Oficio
dirigido por Artigas al gobierno de Paraguay, el 7 de Diciembre de 1811.
Historiando
la insurrección de la Banda Oriental, escribe Artigas:
El temor de
retroceder en la senda de la libertad, hace que los países que han vivido tiranizados se
fraccionen bajo el mando de gobiernos propios. Los elementos que debían cimentar la
existencia política de la Provincia Oriental se hallaban esparcidos entre las mismas
cadenas y sólo faltaba ordenarlos para que operasen.
Yo fui
testigo así de la bárbara opresión bajo que gemía toda la Banda Oriental, como de la
constancia y virtudes de sus hijos, conocí los efectos que podía producir y tuve la
satisfacción de ofrecer al gobierno de Buenos Aires que llevaría el estandarte de la
libertad hasta los muros de Montevideo siempre que se concediese a estos ciudadanos
auxilio de municiones y dinero.
"No me
engañaron mis esperanzas, y el suceso fue prevenido por uno de aquellos acontecimientos
extraordinarios que rara vez favorecen los cálculos ajustados. Un puñado de patriotas
orientales, cansado de humillaciones, había decretado ya su libertad en la villa de
Mercedes... Se me mandó inmediatamente a esa Banda con algunos soldados debiendo
remitirse hasta el número de 3.000 con lo demás necesario para un ejército de esta
clase; en cuya inteligencia proclamé a mis paisanos convidándolos a las armas: ellos
prevenían mis deseos y corrían de todas partes a honrarse con el título de soldados de
la patria, organizándose militarmente en los mismos puntos donde se hallaban cercados de
sus enemigos, en términos que en muy poco tiempo se vio un ejército nuevo cuya sola
divisa era libertad... No eran los paisanos sueltos, ni aquellos que debían su existencia su jornal o sueldo, los solos que se movían;
vecinos establecidos, poseedores de buena suerte y de todas las comodidades que ofrece
este suelo, eran los que se convertían repentinamente en soldados; los que abandonaban
sus intereses, sus casas, sus familias; los que iban acaso por primera vez a presentar su
vida a los riesgos de una guerra; los que dejaban acompañados de un triste llanto a sus
mujeres e hijos; los que sordos a la voz de la naturaleza, oían sólo de la patria.
Los
restos del ejército de Belgrano que retornaban de esa provincia feliz fueron destinados a
esta Banda y llegaban a ella cuando los paisanos habían libertado ya su mayor parte,
haciendo teatro de sus triunfos al Colla, Maldonado, Santa Teresa, San José y otros
puntos: yo tuve el honor de dirigir una división de ellos con solo doscientos cincuenta
soldados veteranos y llevando con ellos el terror y el espanto a los ministros de la
tiranía hasta las inmediaciones de Montevideo, se pudo lograr la memorable victoria del
18 de mayo en los campos de Las Piedras, donde mil patriotas, armados en su mayor parte de
cuchillos enastados, vieron a sus pies novecientos sesenta soldados de las mejores tropas
de Montevideo perfectamente bien armados; y acaso hubieran dichosamente penetrado dentro
de sus soberbios muros, si yo no me hubiera visto en la necesidad de detener sus marchas
al llegar a ella, con arreglo a las órdenes del jefe del ejército.
Entonces
dije al gobierno que la patria podía contar con tantos soldados cuantos eran los
americanos que contaba la campaña, y la experiencia ha demostrado sobrado bien que no me
engañaba.
La
junta de Buenos Aires reforzó el ejército de que fui nombrado supremo jefe y que
constaba en el todo de 1.500 veteranos y más de cinco mil vecinos armados; y no
habiéndose aprovechado los primeros momentos después de la acción del 18, en que el
terror había sobrecogido los ánimos de nuestros enemigos, era preciso pensar en un sitio
formal a que el gobierno se determinaba.
Así
nos vimos empeñados en un sitio de acerca de cinco meses, en que mil y mil accidentes
privaron de que se coronasen nuestros triunfos, a que las tropas estaban siempre
preparadas. Los enemigos fueron batidos en todos los
puntos y en repetidas salidas no recogieron otros frutos que una retirada
vergonzosa dentro de los muros que defendían su cobardía.
Nada se
tentó que no se consiguiese: multiplicadas operaciones militares fueron iniciadas para
ocupar la plaza, pero sin llevarlas a su término, ya porque el general en jefe creía que
se presentaban dificultades invencibles, o debía esperar órdenes señaladas para
tentativas de esta clase, ya por falta de municiones, ya finalmente porque llegó una
fuerza extranjera a llamar nuestra atención.
Yo no
sé si 4.000 portugueses podrían prometerse alguna ventaja sobre nuestro ejército,
cuando los ciudadanos que lo componían habían redoblado su entusiasmo y el patriotismo
elevado los ánimos hasta un grado incalculable. Pero no habiéndoseles opuesto en tiempo
una resistencia, esperándose siempre por momentos un refuerzo de 1.400 hombres y
municiones que había ofrecido la Junta de Buenos Aires desde la primera noticia de
irrupción de los limítrofes, y habiéndose emprendido últimamente varias negociaciones
con los jefes de Montevideo, nuestras operaciones se vieron como paralizadas a despecho de
nuestras tropas, y los portugueses casi sin oposición pisaron con pie sacrílego nuestro
territorio hasta Maldonado.
En esta
época desgraciada, el sabio gobierno de Buenos Aires creyendo de necesidad retirar su
ejército con el doble objeto de salvarle de los peligros que ofrecía nuestra situación
y de atender a las necesidades de las otras provincias; y persuadiéndose a que una
negociación con Elío sería el mejor medio de conciliar la prontitud y seguridad de la
retirada con los menores perjuicios posibles a este vecindario heroico, entabló el
negocio que empezó al momento a girarse por medio del señor José Julián Pérez, venida
de aquella superioridad con la bastante autorización para el objeto.
Estos
beneméritos ciudadanos tuvieron la fortuna de trascender la substancia del todo, y una
representación absolutamente precisa en nuestro sistema, dirigida al señor general en
jefe auxiliador, manifestó en términos legales y justos ser la voluntad general no se
procediese a la conclusión de los tratados sin la anuencia de los orientales cuya suerte iba a decidirse. A consecuencia de esto fue
congregada la asamblea de los ciudadanos por el mismo jefe auxiliador, y sostenido por
ellos mismos y el excelentísimo señor representante, siendo el resultado de ella
asegurar estos dignos hijos de la libertad que sus puñales eran la única alternativa que
ofrecían al n vencer; que se levantase el sitio de Montevideo solo con el objeto de tomar
una posición militar ventajosa para poder esperar a los portugueses, y que en cuanto a lo
demás respondiese yo del feliz resultado de sus afanes, siendo evidente haber quedado
garantido en mí desde el gran momento en que forjó su compromiso.
Yo
entonces, reconociendo la fuerza de su expresión y conciliando mi opinión política
sobre el particular con mis deberes, respeté las decisiones de la superioridad sin
olvidar el carácter de ciudadano y sin desconocer el imperio de la subordinación,
recordé cuánto debía mis compaisanos. Testigo de sus sacrificios, me era imposible
mirar su suerte con indiferencia y no me detuve en asegurar del modo más positivo cuánto
repugnaba se les abandonase en un todo. Esto mismo había ya hecho conocer al señor
representante y me negué absolutamente desde el principio a entender en nos tratados que
consideré inconciliables con nuestras fatigas , muy bastantes a conservar el germen de
las continuas disensiones entre nosotros y la corte de Brasil y muy capaces por sí solos
de causar la dificultad en el arreglo de nuestro sistema continental.
Seguidamente
representaron los ciudadanos que de ninguna manera podían serles admisibles los
artículos de la negociación; que el ejército auxiliador se tornase a la capital si así
lo ordenaba aquella superioridad; y declarándome su general en jefe, protestaron no dejar
la guerra en esta Banda hasta extinguir en ella a sus opresores o morir dando con su
sangre el mayor triunfo a la libertad.
En
vista de esta, el excelentísimo señor representante determinó una sesión que debía
tenerse entre dicho señor, un ciudadano particular y yo: en ella se nos aseguró haberse
dado ya cuenta de todo a Buenos Aires y que esperásemos la resolución, pero que
entretanto estuviésemos convencidos de la entera adhesión de aquel gobierno a sostener
con sus auxilios nuestros deseos; y ofreciéndosenos a su nombre toda clase de socorros,
cesó por aquel instante toda solicitud.
Marchamos
los sitiadores en retirada a San _José y allí se vieron precisados los bravos orientales
a recibir el gran golpe que hizo la prueba de su constancia: el gobierno de Buenos Aires
ratificó el tratado en todas sus partes yo tengo de incluir a V.S. un ejemplar:
por él se priva de un asilo a las almas libres en toda la Banda Oriental y por él se
entregan pueblos enteros a la dominación de aquel mismo señor Elío bajo cuyo yugo
gimieron. ¡Dura necesidad!
En
consecuencia del contrato, todo fue preparado y comenzaron las operaciones relativas a
él.
Permítame
V.S. otra vez que recuerde y compare el glorioso 28 de febrero con el 23 de octubre, día
en que se tuvo la noticia de la ratificación; ¡que contraste singular presenta el
prospecto de uno y otro! El 28, ciudadanos heroicos haciendo pedazos las cadenas y
revistiéndose del carácter que les concedió la naturaleza y que nadie estuvo autorizado
para arrancarles: el 23 esos mismos ciudadanos unidos a aquellas cadenas por un gobierno
popular.
Aunque
los sentimientos sublimes de los ciudadanos orientales en la presente época , son
bastante heroicos para darse a conocer por sí mismos, no se les podrá hallar todo el
valor entretanto que no se comprenda el estado de estos patriotas en el momento en que
demostrándolo daban la mejor prueba de serlo.
Habiendo
dicho que el primer paso de su libertad era el abandono de sus familias, casas y
haciendas, parecería que en él habían apurado sus trabajos: pero este no era más que
el primer eslabón de la cadena de desgracias que debía pesar sobre ellos durante la
estadía del ejército auxiliador: no era bastante el abandono y detrimento consiguiente:
esos mismos intereses debían ser sacrificados también. Desde su llegada el ejército
recibió multiplicados donativos de caballos, ganado y dinero; pero sobre esto era preciso
tomar indistintamente de los hacendados inmenso número de las dos primeras especies; y si
algo había de pagarse, la estrechez, la escasez de caudales del Estado impedía
verificarlo; los pueblos enteros habían de ser entregados al saco horrorosamente, pero
sobre todo la numerosa y bella población de
extramuros de Montevideo, se vio completamente saqueada y destruida; las puertas mismas y
ventanas, las rejas, todas fueron arrancadas; los techos eran deshechos por el soldado que
quería quemar las vigas que lo sostenían ; muchos plantíos acabados: los portugueses
convertían en páramos los abundantes campos por dónde pasaban, y por todas partes se
veían tristes señales de desolación. Los propietarios habían de mirar el exterminio
infructuoso de sus caros bienes cuando servían a la patria de soldados: y el general en
jefe se creía en la necesidad de tolerar estos desórdenes por la falta de dinero para
pagar las tropas; falta que ocasionó que desde nuestra Revolución y durante el sitio no
recibiesen los voluntarios otro sueldo , otro emolumento que 5 pesos, y que muchos de los
hacendados gastasen de sus caudales para remediar la más miserable desnudez a que una
campaña penosísima había reducido al soldado: no quedó, en fin, alguna clase de
sacrificios que no se experimentase, y lo más singular de ello era la desinteresada
voluntariedad con que cada uno los tributaba, exigiendo sólo por premio el goce de su
ansiada libertad: pero cuando creían asegurarla, entonces, entonces, era cuando debían
apurar las heces del cáliz amargo: un gobierno sabio y libre, una mano protectora a que
se entregaban confiados, había de ser la que los condujese de nuevo a doblegar la cerviz
bajo el cetro de la tiranía.
Esa
corporación respetable, en la necesidad de privarnos del auxilio de sus bayonetas, creía
que era preciso que nuestro territorio fuera ocupado por un extranjero abominable o por su
antiguo tirano; y pensaba que asegurándose la retirada de aquél , se negociaba con
éste, y protegiendo en los tratados los vecinos, aliviaba su suerte, si no podía evitar
ya males pasados. Pero acaso ignoraba que los orientales habían jurado en lo hondo de su
corazón un odio irreconciliable, un odio eterno a toda clase de tiranía; que nada era
peor para ellos que haber de humillarse de nuevo, y que afrontarían la muerte misma antes
que degradarse del título de ciudadanos que habían sellado con su sangre: ignoraba sin
duda el gobiernohasta dónde se elevaban estos sentimientos, y por desgracia fatal no
teníanen él los orientales un representante de sus derechos imprescriptibles; sus votos
no habían podido llegar puros hasta allí, ni era calculable una resolución que casi
podría llamarse desesperada: entonces el tratado se ratificó y el día 23 vino."