Son muchos los relatos de adopciones que han llegado a nuestros oídos en estos años, algunos contados con alegría, sin vueltas, sin verdades a medias; otros, por el contrario, tienen una carga de miedo, de desconfianza que opaca la felicidad y seguridad que sin duda deberían ser los sentimientos principales que rodean un acontecimiento tan importante en la vida de una familia. ¿Por qué no poder contar el encuentro con tu hijo con la misma emoción y naturalidad con que lo hace una mujer que ha podido gestarlo?
Estuve unos días de vacaciones en la casa de mi amiga, la que adoptó el bebé – comentó Rosa entre mate y mate- está divino el nene.
Mujer solidaria como pocas, trabajadora, de esas que podés llamar para lo que necesites, así es Rosa, siempre dispuesta a dar una mano. Fue ese afán de ayudar el que la llevó, sin mucho pensarlo, a ir cada semana hasta una ciudad del interior a ver a la progenitora del que sería el hijo de su amiga y dejarle un surtido…
Sin embargo la solidaridad de Rosa, esta vez, no le dejaba un buen sabor de boca. A medida que relataba la odisea de viajes semanales y el trato directo con una mujer embarazada que entregaría a su hijo, poco a poco, casi como a modo de confesión, aseguró que la experiencia la había perturbado bastante: “Me sentí como una ladrona; durante meses me sentí responsable; sentía que le había quitado el hijo a esa mujer”.
Un profesional de la salud, conocido de la hermana de la progenitora y sabedor de los deseos de adoptar de la amiga de Rosa, fue quien inició los contactos. A medida que avanzaban las conversaciones, este señor se retira ya que consideró necesario que una mujer se encargara de seguir el trato, ya que de ese modo sería más fácil lograr la confianza de la progenitora. Es en ese momento donde Rosa entra en escena, deseosa de ayudar a su amiga a lograr su tan ansiado sueño de ser madre. Fueron muchos viajes semanales, con instrucciones precisas de no entregar dinero sino un surtido el cual al tiempo se convirtió en $400 “para que ella hiciera lo que quisiera”. También le arreglaron un poco las chapas del rancho…
Pasó el tiempo y un mensaje en el contestador de Rosa anunciaba que el niño estaba por nacer, que la progenitora estaba internada. Ante tan esperada noticia, partieron hacia el interior Rosa, la adoptante y un improvisado chofer.
Fue Rosa quien se encargó de vestir al bebé, tomarlo en brazos, salir del hospital. La adoptante esperaba fuera, no pudo, algo en su interior se lo impedía, disfrutar de ese primer encuentro, tan especial, tan íntimo, tan imborrable.
Subieron todos al auto, Rosa con el bebé en brazos, la adoptante y la progenitora. Nadie quería mirarse a los ojos; nadie hablaba. Llevaron a la progenitora a su casa, no sin antes comprarle un surtido “como de $3000, para que se recuperara”.
De los temas legales no nos enteramos mucho. Como siempre ocurre en estos casos hay cosas que no se cuentan, son privadas, quedan en familia. Y lo que se cuenta no siempre se termina de entender.
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