El
mito del amor familiar
Contextos alterados de adopción
Dr.
Carlos Gutierrez * - Lic. Ignacio Lewkowicz**
Lo
que sigue es sabido en el campo de la ciencias del hombre. La
experiencia humana no es una rama de la zoología de los primates
superiores; la experiencia humana no se reduce a las capacidades
biológicas específicas del homo sapiens. De allí que no baste,
para que haya sociedades y humanidad, con producir carne humana: es
preciso instituirla como tal. Pero instituirla como humana dista de
ser una trivialidad clasificatoria - no alcanza con poner un
cartelito indicativo de la pertenencia humana. Para producirla como
humana es preciso un enorme esfuerzo mediante el cual las sociedades
arrancan a las crías humanas de su animalidad imposible.
La adopción, así, es un fenómeno absolutamente
general, coextensivo con las sociedades humanas. La sociedad entera
tiene que trabajar para la adopción. Cada sociedad tiene sus
conceptos de humanidad y sus cuadros clasificatorios; adoptar al
recién nacido equivale a inscribirlo en esos cuadros. Adoptarlo,
entonces, equivale a disponerlo como hijo, que en sí guarda al
futuro ciudadano, súbdito, soldado o cordero.
Las distintas sociedades establecen distintos
procedimientos de humanización, procedimientos que inscriben al
individuo dentro de los cuadros sociales que serán para él y los
suyos, los soportes simbólicos principales en los que sostendrá su
vida. En Occidente, la institución de humanidad se produce mediante
la inscripción del cachorro en un sistema clasificatorio de
parentesco, en el consta el lugar que ocupa en la serie sucesiva de
la generaciones: este principio se suele llamar principio genealógico.
En esta línea, se suele distinguir correctamente
entre dos figuras. Se llama genitor a la figura masculina que
interviene en la procreación biológica de la cría.; se llama
pater al que cumple las funciones sociales asociadas con la
paternidad jurídica, simbólica, afectiva, familiar. Desde ese
punto de vista, no es un requisito universal que la adoptante sea el
genitor de la cría. El hecho de la adopción es el que inviste al
que, a partir de entonces, antecederá al hijo como padre. Queda
claro: se convierte en padre por no haber engendrado un ser viviente
sino por haber adoptado, dentro de los cuadros simbólicos de la
sociedad, a un ser social o ser humano a secas. Un sujeto, para ser
humano, tiene que ingresar en un orden simbólico. Pero ese ingreso
no es automático. Es preciso, para que se realice la operación,
que el pater adopte precisamente la función paterna establecida por
lo parámetros de la sociedad que habita.
El mundo burgués cuyo correlato filosófico se acostumbra llamar
"Modernidad" estableció una modalidad específica de lazo
social y de organización familiar. De esta organización específica
surge un tipo subjetivo: el ciudadano, sujeto de la conciencia. Ese
tipo subjetivo se define por una particular modalidad de relación
con la ley. Sólo en le mundo burgués todos los hombres son iguales
ante la ley. Sólo en este mundo la ley social e la instancia
fundamental del orden social. Sólo en este mundo
burgués los estados delegan en las familias a las que tutelan, la
responsabilidad de forjar individuos capaces de sostener el
principio general de legalidad.
Pero identidad diseñada discursivamente por una
sociedad es suficiente para producir un sujeto en el sentido cabal
del término. Y esto es así, porque la sociedad en cuestión sólo
otorga una identidad restringida, la identidad proporcionada por la
sociedad es sólo un lugar en la clasificación de las generaciones.
Para que haya un sujeto, en cambio, es preciso que el vástago
disponga además de una serie de marcas (imágenes, modelos,
palabras) con las cuales identificarse. Esas marcas sólo podrán
hallarlas en el seno de algún tipo de familia. Pero como cada
familia es un mundo, la adopción familiar proporcionará las pautas
socialmente requeridas, pero siempre singularizadas por su
configuración.
Ese encuentro necesario entre la sociedad, la
familia y la cría nunca se logra definitivamente. El acople
integral es imposible: siempre se producen grietas. Por la grieta
abierta de ese fracaso asoma algún punto de inconsistencia. Ese
punto es cualitativamente distinto, singular del discurso social que
lo fundó. Pero, paradójicamente, ese punto de inconsistencia sólo
resulta abordable considerando especialmente el tejido discursivo
que lo ha fundado.
Los estados nacionales, sede histórica de nuestra
imagen de la familia, el padre ha de ser el encargado de adoptar la
representación de la ley para esos futuros ciudadanos que han sido
adoptados como hijos.
Esos estados nacionales han instituido un criterio
primordial de paternidad, según el cual se tiende al máximo de
identificación posible entre el genitor y el pater. La superposición
de estos lugares se ha vigorizado hasta un punto extremo con el
avance de la genética. Porque tradicionalmente se ha considerado
que el padre es biológicamente incierto: si madre es quien ha
parido al niño; padre es el marido de la madre1. Para la tradición,
no hay certidumbre acerca del genitor. Pero la paternidad - como
función social de adopción - es siempre verdadera. Pero la genética
prácticamente ha permitido eliminar el carácter incierto del
genitor. Cuando el genitor está marcado por cierta dosis de
incertidumbre, la paternidad tiene siempre carácter simbólico.
Pero, ¿qué sucede cuando la técnica puede establecer con certeza
la progenitura masculina?. Aún no estamos en condiciones de
saberlo.
Volvamos solo unos años atrás. En los estados
nacionales, el genitor es virtualmente sinónimo pater, si ninguna
desviación se produce en el camino socialmente establecido. Pero si
se produce alguna desviación, es preciso que algún individuo
represente la ley para esa cría: es preciso que sea adoptado dentro
de los cuadros sociales primordiales.
En esas condiciones, cuando se produce algún tipo
de anomalía en la sucesión "normal", se abre un trámite
de adopción legal. Mediante ese arbitro legal, se asegura una
sucesión de las generaciones dentro de los esquema simbólicos del
parentesco. Pero si la adopción es un trámite legal es porque los
estados nacionales han establecido que la ley es la instancia
fundadora de la sociedad, la familia y el individuo. Ésas son las
exigencias que un mundo de leyes le pone a la función paterna tal
como lo hemos concebido secularmente.
Si bien las prácticas de adopción están
tramadas de un mundo complejo de sentimientos, emociones y afectos,
hay una arquitectura legal que subyace. Esas arquitectura legal que
permite esas tramas afectivas depende de un modo específico de
organización del lazo social. En ese esquema la familia tiene que
producir individuos capaces de soportar el peso de una ley ante la
cual todos los hombres son iguales. El amor familiar no es el
fundamento de las relaciones sino una condición favorable para la
inscripción de la ley en los pequeños. El amor familiar no
intentaba impedir la potencia estructurante de la ley.
Intentaba, por el contrario, que las conductas
autoritarias no inscribieran otra cosas que la legalidad, por una
parte; por otra, que la inscripción efectiva de la ley sobre los niños
no dejara consecuencia devastadoras en su subjetividad. El amor era
el contexto adecuado para evitar los excesos del poder paterno - por
encima de la inscripción de la ley - y para evitar el naufragio
infantil ante la ley que se impone.
Lo cierto es que está cambiando en su fundamento
el mundo en el que se desarrollan las prácticas de adopción. Y
esta mutación del contexto social y familiar altera sustancialmente
al texto de la adopción de las crías como hijos.
Los estados técnico - administrativo que sustituyen a los estados
nacionales no tienen en las leyes de la nación el principal soporte
de su organización. Los poderes de mercado han desbordado los
marcos nacionales. Las soberanías nacionales han sido desplazadas
de hecho por las potencia desconocidas bajo el nombre globalización.
Las leyes nacionales derivaban de la capacidad soberana de los
ciudadanos de la nación. En un espacio económico político con
cierta autonomía. Las leyes en los estados técnico -
administrativos no pueden tener semejante estatuto, pues la soberanía
ha abandonado a los pueblos - nación.
Como un efecto de un tipo de divulgación del psicoanálisis en un
contexto de recepción antiautoritario, el amor ha sido elevado a la
categoría de fundamento y razón de ser de las organizaciones
familiares. Estamos en un mundo en el que proliferan los mitos de
amor2. La familias ya no son las células básicas de la sociedad,
vale decir los sitios en que se forja la subjetividad de los
ciudadanos aptos para la vida nacional, sino el sitio en que se
disfruta de los hijos, se vuelven amigas las generaciones, un sitio
en que los seres amados se reúnen para amarse. Lo que se llama
amor, es una estructura subjetiva, difiere de las modalidades del
amor familiar instituidas por los estados nacionales. No se trata de
ofrecer un contexto de ternura necesario para soportar el peso de la
ley. Se trata de un mundo en el cual el sufrimiento ha perdido todo
sentido. En ese mundo, en que el sufrimiento no es significable, se
sabe que el mal es el sufrimiento, y que hay que evitarlo. Se sabe
que el bien para cualquiera es no sufrir. El amor familiar consiste
en evitar al niño cualquier tipo de sufrimiento. Estamos lejos ya
del punto de partida.
En este contexto, los pilares del mundo
familiar burgués se ausentan enfáticamente. Los poderes de mercado
priman sobre la ley (la vigencia del orden legal, por ejemplo, se
sostiene sólo para seducir a los inversores y en la medida en que
sea necesario para tal fin). Los derechos se afirman en un contexto
más ideológico que legal. Las estructuras familiares ya no tienen
el carácter vitalicio supuesto por las estructuras elementales del
parentesco. Asistimos a la destitución del padre como agente de la
ley; pero a la vez asistimos a la destitución de la ley como
soporte fundamental del lazo social. La figura del ciudadano y la
ley es sustituida (legal y hasta constitucionalmente) por la figura
del consumidor y sus poderes de mercado. Tampoco el amor familiar es
el mismo.
En ese terreno, se sitúa la práctica regular de
la compra venta de niños. Los problemas en este punto son de una
sutileza extrema. Los problemas en este punto requieren una mirada
fresca para comprenderlos y unas decisiones drásticas para
orientarlo en su devenir ulterior.
Si en la ideología actualmente dominante el amor
legitima cualquier acto; y si las posibilidades de mercado legitiman
cualquier acto, entonces de ambas legitimidades, el único amor de
una pareja (un individuo, o un grupo) y una posibilidad de mercado
tendría que surgir una operación legítima. Puede que no sea
legal. Pero entonces la ideología contemporánea del consumidor
dispone de una batería de argumentos mediante las cuales el
estatuto de la ley se presenta como ilegítimo. La ley es dura,
burocrática, abstracta, no contempla en su letra descarnada, la
sentimentalidad humana puesta en juego. En este estado de cosas la
ley no representa los deseos verdaderos de los hombre actuales: los
consumidores3. Bien podría pensarse que si el ciudadano que así lo
desea adopta por posibilidades legales; el consumidor que también
desea algo en esta línea puede adoptar por poderes de mercado. La
compra venta es de hecho una posibilidad: se puede acceder legítimamente
a un hijo por fuera de la ley. En este mundo legal se adopta por vía
legal; en uno mercantil por vía de mercado. El
amor es el mismo; el amor es lo que cuenta. Sencillo, ¿no?.
Pero encubridor. ¿Qué figura de padres se deriva
de estos funcionamientos prácticos?. ¿Qué tipos de padres y de
institución de la cría humana se derivan de estas prácticas?. ¿Qué
paternidad resulta de la certidumbre genética?. ¿Qué orden simbólico
ofrece la compra venta para que las crías se organicen como
sujetos?. ¿Qué humanidad resulta cuando el mercado es la vía de
adopción?.
*Carlos
Gutiérrez - psicoanalista.
**Ignacio Lewkowicz - historiador.
Integrantes de la cátedra de Psicología. Ética y Derechos
Humanos.
Extraído de las publicaciones de Fundación
Adoptare
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