sería por mi incapacidad de darle lo que en realidad ella quería?... La había conocido hacía dos años, aquel caluroso viernes de enero, cuando llegue a las Filipinas por primera vez. Me la presentó un amigo filipino que, por un precio módico, quería mostrarme las maravillas exóticas de su país. Me atrajo rápidamente su cabellera negra azulosa, su piel blanca y tersa como pétalos de rosa, sus ojos pardos y almendrados, tan profundos como un océano que me reclamaba como naufrago. Comencé a frecuentarla cada vez que visitaba las islas, como alma perdida en busca de un Dios. Se había convertido en una muy linda amiga por lo que la ayudaba en todo lo que podía.

Mientras caminaba, iba contemplando las muchachas en los balcones de los burdeles, con sus sonrisas sencillas, y de miradas simpatizadoras. Ya hasta me llamaban por mi nombre. Los niños, algunos negros, otros rubios, bronceados, altos, bajos, gordos, flacos pero siempre con los ojos almendrados, extendían sus manos pidiendo pesos. Los conductores de los "Jeepnies" ofreciendo el viaje fletado de vuelta a la base por 100 pesos (poco más de tres dólares americanos). Con la excepción de la lluvia y el repicar de mi falso nombre, parecería que era aquel mismo caluroso viernes de enero de todos los días.

Una cuadras más adelante note a dos marinos gringos discutiendo apasionadamente con un joven filipino. Según me acercaba iba reconociendo el tema de su antagónica discusión. Los prepotentes marinos, claramente aturdidos por el licor, se jactaban de que los Estados Unidos eran los posesores, no tan solo de las Filipinas, sino de todos los países tercermundistas. El joven filipino, al que de inmediato reconocí, era un mecánico que alguna vez trabajó para alguno de los talleres de la base naval "Subic Bay", estaba notablemente indignado por las palabras llenas de racismo, desprecio, odio e ignorancia de los ingratos marinos que no sabían apreciar la favorecida amabilidad del pueblo filipino. El joven mecánico, evidentemente alterado, con un marcado acento y con la frente en alto les indicaba que Las Filipinas eran un pueblo pobre, pero libre y soberano.

Mientras el joven mecánico defendía la honra de su país, los arrogantes marinos se burlaban del joven filipino y de todo su país. Estaba a punto de entrometerme en l a pugna en favor del joven irritado cuando fui azotado al presenciar la más grande aflicción de nuestra sociedad. El marino que aparentaba más edad sacó un billete de diez dólares del bolsillo de su pantalón de mezclilla y se lo puso frente a la cara del encolerizado joven, quien dejo de discutir súbitamente. Jamás he visto unos ojos más grandes y esféricos que los que en ese momento puso el joven mecánico. Estaba obviamente idiotizado con el rostro del expresidente. De igual manera quede yo al escuchar al marino que sujetaba el billete pedirle al joven mecánico que se parara en cuatro patas y ladrara como perrito. Si no es porque lo presencie yo tampoco lo hubiera creído. Bastaron tan solo diez dólares para transformar a un indignado joven nacionalista en un excitado chihuahua capitalista.

De repente tuve la sensación de que ya era sábado y no quise seguir caminando por las desteñidas y mal olientes calles de aquel arrabal de perdición. Regresé chasqueado y atónito al cuarto de Marilinda, quien aun dormía en posición prenatal y me tire a su lado izquierdo con la esperanza de quedarme rápidamente dormido y despertar de nuevo en aquel caluroso viernes de enero de todos los días.

 

 

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