El 16 de enero de 1866, la flota aliada, integrada por las fragatas peruanas Apurimac y Amazonas y la flamante goleta chilena Covadonga, navegó en convoy desde Ancud, hacia los astilleros de Abtao, una instalación estratégicamente ubicada en la entrada del sureño archipiélago de Chiloe, cuyos fuertes vientos y traicioneros canales se orientan hacia el Estrecho de Magallanes. Durante el difícil viaje, la fragata Amazonas, víctima de las corrientes, colisionó con una roca sumergida en el canal del Chacao y se hundió. El resto de las naves aliadas arribó sin dificultades y permaneció en Abtao con órdenes de aguardar la llegada de las corbetas peruanas Unión y América antes de iniciar la ofensiva contra la escuadra española. En Abtao, los chilenos habían levantado algunas fortificaciones y un dique para reparar los buques de guerra aliados.
El 21 de enero, el comandante Méndez Nuñez, luego de informarse sobre la probable posición del escuadrón aliado, ordenó que las fragatas Villa de Madrid, al mando del capitán Claudio Alvar González y la Reina Blanca, bajo el comandante Juan Topete, provistos de un total de 90 cañones, dejaran el bloqueo de Valparaíso y se dirigieran hacia el sur. La idea era interceptar, destruir o causar el mayor daño posible a los buques de guerra aliados. Los españoles arribaron primero a la localidad de San Juan Bautista y a la isla Juan Fernández. Posteriormente se trasladaron a la isla de Chiloe. De ahí pasaron a Puerto Bajo, Isla Guateca y posteriormente a Puerto Oscuro.
Ahí fueron informados por un grupo de aborigenes sobre la presencia de grandes barcos “tripulados por hombres con vestimenta similar y barbados como ellos”. De inmediato Alvar Gonzáles puso proa hacia la isla de Fibón y de ahí se dirigió a la de Abtao. Mientras esto ocurría, el cuatro de febrero las corbetas peruanas América y Unión al mando de los tenientes Benjamín Mariátegui y Miguel Grau, respectivamente, llegaron a Abtao sin que los españoles sé enteraran de su presencia.
En las primeras horas del siete de febrero, luego de bordear la isla, la Villa de Madrid y la Blanca aparecieron frente al apostadero de Chayalhue, donde se ubicaban los barcos aliados, que era una posición de muy difícil acceso. Hubo júbilo en el comando español al haber descubierto, finalmente, a sus adversarios. Alvar González decidió atacar por sorpresa, pero al principio surgieron dudas, toda vez que los estrechos eran muy peligrosos y las aguas desconocidas y al parecer poco profundas, por lo que existía el peligro latente de que las fragatas pudieran encallar. Por tal razón permanecieron a la entrada del apostadero definiendo la estrategia más apropiada.
Aproximadamente a las 10:00 horas sin embargo, la Covadonga, que estaba patrullando el área, descubrió la presencia de las naves españolas, con lo cual se rompió el factor sorpresa. Informado de esta situación, el comandante de la primera división naval peruana, el capitán Manuel Villar, asumió el mando de la fuerza aliada, cuyo orden de batalla quedó conformado por la fragata Apurimac, las corbetas América y Unión y la goleta chilena Covadonga. Acto seguido dispuso formar una línea defensiva para controlar las únicas dos entradas al apostadero.
A las 15:00 horas los españoles decidieron finalmente presentar batalla y se aproximaron para cañonear a los aliados. Para tal efecto ingresaron lentamente al embarcadero por el cauce más ancho, primero la Reina Blanca, seguida por la Villa de Madrid. Treinta minutos después de iniciada esta difícil maniobra, cuando los españoles estaban aproximadamente a 1,600 metros de distancia de las posiciones aliadas, el comandante Villar ordenó a la fragata Apurimac abrir fuego. El resto de la flota la siguió. Los españoles de inmediato contestaron con sus potentes cañones. A pesar de estar al ancla y sin vapor las naves peruanas lucharon con gran energía y determinación.
Algunos proyectiles españoles alcanzaron la línea de flotación de la Apurimac, obligándola a desplazarse hacia al norte. Otra granada española alcanzó a la Unión y mató a dos de sus tripulantes. La América también recibió un impacto. Pese a todo, la artillería española se mostraba errática, mientras los barcos aliados, no obstante su menor poder de fuego, comenzaron a utilizar mejor su armamento. Por ejemplo la Covadonga, bajo el teniente Manuel Thomson, logró disparar sobre un islote y anotó en la Blanca a una distancia de 600 metros.
Después de casi dos horas en que se intercambiaron aproximadamente mil quinientos cañonazos, de los cuales nada menos que trescientos ochenta fueron disparados por la Reina Blanca, las naves españolas empezaron a retroceder protegidas por sus fuegos. La mala visibilidad, el peligroso movimiento de las aguas, la posible presencia de minas y las averías sufridas en el combate, contribuyeron a tal decisión. Ambos lados incurrieron en daños, pero al final los españoles llevaron la peor parte. La Reina Blanca recibió dieciséis proyectiles y su línea de flotación fue seriamente afectada. Por su parte la Villa de Madrid recibió once cañonazos.
Imposibilitados pues de sostener la acción en aquellas aguas poco profundas y turbulentas y previendo que un tiroteo de corto alcance podría afectar más sus naves, los comandantes españoles optaron por retornar a Valparaíso. Si bien la batalla acabó indecisamente y no hubo un resultado contundente, los aliados lo consideraron una victoria moral al haber rechazado enérgicamente el ataque de los españoles y haberlos forzado a dejar la batalla. En su primer examen de combate contra una potencia europea, los sudamericanos mostraron mucha determinación y sin duda dieron una lección de coraje. Los españoles, por su parte, comprendieron que sus adversarios iban en serio y que tenían una capacidad de respuesta que podía poner en peligro su aventura militar. En su informe a Méndez Nuñez, el comandante español Claudio Alvar González escribió:
“Los tiros más exactos y eficaces provinieron de las corbetas peruanas Unión y América”.
El comandante Méndez Nuñez, como su predecesor, había fracasado en sus esfuerzos de subyugar a los aliados. Los españoles no podían desembarcar ni ejecutar acciones terrestres y ahora se habían visto frustrados en su intento de comprometer a la escuadra aliada en combate a mar abierto. Las naves españolas quedaron así aisladas, escasas de suministros y sin esperanzas de victoria. Los arrogantes agresores se habían convertido en hombres desesperados que requerían de una acción espectacular para salvar su honor. En España, el gobierno y la prensa exigían medidas enérgicas. El resultado de Abtao había sido incomprensible para aquellos que creían que los sudamericanos eran un pueblo que a la sola presencia del más débil barco español serian presas del pánico e incapaces de ejecutar cualquier acción, ni aun para implorar misericordia.
Informado sobre el resultado de Abtao, Méndez Nuñez procedió al sur con la poderosa Numancia, la Resolución y la Reina Blanca para forzar un nuevo combate con los aliados, pero no tuvo éxito, ya que aquellos se habían desplazado a Huito, un apostadero de acceso mucho más difícil que el de Abtao. Por su parte, el 25 de marzo las corbetas peruanas Unión y América fueron enviadas al Estrecho de Magallanes para interceptar a la fragata española Almansa, que según fuentes de inteligencia había sido despachada por Madrid para reforzar a su escuadra en el Pacífico. Los peruanos permanecieron en el área cerca de un mes pero no lograron ubicarla. La Almansa recién arribaría a la costa occidental de Sudamérica a fines de abril. El gobierno chileno envió también al vapor Maipú al Estrecho de Magallanes para interceptar a los vapores españoles Odessa y Vascongada.
El resto de a flota aliada se mantuvo a la defensiva en el sur de Chile a la espera de la llegada de los blindados Huáscar e Independencia, destinados a convertirse en el factor que cambiaría el equilibrio de fuerzas. Ambas naves habían partido desde Brest el 26 de febrero, en la que sería una larga y difícil travesía, escoltadas por el vapor británico Thames, que transportaba carbón y otras provisiones. El 30 de marzo de 1866, frente a aguas brasileñas, los blindados peruanos causaron un nuevo revés a los españoles al interceptar a los bergantines peninsulares Dorotea y Paco. El primero fue destruido mientras que el segundo, de rápido andar, logró evadir la captura.
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