Entrevista a Ricardo Magdaleno
Rodríguez
Gustavo Arturo de Alba
Hacienda defiende el caso
Serfin
Juan Castaingts Teillery
Arrieros somos, y en el camino
andamos
Xavier A. López de la Peña
Periodistas, políticos y opinión
pública en la conformación del espacio público y
político
Salvador de León Vázquez
Ellos saben cómo
hacerlo
Miguel Molina
¿El misterio del
cosmos?
E. Miret Magdalena
Elecciones en el Estado de
México (Disponible sólo en formato
PDF)
Roy Campos Esquerra y Federico Rosas Barrera
Los movimientos
sectarios
Marco Antonio Venegas M.
A lomo de
palabra
Germán Castro
Correspondencia con Don
Gus
Gilberto Calderón Romo
Aguascalientes en
Cifras
Carlos Reyes Sahagún
Con las debidas
reservas...
Isidoro Cárdenas Rodríguez |
Germán Castro
Grave
Hace un par de meses comenzó a circular el quinto número de
la revista semestral CALEIDOSCOPIO que publica la Universidad Autónoma
de Aguascalientes (por cierto, va una felicitación Jesús
Gómez Serrano y a los colaboradores de CALEIDOSCOPIO por la Mención
Honorífica que la revista obtuvo en el VI Premio Arnaldo Orfila Reynal
a la edición universitaria, convocado anualmente por la ANUIES y la
Universidad de Guadalajara). En el último número de dicha revista
uno puede encontrar un artículo que difícilmente puede leerse
sin acabar del plano deprimido; el texto al que me refiero se titula
Niveles de alfabetización en la UAA, lo firman María
Teresa Fernández y Margarita Carvajal, y da cuenta de una
investigación que ambas maestras realizaron durante 1997 y 1998, con
el objetivo de indagar los niveles de alfabetización (entendida como
dominio de la lectura y la escritura) que los estudiantes de la UAA pueden
alcanzar frente a un texto. Para ello, para ello emplearon una muestra conformada
por los estudiantes de los semestres 1º, 5º y 10º de 13 de
las carreras que ofrece la Universidad.
Bueno, primero hay que señalar lo obvio: este texto parte de que en
la alfabetización hay niveles, es decir, no sólo un
sí o un no ante el cuestionamiento de si sabe
usted leer y escribir. Me artevo, a continuación, a esquivar con toda
irresponsabilidad el marco conceptual que las autoras utilizan para entrar
de lleno a algunos resultados del estudio. Para decirlo en pocas palabras:
resulta que un tercio de los estudiantes de la UAA se ubican en el nivel
de Analfabetas funcionales. ¿Que qué es eso del analfabetismo
funcional...?; fácil: es la pérdida o deterioro de las habilidades
de leer y escribir por falta de uso o práctica poco sistemática.
O sea: una tercera parte de la muestra estudiada no tienen nada que hacer
en una Universidad, para decirlo de la manera menos ruda posible.
Quedamos pues en que el 33.3% de los estudiantes son analfabetas funcionales...
Bueno, un 48.1% están un poco mejor, pero sólo un poco al ubicarse
en el nivel deAlfabetización Básica, esto es, aquella que permite
la familaridad general con la naturaleza y función de la lectura y
la escritura. O para decirlo en cristiano, la alfabetización básica
es algo que uno debe esperar mínimamente de un chamaco que termine
la primaria. Es bueno saber que la mitad de los alumnos de la UAA pueden
localizarse en el nivel de alfabetización básica, claro que
no lo es tanto si uno recuerda que la UAA ofrece educación superior.
El siguiente nivel, el de la alfabetización funcional, sólo
lo alcanzó poco menos del 20% de la muestra, en tanto que únicamente
el 0.4% de los estudiantes pudieron ubicarse en el nivel Alfabetización
de Élite, es decir, cuando un sujeto logra formar e interpretar textos
especializados con un dominio experto.
Sin ánimo de molestar a nadie, repito: mientras el 33.3% de los
estudiantes de la Universidad Autónoma de Aguascalientes son analfabetas
funcionales, sólo el 0.4% se ubican en el nivel Alfabetismo de
Élite.
El trabajo de Tere Fernández y de Margarita Carvajal también
brinda resultados clasificados por Centro, de tal suerte que si ustedes consiguen
la más reciente edición de la revista CALEIDOSCOPIO podrán
leer y saber en qué Centro hay más analfabetas funcionales,
dato irrelevante pero muy útil a la hora de molestar a los amigos.
Cito textualmente algunas de las conclusiones del estudio: Estos datos
invitan a la reflexión acerca de qué es lo que se hace con
los alumnos en lo relativo a los procesos de lectura y escritura en su
tránsito por el sistema educativo mexicano...
Se supone que cuando un alumno finaliza el 4º grado de primaria
es un sujeto alfabetizado por lo menos en un nivel básico, y que conforme
va avanzando en escolaridad y en madurez va desarrollando cada vez más
habilidades de lectura y escritura hasta llegar a un dominio experto, es
decir, a un nivel de alfabetización de élite.
Sin embargo, lo que se encuetra es que la mayoría de los alumnos,
al llegar a la universidad, independientemente del semestre que cursen, no
han pasado del nivel adquirido en la primaria e incluso han retrocedido.
En fin, después de leer este interesante estudio de Tere Fernández
y Margarita Carvajal, sólo puedo pensar que si el nivel de
reprobación en la UAA no anda por el 30%, entonces por el mundo anda
suelto mucho ingeniero iletrado, ejércitos de contadores públicos
que consultan la miscelánea fiscal con la ayuda de sus hijos de primaria,
chorros de abogados analfabetas y quién sabe qué más...
Quedarse en la depresión sería lo más sencillo, así
que mejor sería complicarse un poco más la vida y plantear
algunas vías de solución al grave problema. La cuestión,
por supuesto, requiere de medidas integrales, sin embargo uno no puede quedar
cruzado de brazos mientras los tantos se ponen de acuerdo, de tal suerte
que nada de desechable sería proponer acciones granito de arena. Por
otra parte, justo resulta aquilatar la labor editorial que la UAA lleva a
cabo, toda vez que la práctica de lectura requiere de materiales.
Dejo, pues, hasta aquí el planteamiento como invitación y,
claro, como compromiso de buscarle el hilo a la madeja.
Aunque de moda, harto recomendable
Como Gunter Grass, Carlos Fuentes o el propio Jorge Luis Borges, José
Saramago (escritor portugués nacido en 1922) es un genio de la literatura
universal contemporánea que no requiere de un premio nobel para
trascender. Sin embargo, él sí ya lo ganó.
Con José Saramago, en nuestro país volvió a ocurrir
el fenómeno tantas veces presenciado: al obtener el Premio Nobel de
Literatura, sus libros comenzaron a venderse. Alfaguara reeditó sus
primeras novelas y, el colmo, muchos comenzaron a jurar a la menor
provocación que era uno de sus autores preferidos, porque, but of
course, va mi reino por estar a la moda. En realidad, Saramago era un autor
más bien desconocido para el gran público mexicano (ojo: el
gran público mexicano, tratándose de lectores seguramente no
llega a los quinientos mil, es decir, menos de un 5% de la población
total). Sus primeros libros sólo se podían encontrar en Seix
Barral y llegaban pocos. Además, los suplementos culturales no lo
pelaban gran cosa.
Yo leí por primera vez a Saramago gracias a Jesús Anaya, uno
de los mejores editores con que cuenta este país, de hecho ahora dirige
Planeta México. Su recomendación, claro, fue Historia del cerco
de Lisboa, una novela obligada para quines se dedican al negocio de los libros.
No hablaremos de tal novela en esta ocasión, porque ahora quiero
invitarlos a que lean una obra reciente del único escritor portugués
que ha ganado el Nobel, me refiero a la novela Todos los nombres.
Sin despliegues complejos de estructura, porque se trata de una historia
narrada linealmente y desde la perspectiva de un protagonista único;
sin pretender ingentes galerías de personajes, porque en Todos los
nombres no intervienen más de diez; sin tremendismos ni juegos barrocos
de lenguaje, porque está escrita con una plucritud casi química;
sin coquetearle a la actualidad, vámos: sin densidad alguna
así, sencillamente, Saramago consigue una obra maestra.
En Todos los nombres se cuenta la historia de un empleado menor de la
Conservaduría General del Registro Civil. Su nombre...: don José.
Su chamba, aparcada en el terreno de lo archivístico, reescribir,
copiar, ordenar, esas actas que dan fe de sucesos sociodemográficos
como nacimientos, muertes, divorcios y demás eventos que van plagando
el curriculm con datos y nuestras biografías de cicatrices. Conviven
con todos los nombres, los muertos y los vivos, las viudas y los
divorciados
José Saramago es travieso: en Todos los nombres
únicamente aparece un solo apelativo: don José..., nadie más
tiene nombre.
La vida de don José es más bien gris, sin altibajos, aburrida
incluso. Pero su única diversión y un accidente dan pie a una
hermosísima aventura de amor. Por supuesto, no voy a contarles los
nudos dramáticos de la novela, sería tanto como desatarlos;
tampoco les explicaré el cándido accidente que enroló
a don José en su personal epopeya, sí en cambio me animo a
decir que Todos los nombres tiene seguramente varias lecturas. Una de ellas
es la crítica despiadada no sólo a la burocracia, sino a la
cohesión social que toda estructura estatal requiere. Otra perspectiva
clara es la netamente romántica, porque en Todos los nombres se plasma
una búsqueda relevante: la de un individuo que, sin ser héroe,
se quiere encontrar a sí mismo en otro.
¿Ahogado en un mar de información? ¿Siente usted que no
se halla en este mundo global? ¿Le cuesta aceptar que ya no le quedan
muchas opciones para alcanzar el heroísmo? ¿Anda harto de la
complejidad y de lo sencillo que termina siendo aceptar que no, que no entiende
nada? Le recomiendo Todos los nombres de José Saramago.
Obligado
Era de esperarse..., de hecho ambos lo advirtieron; luego de su salida de
Proceso en donde ya nada será igual Julio Sherer y Vicente
Leñero se tiraron a la escritura; el primero ya ha publicado un par
de libros desde entonces, mientras que a finales de junio salió a
la venta La vida que se va (Alfaguara, 1999), con la que el escritor regresa
por sus fueros a la novelística.
Hoy está muy bien visto escribir reseñas sobre los libros de
los cuates y quitarse de broncas afirmando: Es una novela total.
Me parece que sí; ello podríamos decir de La vida que se va,
pero también de cualquier otra novela bien escrita, en tanto que la
totalidad de una novela se encuentra en su propia definición o, mejor,
en su no definición: una novela debe quedar abierta hacia la totalidad.
En el caso del último libro de Vicente Leñero esto es
particularmente evidente. El recurso que emplea es genial y dejo el orgullo
aparte para aceptar que no recuerdo ninguna otra novela que lo emplee de
manera tan clara. Norma Andrade, una anciana en la mira de las Parcas, no
se pone a contarle su vida a un periodista ¿quién
más?, sino sus posibles vidas, y ni siquiera todas, apenas las
que la mirada y el tiempo le permiten atisvar, prever en el hubiera. El si
hubiera
es el gran pretexto del tablado narrativo al que Leñero
nos invita; y el ajedrez la pasión de la protagonista y la perfecta
alegoría del coqueteo con que la anciana reinventa su pasado, hablando
entre sorbo y sorbo de Martell, jugando con su escucha nosotros
y con las palabras: En la noche todo se vuelve cojín de ventanas,
humo de ciruelas y caballo amarillo para saltar por las cuatro esquinas de
una playa sin leche.
Las infinitas alternativas reducidas a la obligación de tomar un solo
camino, cada vez un solo camino, optar siempre aunque sea por
omisión para dejar a un lado la enormidad del ¿y
si hubiera?; atractivo en su potencia, lejano desde el acto. En La
vida que se va Leñero demuestra de nuevo que el arte es la fuerza
más humana para liberarnos de los amarres de la finitud..., y morir
en paz. |
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