SEGUNDO DOMINGO DESPUES DE NAVIDAD

 

Sir 24,1-4.8-12

Ef 1,3-6.15-18

Jn 1,1-18


 

            Este domingo nos ofrece la oportunidad de profundizar en el misterio del Niño nacido en Belén: “Hay mucho que ahondar en Cristo, porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá” (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual 37,4). Por eso hoy oramos con el autor de la carta a los Efesios, que Dios nos “conceda un espíritu de sabiduría y una revelación que nos permita conocerlo plenamente” (Ef 1,17). El texto evangélico de hoy es un canto al misterio de la Palabra que está en el seno del Padre (Jn 1,18), dirigiéndose a él desde toda la eternidad (Jn 1,1). Esta Palabra, definitiva relación del Padre ha puesto su tienda en medio de nosotros (Jn 1,14), llevando a cumplimiento aquella condescendencia de Dios, que existe ya en el Antiguo Testamento en las intervenciones de Dios en favor de su pueblo y en el don de su Palabra (Sir 24,8.10-12).

 

 

            

La primera lectura (Eclo 24,1-4.8-12) está tomada del himno de alabanza a la Sabiduría, que se encuentra en el capítulo 24 del libro del Eclesiástico. En la misma línea de Proverbios 8, la Sabiduría aparece personificada en este texto. Se ha discutido mucho sobre el significado de esta personificación, ya que la Sabiduría aparece como un ser divino, o al menos, en mucha cercanía con Dios y es como un llamado divino a los hombres. Puede tratarse ciertamente de una personificación literaria para hablar de la revelación bíblica, un primer intento por describir lo que hoy llamamos “inspiración bíblica”. En nuestro texto el autor identifica a la Sabiduría con la Torah (v. 23). Después de una breve introducción (vv. 1-2) la Sabiduría misma canta sus alabanzas en un himno de 22 versículos, -el número de las letras del alfabeto hebreo-, para indicar la totalidad y la perfección de su alabanza. La Sabiduría habla de su origen divino y de su presencia en el templo celeste (vv. 3.10), luego se refiere a su presencia y a su actividad en la creación y en la historia de las naciones (vv. 5-6). En todo el mundo y en medio de todas los pueblos buscó en vano una morada (v. 7), pero finalmente su Creador la hizo “poner su tienda” en Israel (vv. 8-10.12). La Sabiduría describe su belleza con imágenes y perfumes típicos de la tierra de la Biblia para hacerse desear (vv. 13-17) y poder luego dirigir una insistente invitación a los que quieren venir a ella (v. 19), beber y comer de ella (v. 21), escucharla y obrar bajo su influjo (v. 22). Quien posee una cierta familiaridad con el evangelio de Juan, notará inmediatamente una gran sintonía de pensamiento e incluso de términos entre la presentación que hace de la Sabiduría Ben Sirá, el autor del libro del Eclesiástico, y la que hace de Jesús el autor del cuarto evangelio.

            La segunda lectura (Ef 1,3-6.15-18) está compuesta de un breve texto que contiene una bendición, con la cual se abre la carta a los Efesios (vv. 3-14) y por una oración del autor en favor de sus lectores (vv. 15-23). La bendición (en griego se usa el adjetivo eulogetós, “bendito”, que en el Nuevo Testamento se aplica sólo a Dios) se dirige al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el origen de toda bendición, don y gracia que nos son concedidos a nosotros por medio de Cristo (v. 3). Son seis los motivos por los cuales el autor bendice a Dios: (a) por habernos elegido en Cristo desde la eternidad (v. 4); (b) por habernos hecho sus hijos adoptivos por medio de Cristo (vv. 5-6); (c) por habernos redimido con la sangre de Cristo (vv. 7-8); (d) por habernos revelado el misterio de su volutnad de recapitular en Cristo todas las cosas (vv. 9-10); (e) por haber elegido a Israel para esperar a Cristo (hay que recordar que “Cristo” es un título griego que traduce el término hebreo “mesías”, que significa “consagrado”) (vv. 11-12); (f) por haber elegido también a los paganos que han acogido el evangelio de la salvación (vv. 13-14).

            Este himno se dirige totalmente al Padre, fuente primordial de la gracia (en griego: járis, palabra que probablemente traduce el término hebreo jésed, que significa “amor gratuito”, “misericordia”, “benevolencia”, y que es, junto a ´emet, “fidelidad”, la característica principal del Dios de Israel revelado en el Antiguo Testamento). Su gracia, que actúa en nosotros, manifiesta su gloria, es decir, su valor intrínseco, su belleza fulgurante que nos eleva a una dignidad incomparable e inmerecida. Pero el himno resalta también la centralidad de Cristo en el plan de Dios. Es a través de él que nos es dado todo, y es en él que el Padre desea llevar a la plenitud al universo entero (v. 10). Fascinado de esta visión grandiosa, el autor de la carta dirige luego una oración por sus lectores, que han creído en Cristo y permanecen fieles a él (el término griego pístis puede significar tanto fe como fidelidad), para que Dios les abra los ojos y puedan comprender siempre mejor la grandeza a la cual han sido llamados (vv. 15-18).

 

 

El evangelio (Jn 1,1-18) es el prólogo del cuarto evangelio: un poema a la Palabra de Dios que orginariamente fue un himno cristiano de las primeras comunidades. Juan inicia con las mismas palabras del primer libro de la Biblia: "en el principio". Ciertamente quiere poner en relación el inicio absoluto de todo con el misterio de Jesús de Nazaret, definitiva Palabra del Padre. Desde el inicio el texto proclama la existencia de una persona divina, que es la Palabra, igual a Dios mismo, que lo expresa y revela, que crea y que santifica todo: "Al principio existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ya al principio ella estaba junto a Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir" (Jn 1,1-3). Tanto el Antiguo Testamento como el evangelista Juan afirman la centralidad de la Palabra en el proyecto creador de Dios. Dios ha creado todo por la Palabra. Todo cuanto existe es palabra suya. Por eso para el creyente escuchar es una forma de existir, es acoger la vida que siempre nos viene donada por Dios. Esta Palabra creadora se manfiestó, una y otra vez en la historia, a través de los profetas, como palabra de vida y de salvación: "En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (Jn 1,4). La palabra es medio de comunicación, es expresión del ser, condición del diálogo. Dios tiene una palabra, una palabra de su misma condición divina con la cual ha creado todo cuanto existe y ha llegado a los hombres comunicándoles su vida y su proyecto de salvación

El punto más alto del himno joánico se encuentra en el v. 14: "Y la Palabra se hizo carne y habitó (literalmente: "puso su tienda") entre nosotros". La Palabra creadora y omnipotente entra en la historia asumiendo la condición frágil y mortal de todo hombre. El término "palabra" traduce un término griego muy rico, logos, que puede significar también "proyecto, razón, sabiduría". Probablemente Juan alude al mismo tiempo a la palabra creadora del Génesis, a la sabiduría de los escritos sapienciales bíblicos, y a la razón del universo de la filosofía griega. El término "carne" (griego: sarx) evoca precisamente esa dimensión de caducidad y debilidad con la cual la Palabra se hace presente en el mundo. La afirmación de Juan resume magistralmente el misterio del Dios-con-nosotros, el camino histórico de Dios a través de Jesús de Nazaret. En Cristo se encuentra la razón del universo, la plenitud de cuanto existe, el sentido de la historia y la revelación de los caminos de Dios. Lo que es propio de todo hombre, ser "carne", se afirma ahora de la Palabra eterna y divina. Dios ha colocado su "tienda" en la historia de los hombres, en la debilidad de la carne de Jesús de Nazaret.  El lugar privilegiado de la presencia divina no es ya la tienda del desierto (Ex 33,7-10; 40,35), ni el grandioso templo de Jerusalén (1Re 8,10), sino la existencia histórica y el triunfo pascual de Jesús. Con razón la comunidad cristiana puede decir de él, "hemos visto su gloria", la gloria de Dios que revela su poder salvador en favor de los hombres, "la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de la gracia de la verdad" (Jn 1,14).

Al final del poema leemos esta afirmación: “A Dios nadie lo ha visto nunca. Es el Hijo Unico, que está en el seno del Padre, quien lo ha revelado (exegéomai)” (v. 18). La frase es gramaticalmente difícil de traducir. Juan utiliza el verbo exegéomai, de donde viene el término “exégesis”. Jesús de Nazaret, a través de sus palabras y de sus acciones, es la verdadera y única exégesis del Padre, es decir, su explicaqción, su revelación. Para el cuarto evangelio es Jesús y no Moisés el grande y último revelador de Dios. El motivo de esta afirmación es muy simple. Jesús es el Hijo Unico de Dios, su Lógos (Palabra, Pensamieto o Proyecto), que ya antes del inicio de la creación estaba totalmente vuelto hacia Dios (vv. 1-2). Este es el sentido de la partícula griega prós, la cual indica movimiento, y no como usualmente se traduce en nuestras Biblias: “estaba junto a Dios”. Esta Palabra, ella misma era Dios (v. 2). El evangelista toma prestado el lenguaje veterotestamentario de la Sabiduría para hablar de la actividad del Verbo en la creación y de su función de revelador. Como la Sabiduría en Eclo. 24 (primera lectura), el Lógos “pone su tienda entre nosotros” (v. 14). El, que ya al principio era la vida de todo cuanto existe, la luz de la verdad que brilla en las tinieblas de la ignorancia, ahora en su humanidad nos da el poder de “llegar a ser hijos de Dios” (v. 12), y nos comunica gracia y verdad (las dos características de Dios mencionadas antes, jésed y ´emet) porque su humanidad hace visible la gloria, es decir, la manifestación de Dios (v. 14). El prólogo de Juan constituye la síntesis de toda la teología del cuarto evangelio: el Hijo de Dios desciende hasta nosotros para poder elevarnos hasta Dios. El seno (kolpos) del Padre (1,18) es el lugar donde Jesús habita (cf. Jn 1,38) y es allí adónde conduce a quienes, como el díscipulo amado, que en la última cena se recostó en su seno (kolpos) (Jn 13,23), creen en él y viven en él, como los sarmientos en la vid (Jn 15,1-18).

 

   El recién nacido de Belén es la Palabra, el Hijo de Dios, perfecta revelación del Padre. Es la gran paradoja del misterio de la Navidad: la Palabra de Dios se manifiesta hoy en un niño que no sabe hablar. Y sin embargo, Jesús de Nazaret, en su humanidad, nos revela a Dios infinitamente más que cualquier visión sobrenatural o discurso humano por profundo que sea. Dios se hace hombre y la navidad nos impone a todos una exigencia: hacernos también nosotros cada día más humanos, más respetuosos de la dignidad del hombre, porque sólo así seremos cada día más semejantes al Dios vivo que ha querido compartir nuestra condición.