CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

(Ciclo B)

2 Sam 7,1-5.8b-12.14a.16

Rom 16,25-27

Lc 1,26-38

El último domingo del tiempo de adviento la liturgia de la palabra gira en torno al tema de la presencia de Dios en la historia. Al rey David, que quiere construir al Señor un templo, Dios mismo le recuerda que será él quien se construirá una casa estable y eterna, caminando en la historia del pueblo y habitando en medio de él (primera lectura). El proyecto salvador de Dios para la humanidad es, en efecto, iniciativa gratuita suya en Cristo Jesús. Y, por tanto, recapitular en Cristo todas las cosas constituye el auténtico sentido de la historia (segunda lectura). En sintonía con la primera lectura también el evangelio de hoy da testimonio de la voluntad de Dios de hacerse presente en la historia de los hombres. Aquí no es David, sino María, en la plenitud de los tiempos, la destinataria de la palabra del Señor. Su acogida gozosa de las promesas de Dios y su disponibilidad para ser “sierva” del proyecto divino, hacen posible la llega definitiva de la salvación en el mundo (evangelio).

La primera lectura (2Sam 7,1-5.8b-12.14a.16) recuerda la antigua promesa de Yahvéh a David asegurándole una descendencia. Se trata de un texto fundamental para comprender la teología mesiánica de la Biblia. Representa el vértice de toda la historia de David. Su verdadera grandeza no está en sus proezas militares o en su sagacidad política, sino en esta promesa que recibe de parte de Dios. El texto juega con el doble sentido de la palabra “casa” (en hebreo: bayit), que puede significar tanto el edificio material como la dinastía monárquica. El rey quiere construir al Señor una “casa”, es decir, un templo grandioso en Jerusalén, la capital apenas construida (vv. 1-2). Al deseo del rey se opone la decisión de Dios manifestada a través de Natán el profeta: “¿Me vas a edificar tú una casa para que yo habite? No he habitado en una casa desde el día en que hice subir a los israelitas de Egipto hasta el día de hoy, sino que ido de un lado para otro en una tienda... Yahvéh te anuncia que Yahvéh te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas y consolidaré el trono de su realeza ” (vv. 5-6.11-12). El Señor no quiere ser limitado en un espacio sagrado, sino que desea estar presente siempre en la historia de los hombres, simbolizada aquí por la descendencia davídica.

David ha querido construir un templo para el Señor: lo ha querido colocar en un ámbito espacial, que fueRA como el centro de atracción, inmóvil y permanente, para toda la nación. Pero Yahvéh se ha revelado a su pueblo en movimiento, haciéndolo salir de Egipto, conduciéndolo por el desierto, introduciéndolo en la tierra. Ahora que el pueblo está ya sedentarizado Dios quiere conservar su condición de Dios-en-camino, que peregrina y acompaña al pueblo. Al deseo de David, de construir al Señor una casa material, se contrapone la palabra de Dios que promete fundar una casa en la historia, una dinastía que se consolidará gracias a su promesa y que él mismo acompañará en su peregrinar histórico hasta el final. Dios prefiere el tiempo al templo. La historia sigue siendo la auténtica y permanente casa de Dios. La historia humana de una dinastía en un pueblo será el ámbito dinámico de la presencia y revelación de Dios. David no puede dar estabilidad a Yahvéh, encerrándolo en un espacio sagrado; Yahvéh, en cambio, sí dará estabilidad a David en medio del devenir de la historia humana.

La segunda lectura (Rom 16,25-27) es una doxología solemne con la cual la comunidad cristiana expresa su estupor delante del misterio de la encarnación, y que prepara muy bien lo que será la próxima liturgia de la Navidad. En ella resuena el eco de la alabanza de la Iglesia al Dios eterno y sabio, que ha querido manifestarse en la plenitud de los tiempos en Cristo Jesús, ofreciendo en él la salvación a toda la humanidad. Se trata del misterio “escondido desde la eternidad”, pero “manifestado ahora por medio de las Escrituras proféticas” (vv. 25-26). Un misterio ahora revelado y manifestado: Dios ha llevado la historia a su plenitud con la venida de su Hijo Jesucristo, clave y sentido de la historia universal y del destino de cada hombre.

El evangelio (Lc 1,26-38) es la realización plena de la profecía de Natán. La visita del ángel a María de Nazaret, anunciándole el nacimiento de Jesús, se orienta en sintonía con la antigua promesa hecha a David: “el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la descendencia de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1,32-33). En aquella pequeña aldea de Galilea, lejos de las grandes instituciones religiosas de Israel, Dios anuncia su intervención decisiva en la historia. Ahora la promesa no se hace a David, el rey, sino a María, la Virgen, la “llena de gracia” (v. 28). Ella es ahora la nueva Sión, la verdadera Jerusalén de cuyo seno santísimo nacerá para toda la humanidad “el Hijo del Altísimo” (v. 32). Sobre ella vendrá el Espíritu (v. 35), la fuerza y la vida de Dios, como al inicio de la creación (Gen 1,2), pues el que nacerá de ella “será santo y se llamará Hijo de Dios” (v. 35). La alianza entre Dios e Israel encuentra en ella la expresión más alta: “el Señor está contigo” (v. 28). María, “sierva del Señor” (v. 38), gozosamente disponible a los planes de Dios, se convierte en la morada definitiva del Dios Altísimo.

La presencia divina en la historia, anunciada por Natán y por tantos otros profetas, llega a su momento culminante a través de María: la descendencia de la dinastía de David, es decir, la historia de la salvación del antiguo Israel, alcanza ahora, a través de la Virgen de Nazaret, su plenitud. El centro de interés del relato es la concepción por obra del Espíritu Santo, es decir, la proclamación de la presencia divina en la carne de Jesús, el hijo de María de Nazaret. La fe pascual de la Iglesia contempla a Jesús antes de su nacimiento y proclama su origen y naturaleza divina. Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, resucitado y entronizado en la gloria. Dios había prometido construirse una casa para habitar en medio de los hombres para siempre. Esa casa es Jesús. En él Dios encuentra a la humanidad, y la humanidad entera encuentra la salvación de Dios. La Palabra de Dios nos prepara así al misterio de la Navidad. Misterio paradójico y desconcertante: la salvación ha llegado y Dios se ha hecho presente en la sencillez y la pobreza de la historia de los hombres.