Au-revoir la femme

Me hizo recordar que mi francés no era natural, que no era mi lengua nativa. Hasta ese momento yo había creído que lo dominaba, que lo conocía tan bien que me era posible hablarlo sin el menor de ese acento tan particular que tenemos los latinoamericanos.

Parecía fácil comunicarse en francés, quizás sólo ameritaba de mi parte una gran atención sobre las "erres" o la entonación (que debe ajustarse de modo perfecto para estar a tono con la lengua en uso).

Pero no, con ella no hay manera porque no admite mis limitaciones, propias de haber heredado el castellano como lengua, y se hace la que no entiende con el único propósito de enfadarme. Yo sabía perfectamente que me comprendía, que entendía lo que apresuradamente trataba de decirle pero insistía en darme la espalda y esconderse bajo una hipócrita máscara de incomprensión.

Mas hay que poner algunas cosas en claro. Esa cabellera color castaño, casi dorada, que brota de su cabeza y esos ojos azules donde al mismo tiempo se pueden observar todos los mares del mundo le confieren algunos privilegios. Además, esa voz aterciopelada y ese caminar estilizado la cubren de una cierta majestad, majestad que me subyuga. Así pues que, en medio de la terrible humillación de la cual era víctima, llegué a sentirme en un instante halagado por recibir tales desaires, me tenía a su merced, como el buen y fiel súbdito que siempre había sido.

Las primeras gotas comenzaron a precipitarse contra el pavimento y ella, pese a mis torpes y desesperados esfuerzos por cambiar el acento o el ritmo en busca de una mejor comprensión, me miró y se fue alejando lenta y parsimoniosamente mientras el ímpetu de la lluvia se incrementaba.

Allí me quedé, a las puertas del cine, observando a mi alrededor las miradas de las otras personas que habían presenciado la escena. Me miraban y sonreían con algo de ironía mezclada con lástima. Tratando de no pensar en el asunto continué según lo planeado: introduje una mano en el bolsillo derecho de mi pantalón, extraje un billete y me dirigí a la taquilla para comprar mi boleto para la función.

Antes de ingresar a la sala reflexioné un poco, me sentí mojado, plantado y frustrado. Para ese momento ya había tomado una determinación: si sus desplantes continuaban tendríamos que divorciarnos.

 

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