El baúl de los reMedios
Es lo que se siente.
Es lo que se respira, lo que se mete bajo las sábanas de la ciudad y sujeta sus pies de barro a las cadenas absurdas de la moralina imperante.
Es lo que machacan una y otra vez los diarios en sus ocho columnas. Que si la IP está cansada de pagar los platos rotos, que si los obreros ahora sí se hartaron, que si el Gobernador va a salvar al planetita hidrocálido de un plumazo, que si el día de la libertad de expresión es una oportunidad (estúpida) de restregarle al Gobierno la independencia chayotera de los directores y los reporteros, que si la gente está cansada...
Harta.
Fastidiada.
Yo lo estoy. Además, estoy dispuesto a contagiar esta sensación.
Porque no hay nada que incite la revuelta.
Porque la revolución está atolondrada de tantas oportunidades que le ha dado a los oportunistas.
Porque el cambio sólo dio cabida a reptiles. Porque de la noche a la mañana se convirtieron en expertos en la negociación de sus convicciones.
Porque el sistema de partidos no sirve mas que para siete cosas.
Porque el PRI engaña, porque el PAN no sirve, porque el PRD no existe.
Porque estamos ciegos.
Porque estamos sordos.
Porque sólo resta esperar a que se dé la ruptura: único medio comprobado para el verdadero cambio. Para el renacimiento. O para la muerte.
Te dan risa las caras que hace José Emiliano cuando busca la mamila.
A mí también me dan risa (quizá un poco menos). Pero no porque sean chistosas. Más bien me parecen familiares.
¿Recuerdas cómo buscaba tu boca?
Algo muy parecido hay en esa búsqueda de José Emiliano hacia su comida.
Necesita alimentarse.
Yo también necesitaba el alimento de tu carne.
Y lo que se necesita es necesario buscarlo con el ansia requerida.
En fin.
Te muestro lo que acabo de escribir.
Lees.
Sonríes. No dices nada, pero sonríes.
Y me miras.
José Emiliano se está quedando dormido (como siempre). Regresas a tu labor de mover el biberón para que se termine la leche.
Te veo.
Y no me queda mas que seguir escribiendo este baúl.
Hace más de cinco meses que eso sucedió. Estábamos en La Parroquia negociando nuestros traumas. Nuestros intereses. Lo mucho o poco de cariño que se debatía entre los dos.
Hoy estoy otra vez en este café, que ya se ha convertido en mi paño de lágrimas, en el sucedáneo de familiaridad, en mi casa.
Y no puedo evitarlo.
Me muero de ganas de saber de ti.
Me muero de ganas por saber de mis hijos.
Me muero de ganas de pedir otra taza de café, pero ya llevo tres y presiento que si me tomo otra se me van a salir las lágrimas, a pesar de las reiteradas visitas de don Gus, a pesar de los comentarios mamones del tipo presumido sobre su computadora portátil, a pesar de la música sangrona, a pesar de que las nalgas ya se me han dormido por estar tanto tiempo sentado escribiendo estas líneas.
Ni modo... pido otra taza de café y me aguanto las ganas de exprimir mis ojos como si fuesen limones.
(Y convido una taza de café con cascaritas de ojo a esos bellos fantasmitas que diariamente rondan mi cabeza)
Para cuando estas líneas aparezcan, don Gustavo Sandoval y su familia ya habrán celebrado los primeros diez años de La Parroquia.
Mientras tanto, en lo que se escribe esto que se escribe, está destinado para mañana tan magno acontecimiento.
Cabe hacer un paréntesis en este diario trajinar para un par de reflexiones respecto a ese brebaje diabólico-divino-hirviente que sale de la maquinita que reposa y retoza en la barra de La Parroquia.
Gracias es poco para esas minúsculas elucubraciones de ideas y elocuencia que apenas caben en las carcomidas tazas.
Gracias es poco para don Gustavo, que no sólo ofrece esos trozos candentes a quienes buscamos cobijo, sino que tiende la plática amable, el albur fino y el doble sentido más lépero para todo aquél que se deje cachondear.
Gracias es poco para Gustavo chico, para Sergio, para Armando, para Yolanda.
Gracias es nada.
Por eso, yo no les doy las gracias por la enorme amabilidad, afabilidad y camaradería que se respira y se bebe en ese lugar.
Sólo espero que La Parroquia siga siendo ese lugar en el que las penas, el trabajo, los amores y las tragedias son más que ello acompañados del mejor café que se haya probado en la vida.
La Parroquia, estimadísimo don Gus, ha dejado de ser suya.
Porque ha prodigado tanto la hospitalidad que, poco a poco y sin sentirlo, cada una de esas mesas, cada uno de esos ceniceros, cada cuchara y cada mantel se han metido hasta los huesos de cada uno de los parroquianos.
Hemos dejado nuestras mejores lecturas, nuestros mejores puros, nuestros mejores proyectos, nuestros mejores amigos, nuestros peores momentos y una que otra lágrima en cada una de las tazas que ofrecen el preciado líquido que sustenta, para bien o para mal, la musa perdida, la conexión neuronal, la inspiración más escurridiza, la palabra faltante y la conversación amena.
Ello nos hace dueños del lugar.
Y usted, don Gus, por eso es esa especie de gurú descaradamente humano que nos guía hacia una deliciosa perdición cafeinómana que, día a día, nos lleva a dejar nuestro cambio (y dos que tres botones) en su caja registradora y en el vasito de las propinas.
La Parroquia es de nadie.
La Parroquia es de todos.
Gracias pues, a La Parroquia, por constituirse para todos nosotros, los rarísimos, excéntricos, flamboyantes y connotados parroquianos, en esa inefable extensión perdida del hogar.
(Y que conste que no busco la condonación de los más de quinientos pesos que debo y que, religiosamente, crecen, siendo apuntados implacablemente por don Gus, Gustavo y Sergio. Tarde o temprano los habré de pagar.)
Sí, esa.
La de Sexo, Pudor y Lágrimas.
No la he visto.
Pero, francamente, no me dan ganas de verla.
Lo que pasa es que ahora resulta que la gente que me conoce dice que me parezco a uno de los personajes que aparecen en ella (eso se lo tengo que agradecer a Jesús Ramírez, líder de la CROM, que fue el primero en darse cuenta del parecido).
La película de marras ha provocado que me lluevan preguntas respecto a mi vida sexual.
¿A poco eres como el güerito que sale en la película? Se me ha preguntado con una insistencia que raya en lo obsceno. Huelga decir que no respondo a semejante pregunta, aunque ganas no me faltan de iniciar el clásico esgrima verbal a la mexicana (albur, pues) para dar a entender a los ocasionales interlocutores que de aleluyo y santurrón no tengo ni la puntita del... cuero cabelludo. Al único que sí le dije de porquerías fue al Chupacabras (ese inefable muchacho que vende periódicos en la esquina de Guerrero y Nieto), quien al verme a una cuadra de distancia me gritó cual carretonero: ¡Cajuar, cajuar, juar, juar...! ¡Te pareces un chingo al cornudo de la película...!
(Quién iba a pensar que así era )
Que me despierto.
Mi corazón tamborilea desesperado en mi pecho.
Veo el reloj. Invariablemente son las dos de la mañana cuando eso sucede.
Vengo de haber padecido olas enormes. Inmensos tsunamis han precedido la angustia de ese despertar. Últimamente he soñado eso cada dos o tres días.
Y me pregunto si mi cerebro me está reclamando algo.
O es acaso que comienzo a creer en cosas que antes me provocaban risa.
La hora de las hienas se acerca. Estoy desnudo y la pradera no ofrece cobijo.
La verdad, comienzo a tener (un poco) de miedo.
Por fin, todo ha acabado.
Ahora que estoy frente a esta máquina, el cansancio me invade por completo.
Estoy al borde de la extenuación.
Y es que no ha sido para menos. Caminé como loco buscando en las calles de mi mente una razón por la cual pudiese ser menos doloroso el atropello de los sentimientos. Cavilé sobre la posibilidad de que esta infame sensación de vacío se aligerase por medio del hiperindividualismo al que soy propenso. Llegué incluso a pensar que el mayúsculo desprecio al que fui sometido era una cuenta más en el rosario de mis tragedias, y que por ende sería pasada sin mayor pena ni gloria.
Pero cuando la noche se presentó en el cielo como inexpugnable fortaleza de los miedos, mi cerebro dejó de buscar razones para estar ocupado, mis piernas comenzaron a buscar la salida de este Averno y mis ojos, otra vez, se mostraron llorosamente dispuestos a buscar su figura entre la gente.
Me lancé a caminar, sin rumbo, para verla, para escucharla decir que no era cierto.
Cometí el error de ir a su casa para preguntárselo.
Confirmado.
Todavía le llamé por teléfono. Le supliqué que no me dejara hacer lo que estaba haciendo. Que me diera otra oportunidad de intentar lo que no quería intentar. Que me quisiera como yo quería que me quisiera.
Fue en vano.
Terminé preguntándole que si era inútil que me desgajara de esa forma.
Su respuesta fue la más cruel que he escuchado: Sí, es inútil.
Y justo cuando estaba a punto de derrumbarme, en el preciso instante en el que mi corazón se quebraba, escuché la voz de alguien que creí haber olvidado. La voz de esa persona, quebrada por el llanto, rota por el dolor: Toño. Quédate con nosotros
Y me tragué todo el dolor. Me quedé callado ante el teléfono. Del otro lado, el silencio era sepulcral.
Sólo acerté a regresarle a Guadalupe un escueto ya sé que voy a hacer. Colgué sin esperar respuesta y regresé al Averno.
Y allí, con todo y la humedad reinante, las cucarachas y las arañas, lloré como un niño.
Pero mis lágrimas no eran, sorprendentemente, por Guadalupe. Todo lo que dejé salir en ese momento fue por una sola causa; por una sola voz; por aquella que alguna vez me dijo antes que nadie que me amaba y que, hasta ese momento, entendí cómo en el tamaño de su dolor abrazó mi garganta, a la de Isabel y a la de las paredes del Averno que regresaban, implacables, el sonido de mi segunda derrota.
Y lloré. Porque fui cruel con ambas. Porque a ambas les mentí.
Porque para amarlas abrevé de ellas, porque sus paisajes están intactos en mi cabeza y, ahora, los siento tan alejados de esta ciudad de imbecilidad en la que estoy atrapado.
Y, como nunca antes lo hubiese querido, la soledad, mi soledad, se sacudió el polvo de mi enorme estupidez.
Pasó hace algunos días.
Y ahora no sé qué hacer. No sé hacia dónde moverme. Ya no sé nada.
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