LA AUTORA

Utiliza su segundo apellido tanto por razones estéticas como para "seguir alimentando el orgullo" de su abuelo materno. Es una muchacha muy activa, simpática e inteligente y tiene un estilo muy particular de escritura. César Velázquez, en diferentes tertulias con quien esto escribe, la ha calificado como la "narradora de lo cotidiano", siempre situaciones usuales, la mayoría de las veces dentro del ámbito de su ciudad, Caracas. Elina se vale un lenguaje directo y sencillo para relatar sus historias, pudiéndose observar igualmente un cierta influencia de su profesión(periodismo) en la manera de narrar. Entre sus textos encontramos "Dinora"(un clásico del taller de narrativa al cual asistimos), "Estoy esperándolo", "Dos brujitos" y el que presentamos a continuación, "La Bolsa Fosforescente". Actualmente trabaja en el Centro de Arte "La Estancia" y en la revista de la aerolínea Laser, mientras continúa su actividad literaria elaborando un par de textos nuevos que promete tener listos a corto plazo.

LA BOLSA FOSFORESCENTE

Ambientado en el metro de Caracas y con una línea de historia francamente tragicómica es uno de los textos de Elina Perez Urbaneja que más me ha gustado. Tal vez sea el uso(poco frecuente) de la narración en segunda persona o el lenguaje estéticamente coloquial que utiliza, las escenas que presencia el protagonista, sus razones, sus decisiones y su fin. Es un cuento de lectura agradable y muy logrado, otra muestra de la nueva literatura venezolana. Espero que lo disfruten. Dentro de pocos meses gestionaré con Elina la publicación de otro de sus textos.

Detestas cuando suena la señal, entras a duras penas, y tras de tí se cierran las puertas del metro casi pellizcándote las nalgas. No existe nada tan citadino como el apretujamiento en el interior del vagón tomado en Plaza Venezuela a las seis y pico de la tarde, luego de unas clases de filosofía en la UCV. Como no estás desesperado por llegar a casa, has dejado pasar dos trenes, porque no querías embutirte en decenas de olores acres, alientos ya no tan frescos, ni sentir pegadas a tí pieles distintas a la de tu novia. Ese día te hallabas un tanto deprimido y te causaba repulsión el contacto de tantos cuerpos ajenos atrás, delante, a los costados, y hasta encima de tu cabeza. Para estar más cómodo, decidiste sentarte en el suelo en la posición de indio. Apoyaste tu espalda contra las balgrés del subterráneo. Mientras, inspeccionabas las vallas luminosas: ropa interior, hamburgesas, lentes de sol; todo muy apetecible, muy material, muy plásticamente antiséptico y perfecto, pero ese no era tu ideal de vida. En el primer tren que llegó al andén de la dirección Propatria ocurrió algo cómico: en aproximadamente dos minutos que estuvo detenido, nadie salió. Veías desde tu perspectiva aquel gentío apretujado adentro, y los que desde afuera pugnaban por entrar en absurda competencia. Cuando sonó la señal de cierre de puertas, de la masa de carne humana salía a empellones un joven ejecutivo todavía perfectamente arreglado, como si a esa altura de la tarde su cabellera echada hacia atrás acabara de recibir un baño de gel, su corbata estuviera recién anudada y su flux hubiera sido planchado hace unos minutos. Cuando empezaba a cruzar el umbral, las puertas se cerraron, y sus manos quedaron aprisionadas con el maletín y el celular colgando por fuera. Presionaron el botón de alarma, y el mismo yuppie que parecía tan ponderado, gritó miles de veces coño, y otras obscenidades. Nadie se inmutó. Partió el metro. Al rato apareció otro tren, y lo primero que divisaste a través de los ventanales, fue a una chica totalmente histérica, golpeando con los puños el pecho y la cara de un hombre de chaqueta de cuero negro, mientras le gritaba: -¡Me estabas manoseando, viejo verde, aprovechador, sádico!. Las personas que iban a abordar el vagón, quedaron en el andén, muertas de la risa. Esa situación te hizo recordar aquella vez, a esa misma hora, en la misma estación, cuando entraste junto a una muchacha vestida con una leve falda hindú. Quedaron demasiado juntos, uno frente al otro, pero ella sólo alcanzaba a ver tu pecho, debido a la diferencia de estatura. Tú te sostenías del techo con una mano, mientras la otra la mantenías abajo, y la empezaste a acercar despacito a la falda, y de allí un poquito hacia la entrepierna, y movías "disimuladamente" tus dedos. Dos paradas después, salió la chica, y tú quedaste con la duda si se dió cuenta o si se hizo la loca. Por fin te levantaste, y te colocaste en medio de dos tumultos de personas. Estabas justo encima de la raya amarilla, preparado para entrar a juro. Justo cuando se acercaba la sinuosa lombriz metálica, alguien, no sabes quien, arremetió violentamente contra tu espalda y te empujó. No pudiste ver al culpable ni alguna otra cosa, o quizás sí, percibiste un resplandor muy fuerte que te encegueció y un chirrido fortísimo. No hubo sensación dolorosa. No emitiste ni un quejido. La gente que seguía en el andén corrió despavorida hacia las escaleras mecánicas, otros se adosaron a las paredes, porque temían salpicarse de rojo. Bullían emergencia y alarmas. Compañeros de trabajo trasladaron al operador hacia las oficinas preso de una terrible crisis nerviosa, y enseguida llegaron policías y bomberos, quienes alzaron el tren y extrajeron a las víctimas: una pareja. Ella quedó mutilada pero aún presentaba signos vitales, él se había convertido en carne molida. No quedó más remedio que introducirte en una bolsa naranja fosforecente. Tus jeans y tu franelita blanca ensangrentados y hechos jirones. Paralizaron el servicio. Los que entraban al ritmo acelerado de la urbe y escuchaban por los altorparlantes el mensaje de "estación temporalmente fuera de servicio por motivos de arrollamiento", más el macabro relato de algunos perturbados testigos que contaban cómo ocurrió el accidente, maldecían a los suicidas que decidieron lanzarse a los lóbregos rieles de Plaza Venezuela en la locura del horario de salida laboral, porque luego de la faena lo que más se desea es llegar pronto a casa para descansar y resguardarse del hampa. Un río de zombies se precipitaba escaleras arriba, en frenética búsqueda de cualquier otro medio de transporte, lo que ocasionó que el tráfico automotor elevara a la enésima potencia su inaguantabilidad. Del mortal hecho, lo único que quedará de tí será el recuerdo que guardarán tus familiares y amigos, además de una breve noticia en las páginas de sucesos, que te añade como un dato más de las estadísticas sobre los accidentes ocurridos en el Metro de Caracas, uno de los más limpios y organizados del mundo. Como nadie conoce de antemano las fatalidades que reserva el destino, hubiera sido mejor que tan pronto bajaste al andén, te hubieras embutido en la masa humana compactada dentro del vagón, dejando que las puertas te pellizcaran el trasero.

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