A lomo de palabra / 134

Entrevista a Ricardo Magdaleno Rodríguez

Gustavo Arturo de Alba

Hacienda defiende el caso Serfin

Juan Castaingts Teillery

Arrieros somos, y en el camino andamos

Xavier A. López de la Peña

Periodistas, políticos y opinión pública en la conformación del espacio público y político

Salvador de León Vázquez

Ellos saben cómo hacerlo

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¿El misterio del cosmos?

E. Miret Magdalena

Elecciones en el Estado de México (Disponible sólo en formato PDF)

Roy Campos Esquerra y Federico Rosas Barrera

Los movimientos sectarios

Marco Antonio Venegas M.

A lomo de palabra

Germán Castro

Correspondencia con Don Gus

Gilberto Calderón Romo

Aguascalientes en Cifras

Carlos Reyes Sahagún

“Con las debidas reservas...”

Isidoro Cárdenas Rodríguez

Germán Castro

Grave

Hace un par de meses comenzó a circular el quinto número de la revista semestral CALEIDOSCOPIO que publica la Universidad Autónoma de Aguascalientes (por cierto, va una felicitación Jesús Gómez Serrano y a los colaboradores de CALEIDOSCOPIO por la Mención Honorífica que la revista obtuvo en el VI Premio Arnaldo Orfila Reynal a la edición universitaria, convocado anualmente por la ANUIES y la Universidad de Guadalajara). En el último número de dicha revista uno puede encontrar un artículo que difícilmente puede leerse sin acabar del plano deprimido; el texto al que me refiero se titula “Niveles de alfabetización en la UAA”, lo firman María Teresa Fernández y Margarita Carvajal, y da cuenta de una investigación que ambas maestras realizaron durante 1997 y 1998, con el objetivo de indagar los niveles de alfabetización (entendida como dominio de la lectura y la escritura) que los estudiantes de la UAA pueden alcanzar frente a un texto. Para ello, para ello emplearon una muestra conformada por los estudiantes de los semestres 1º, 5º y 10º de 13 de las carreras que ofrece la Universidad.

Bueno, primero hay que señalar lo obvio: este texto parte de que en la alfabetización hay niveles, es decir, no sólo un “sí” o un “no” ante el cuestionamiento de si sabe usted leer y escribir. Me artevo, a continuación, a esquivar con toda irresponsabilidad el marco conceptual que las autoras utilizan para entrar de lleno a algunos resultados del estudio. Para decirlo en pocas palabras: resulta que un tercio de los estudiantes de la UAA se ubican en el nivel de Analfabetas funcionales. ¿Que qué es eso del analfabetismo funcional...?; fácil: es la pérdida o deterioro de las habilidades de leer y escribir por falta de uso o práctica poco sistemática. O sea: una tercera parte de la muestra estudiada no tienen nada que hacer en una Universidad, para decirlo de la manera menos ruda posible.

Quedamos pues en que el 33.3% de los estudiantes son analfabetas funcionales... Bueno, un 48.1% están un poco mejor, pero sólo un poco al ubicarse en el nivel deAlfabetización Básica, esto es, aquella que permite la familaridad general con la naturaleza y función de la lectura y la escritura. O para decirlo en cristiano, la alfabetización básica es algo que uno debe esperar mínimamente de un chamaco que termine la primaria. Es bueno saber que la mitad de los alumnos de la UAA pueden localizarse en el nivel de alfabetización básica, claro que no lo es tanto si uno recuerda que la UAA ofrece educación superior.

El siguiente nivel, el de la alfabetización funcional, sólo lo alcanzó poco menos del 20% de la muestra, en tanto que únicamente el 0.4% de los estudiantes pudieron ubicarse en el nivel Alfabetización de Élite, es decir, cuando un sujeto logra formar e interpretar textos especializados con un dominio experto.

Sin ánimo de molestar a nadie, repito: mientras el 33.3% de los estudiantes de la Universidad Autónoma de Aguascalientes son analfabetas funcionales, sólo el 0.4% se ubican en el nivel Alfabetismo de Élite.

El trabajo de Tere Fernández y de Margarita Carvajal también brinda resultados clasificados por Centro, de tal suerte que si ustedes consiguen la más reciente edición de la revista CALEIDOSCOPIO podrán leer y saber en qué Centro hay más analfabetas funcionales, dato irrelevante pero muy útil a la hora de molestar a los amigos.

Cito textualmente algunas de las conclusiones del estudio: “Estos datos invitan a la reflexión acerca de qué es lo que se hace con los alumnos en lo relativo a los procesos de lectura y escritura en su tránsito por el sistema educativo mexicano...

“Se supone que cuando un alumno finaliza el 4º grado de primaria es un sujeto alfabetizado por lo menos en un nivel básico, y que conforme va avanzando en escolaridad y en madurez va desarrollando cada vez más habilidades de lectura y escritura hasta llegar a un dominio experto, es decir, a un nivel de alfabetización de élite.

“Sin embargo, lo que se encuetra es que la mayoría de los alumnos, al llegar a la universidad, independientemente del semestre que cursen, no han pasado del nivel adquirido en la primaria e incluso han retrocedido”.

En fin, después de leer este interesante estudio de Tere Fernández y Margarita Carvajal, sólo puedo pensar que si el nivel de reprobación en la UAA no anda por el 30%, entonces por el mundo anda suelto mucho ingeniero iletrado, ejércitos de contadores públicos que consultan la miscelánea fiscal con la ayuda de sus hijos de primaria, chorros de abogados analfabetas y quién sabe qué más...

Quedarse en la depresión sería lo más sencillo, así que mejor sería complicarse un poco más la vida y plantear algunas vías de solución al grave problema. La cuestión, por supuesto, requiere de medidas integrales, sin embargo uno no puede quedar cruzado de brazos mientras los tantos se ponen de acuerdo, de tal suerte que nada de desechable sería proponer acciones granito de arena. Por otra parte, justo resulta aquilatar la labor editorial que la UAA lleva a cabo, toda vez que la práctica de lectura requiere de materiales. Dejo, pues, hasta aquí el planteamiento como invitación y, claro, como compromiso de buscarle el hilo a la madeja.

Aunque de moda, harto recomendable

Como Gunter Grass, Carlos Fuentes o el propio Jorge Luis Borges, José Saramago (escritor portugués nacido en 1922) es un genio de la literatura universal contemporánea que no requiere de un premio nobel para trascender. Sin embargo, él sí ya lo ganó.

Con José Saramago, en nuestro país volvió a ocurrir el fenómeno tantas veces presenciado: al obtener el Premio Nobel de Literatura, sus libros comenzaron a venderse. Alfaguara reeditó sus primeras novelas y, el colmo, muchos comenzaron a jurar a la menor provocación que era uno de sus autores preferidos, porque, but of course, va mi reino por estar a la moda. En realidad, Saramago era un autor más bien desconocido para el gran público mexicano (ojo: el gran público mexicano, tratándose de lectores seguramente no llega a los quinientos mil, es decir, menos de un 5% de la población total). Sus primeros libros sólo se podían encontrar en Seix Barral y llegaban pocos. Además, los suplementos culturales no lo pelaban gran cosa.

Yo leí por primera vez a Saramago gracias a Jesús Anaya, uno de los mejores editores con que cuenta este país, de hecho ahora dirige Planeta México. Su recomendación, claro, fue Historia del cerco de Lisboa, una novela obligada para quines se dedican al negocio de los libros. No hablaremos de tal novela en esta ocasión, porque ahora quiero invitarlos a que lean una obra reciente del único escritor portugués que ha ganado el Nobel, me refiero a la novela Todos los nombres.

Sin despliegues complejos de estructura, porque se trata de una historia narrada linealmente y desde la perspectiva de un protagonista único; sin pretender ingentes galerías de personajes, porque en Todos los nombres no intervienen más de diez; sin tremendismos ni juegos barrocos de lenguaje, porque está escrita con una plucritud casi química; sin coquetearle a la actualidad, vámos: sin densidad alguna… así, sencillamente, Saramago consigue una obra maestra.

En Todos los nombres se cuenta la historia de un empleado menor de la Conservaduría General del Registro Civil. Su nombre...: don José. Su chamba, aparcada en el terreno de lo archivístico, reescribir, copiar, ordenar, esas actas que dan fe de sucesos sociodemográficos como nacimientos, muertes, divorcios y demás eventos que van plagando el curriculm con datos y nuestras biografías de cicatrices. Conviven con todos los nombres, los muertos y los vivos, las viudas y los divorciados… José Saramago es travieso: en Todos los nombres únicamente aparece un solo apelativo: don José..., nadie más tiene nombre.

La vida de don José es más bien gris, sin altibajos, aburrida incluso. Pero su única diversión y un accidente dan pie a una hermosísima aventura de amor. Por supuesto, no voy a contarles los nudos dramáticos de la novela, sería tanto como desatarlos; tampoco les explicaré el cándido accidente que enroló a don José en su personal epopeya, sí en cambio me animo a decir que Todos los nombres tiene seguramente varias lecturas. Una de ellas es la crítica despiadada no sólo a la burocracia, sino a la cohesión social que toda estructura estatal requiere. Otra perspectiva clara es la netamente romántica, porque en Todos los nombres se plasma una búsqueda relevante: la de un individuo que, sin ser héroe, se quiere encontrar a sí mismo en otro.

¿Ahogado en un mar de información? ¿Siente usted que no se halla en este mundo global? ¿Le cuesta aceptar que ya no le quedan muchas opciones para alcanzar el heroísmo? ¿Anda harto de la complejidad y de lo sencillo que termina siendo aceptar que no, que no entiende nada? Le recomiendo Todos los nombres de José Saramago.

Obligado

Era de esperarse..., de hecho ambos lo advirtieron; luego de su salida de Proceso —en donde ya nada será igual— Julio Sherer y Vicente Leñero se tiraron a la escritura; el primero ya ha publicado un par de libros desde entonces, mientras que a finales de junio salió a la venta La vida que se va (Alfaguara, 1999), con la que el escritor regresa por sus fueros a la novelística.

Hoy está muy bien visto escribir reseñas sobre los libros de los cuates y quitarse de broncas afirmando: “Es una novela total”. Me parece que sí; ello podríamos decir de La vida que se va, pero también de cualquier otra novela bien escrita, en tanto que la totalidad de una novela se encuentra en su propia definición o, mejor, en su no definición: una novela debe quedar abierta hacia la totalidad. En el caso del último libro de Vicente Leñero esto es particularmente evidente. El recurso que emplea es genial y dejo el orgullo aparte para aceptar que no recuerdo ninguna otra novela que lo emplee de manera tan clara. Norma Andrade, una anciana en la mira de las Parcas, no se pone a contarle su vida a un periodista —¿quién más?—, sino sus posibles vidas, y ni siquiera todas, apenas las que la mirada y el tiempo le permiten atisvar, prever en el hubiera. El “si hubiera…” es el gran pretexto del tablado narrativo al que Leñero nos invita; y el ajedrez la pasión de la protagonista y la perfecta alegoría del coqueteo con que la anciana reinventa su pasado, hablando entre sorbo y sorbo de Martell, jugando con su escucha —nosotros— y con las palabras: “En la noche todo se vuelve cojín de ventanas, humo de ciruelas y caballo amarillo para saltar por las cuatro esquinas de una playa sin leche”.

Las infinitas alternativas reducidas a la obligación de tomar un solo camino, cada vez un solo camino, optar siempre —aunque sea por omisión— para dejar a un lado la enormidad del “¿y si hubiera?”; atractivo en su potencia, lejano desde el acto. En La vida que se va Leñero demuestra de nuevo que el arte es la fuerza más humana para liberarnos de los amarres de la finitud..., y morir en paz.