El
abuso de poder
Cuando un superior en la jerarquía
aplasta con su poder a sus subordinados la agresión es más evidente.
Con mucha frecuencia, un “jefecillo” se revaloriza de esta manera.
Para compensar la fragilidad de su identidad, necesita dominar, y lo
hace tanto más fácilmente cuanto que sus subordinados, temiendo el
despido, no tienen otra elección que la de padecer su dominio. La
pretendida buena marcha de la empresa lo justifica todo: una ampliación
de la jornada laboral que no se puede negociar, una sobrecarga de
trabajo urgente, o exigencias incoherentes. Sin embargo, presionar a los
subordinados de una forma sistemática es un estilo de dirección
ineficaz y poco rentable, puesto que la sobrecarga de tensión puede
generar errores profesionales y traer consigo bajas por enfermedad. Una
mano de obra feliz es más productiva. No obstante, tanto el directivo
intermedio como la dirección mantienen la ilusión de que así obtienen
una rentabilidad máxima. En principio el abuso de poder no
afecta a un solo individuo. Consiste únicamente en aplastar a todo
aquel que sea más débil que uno mismo. En las empresas, se puede
transmitir en cascada, desde la más alta jerarquía hasta el directivo
intermedio. El abuso de poder por parte de los
jefes ha existido siempre, pero, actualmente, aparece a menudo
disfrazado de otra cosa. Los directivos hablan a sus asalariados de
autonomía y de espíritu de iniciativa, pero no por ello dejan de
exigir su sometimiento y su obediencia. Los asalariados se marchan
porque las amenazas al respecto de la supervivencia de la empresa, la
perspectiva de los despidos y el recuerdo incesante de su
responsabilidad y, por lo tanto, de su eventual culpabilidad les
obsesionan.
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Cómo
impedir que una víctima reaccione
El miedo al
desempleo no explica por sí solo el sometimiento de las víctimas del
acoso. Los patrones y los directivos intermedios que agreden pretenden
alcanzar una cierta omnipotencia y utilizan, conscientemente o no, unos
procederes perversos que atan psicológicamente a las víctimas y que
les impiden reaccionar. Estos mismos procederes, que son similares a una
trampa, se utilizaron, por lo demás, en los campos de concentración y
siguen siendo de rigor en los regímenes totalitarios. Para mantener el
poder y controlar al otro, se utilizan maniobras anodinas que cada vez
se vuelven más violentas, siempre y cuando el empleado las resista.
Inicialmente, se procura desbaratar su sentido crítico hasta que no
sepa ya quien tiene razón y quién no. Se le somete al estrés, se le
riñe, se le vigila, se le cronometra para que esté continuamente en
vilo y, sobre todo, no se le cuenta nada que pudiera permitirle
comprender lo que ocurre. El asalariado es acorralado. Tolera cada vez más
cosas, pero no llega nunca a decir que la situación es insoportable.
Sean cuales fueren el punto de partida y los agresores, el proceder es
siempre el mismo: el problema no se nombra, pero alguien actúa de forma
solapada para eliminar a una persona en lugar de buscar una solución.
El grupo amplifica este proceso, pues el perverso lo utiliza como
testimonio o incluso como activo participante en el fenómeno. El acoso en la
empresa atraviesa luego distintas etapas que comparten un punto en común:
la negación de la comunicación.
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