LA LLORONA


Del libro "HISTORIA, TRADICIONES Y LEYENDAS DE CALLES DE MEXICO" por Artemio de Valle-Arizpe.



¿Quién era el osado, que por más valiente que fuera, se atreviese a salir por la calle pasando las diez de la noche? Sonaba la queda en Catedral y todos los habitantes de México echaban cerrojos, fallebas, colanillas, ponían trancas y otras seguras defensas a sus puertas y ventanas. Se encerraban a piedra y lodo. No se atrevían a asomar ni medio ojo siquiera. Hasta los viejos soldados conquistadores, que demostraron bien su valor en la guerra, no trasponían el umbral de su morada al llegar esa hora temible. Amedrentada y poseída del miedo estaba toda la gente; él les había arrebatado el ánimo; era como si trajesen un clavo atravesado en el alma.

Los hombres se hallaban cobardes y temerosos; a las mujeres les temblaban las carnes; no podían dar ni un solo paso; se desmayaban o, cuando menos, se iban de las aguas. Los corazones se vestían de temor al oír aquel lamento largo, agudo, que venía de muy lejos e íbase acercando, poco a poco, cargado de dolor. No había entonces un corazón fuerte; a todos, al escuchar ese plañido, los dominaba el miedo, poníales carne de gallina, les erizaba los cabellos, y enfriaba los tuétanos en los huesos. ¿Quién podía vencer la cobardía ante aquel lloro prolongado y lastimero que cruzaba, noche a noche, por toda la ciudad? ¡La Llorona!, clamaban los pasantes entre castañeteos de dientes, y apenas si podían murmurar una breve oración, con mano temblorosa se santiguaban, oprimían sus rosarios, cruces, medallas y escapularios que les colgaban del cuello.

México estaba aterrorizado por aquellos angustiosos gemidos. Cuando se empezaron a oír, salieron muchos a cerciorarse de quién era el ser que lloraba de ese modo tan plañidero y doloroso. Varias personas afirmaron, desde luego, que era cosa ultraterrena, porque era un llanto humano, a distancia de dos o tres calles se quedaba ahogado, ya no se oía; pero éste traspasaba con su fuerza una gran extensión y llegaba claro, distinto, a todos los oídos con su amarga quejumbre. Salieron no pocos a investigar, y unos murieron de susto, otros quedaron locos de remate y poquísimos hubo que pudieran narrar lo que habían contemplado, entre escalofríos y sobresaltos. Se vieron llenos de terror pechos muy animosos.

Una mujer envuelta en un flotante vestido blanco y con el rostro cubierto con velo levísimo que revolaba en torno suyo al fino soplo del viento, cruzaba con lentitud parsimoniosa por varias calles y plazas de la ciudad, unas noches por unas, y otras, por distintas; alzaba los brazos con desesperada angustia, los retorcía en el aire y lanzaba aquel trémulo grito que metía pavuras en todos los pechos. Ese tristísimo ¡ay!, levantábase ondulante y clamoroso en el silencio de la noche, y luego que se desvanecía con su cohorte de ecos lejanos, se volvían a alzar los gemidos en la quietud nocturna, y eran tales que desalentaban cualquier osadía.

Así, por una calle y luego por otra, rodeaba las plazas y plazuelas, explayando el raudal de sus gemidos; y al final, iba a rematar con el grito más doliente, más cargado de aflicción, en la Plaza Mayor, toda en quietud y en sombras. Allí se arrodillaba esa mujer misteriosa, vuelta hacia el Oriente; inclinábase como besando el suelo y lloraba con grandes ansias, poniendo su ignorado dolor en un alarido largo y penetrante; después se iba ya en silencio, despaciosamente, hasta que llegaba al lago, y en sus orillas se perdía; deshacíase en el aire como una vaga niebla, o se sumergía en las aguas; nadie lo llegó a saber; el caso es que allí desaparecía ante los ojos atónitos de quienes habían tenido la valerosa audacia de seguirla, siempre a distancia, eso sí, pues que profundo terror vedada acercarse a aquella mujer extraña que hacía grandes llantos y se deshacía de pena.

Esto pasaba noche con noche en México a mediados del siglo XVI, cuando la Llorona, como dio en llamársele, henchía el aire de clamores sinfín. Las conjeturas y las afirmaciones iban y venían por la ciudad. Unos creían una cosa, y otros, otra muy distinta, pero cada quien aseguraba que lo que decía era la verdad pura, y que, por lo tanto, deberíasele dar entera fe. Con certidumbre y firmeza aseguraban muchos que esa mujer había muerto lejos del esposo a quien amaba con fuerte amor, y que venía a verle, llorando sin linaje de alivio, porque ya estaba casado, y que de ella borró todo recuerdo; varios afirmaban que no pudo lograr desposarse nunca con el buen caballero a quien quería, pues la muerte no la dejó darle su mano, y que solo a mirarlo tornaba a este bajo mundo, llorando desesperada porque él andaba perdido entre vicios; muchos referían que era una desdichada viuda que se lamentaba así porque sus huérfanos estaban sumidos en lo más negro de la desgracia, sin lograr ayuda de nadie; no pocos eran los que sostenían que era una pobre madre a quien le asesinaron todos los hijos, y que salía de la tumba a hacerles el planto; gran número de gentes estaban en la firme creencia de que había sido una esposa infiel y que, como no hallaba quietud ni paz en la otra vida, volvía a la tierra a llorar de arrepentimiento, perdidas las esperanzas de alcanzar perdón; O bien numerosas personas contaban que un marido celoso le acabó con un puñal la existencia tranquila que llevaba, empujado sólo por sospechas injustas; y no faltaba quien estuviese persuadido de que la tal Llorona no era otra sino la célebre doña Marina, la hermosa Malinche, manceba de Hernán Cortés, que venía a este suelo con permisión divina a henchir el aire de clamores, en señal de un gran arrepentimiento por haber traicionado a los de su raza, poniéndose al lado de los soldados hispanos que tan brutalmente la sometieron.

No sólo por la ciudad de México andaba esta mujer extraña, sino que se le veía en varias poblaciones del reino. Atravesaba, blanca y doliente, por los campos solitarios; ante su presencia se espantaba el ganado, corría la desbandada como si lo persiguiesen; a lo largo de los caminos llenos de luna, pasaba su grito; escuchabase su quejumbre lastimera entre el vasto rumor de mar de los árboles de los bosques; se la miraba cruzar, llena de desesperación, por la aridez de los cerros; la habían visto echada al pie de las cruces que se alzaban en montañas y senderos; caminaba por veredas desviadas, y sentábase en una peña a sollozar; salía misteriosa, de las grutas, de las cuevas en que vivían las feroces animalias del monte; caminaba lenta por las orillas de los ríos, sumando sus gemidos con el rumor sin fin del agua.

Esta conseja es antiquísima en México; existía ya cuando los conquistadores entraron en la gran Tenochtitlan de Moctezuma, pues fray Bernardino de Sahagún al hablar de la diosa Cihuacoatl, en el capítulo IV, del libro I de su Historia General de las cosas de Nueva España, escribe "que aparecía muchas veces como una señora compuesta con unos atavíos como se usan en Palacio; decían también que de noche voceaba y bramaba en el aire... Los atavíos con que esta mujer aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba de tal manera que tenía como unos cornezuelos cruzados sobre la frente", y en el libro XI pone, además, al en numerar los agüeros con los que se anunció en México la llegada de los españoles y la destrucción de la ciudad azteca, que el sexto pronóstico fue "que de noche se oyeran voces muchas como de una mujer que angustiada y con lloro decía: ¡Oh, hijos míos, que ya ha llegado vuestra destrucción! Y otras veces decía: ¡Oh, hijos míos¡, ¿dónde os llevaré para que no os acabéis de perder?"

Hasta los primeros años del siglo XVII anduvo la Llorona por las calles y campos de México; después desapareció para siempre y no se volvió a oír su gemido largo y angustioso en la quietud de las noches.


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