Para Ramón Alberto, con mi solidaridad.
Si se juzga por las apariencias, que en política son determinantes, vivimos un momento de grave deterioro de la política, de sus prácticas y su lenguaje. Está ausente el respeto que debe privar entre miembros de organizaciones opuestas, pero lo peor es que los mayores enconos se observan entre compañeros de partido, dispuestos a todo con tal de ganar.
El debate de la semana pasada entre los aspirantes a la candidatura presidencial del PRI fue más de lo mismo. Humberto Roque Villanueva y Manuel Bartlett se han quedado definitivamente atrás en la carrera en que se metieron, pero curiosamente no salieron tan mal librados del espectáculo de televisión. Uno, cabal representante de la inepta grisura de este sexenio, y el otro, reducido a cero sin un cargo público, de repente emergieron como los propositivos, los serios, los preocupados por los problemas sociales antes que por denostar al contendiente.
La actitud de Bartlett y Roque le gustó a mucha gente que los vio por televisión y así lo hicieron saber en la mayoría de las encuestas levantadas esa misma noche. Les favoreció que no entraran en la batalla de ironías y acusaciones en que se han envuelto Francisco Labastida y Roberto Madrazo, pues ya se sabe que la actitud peleonera despierta en un primer momento atención y hasta simpatías, pero después se revierte y el tono broncudo acaba por dañar más a quien lo emplea que a quien lo sufre.
Pero tal parece que Labastida y Madrazo no han acabado de entender los riesgos de haberse metido en ese berenjenal. Un día sí y otro también se lanzan acusaciones, emplean hirientes juegos de palabras y recurren a una terminología no apta para menores. En el caso del tabasqueño se puede entender que recurra a este expediente porque tiene que sacarle amplia ventaja al candidato de Los Pinos. Es algo que la oposición sabe muy bien: cuando se compite contra un enemigo que tiene en su esquina al réferi y a los jueces de su parte, la única manera de evitar un despojo es ganando por nocaut, y aún así hay el riesgo de ser descalificado por golpear abajo.
Si Madrazo tiene necesidad de actuar como fajador, no es el caso de Labastida. Quien representa a las fuerzas del orden y las tiene de su lado, malgasta sus recursos si se mete en pleitos de cantina. Y eso es precisamente lo que, seguramente mal asesorado, ha venido haciendo el sinaloense, quien ha mostrado poca serenidad frente a las embestidas de Madrazo. El resultado es que él, que debiera ser la viva imagen de la mesura y el buen trato, es presa de un ánimo rijoso que lo lleva a liarse en cuanta bronca le propone el otro. Si así va a ser como Presidente, estamos arreglados.
Pero el espíritu belicoso no es exclusivo de los priistas. En el Partido de la Revolución Democrática las cosas no andan mejor. Porfirio Muñoz Ledo no ha escatimado invectivas contra su camarada, el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, quien conoce las ventajas de actuar con indiferencia, pues en pasadas campañas electorales se manejó con una gran dignidad ante los ataques personales, los insultos y los intentos de difamación de que fue objeto. Los reporteros de la fuente capitalina atribuyen a otra causa la falta de respuesta de Cuauhtémoc, pues hacen la broma de que cuando le piden algún comentario sobre las provocaciones de Porfirio, Cárdenas responde con la acostumbrada frase de "no tengo información sobre ese asunto".
Para que exista pleito debe haber más de un pugilista. En las alturas del perredismo Porfirio no tiene respuesta, pero abundan los sargentos que lo han hecho el blanco de una guerra de lodo para que si decide abandonar su actual partido lo haga en medio de un gran desprestigio. La pretensión es vana, pues son bien conocidas las cualidades y los defectos de Muñoz Ledo como para que sus malquerientes puedan cambiar radicalmente la percepción que se tiene de un personaje tan público.
En los sótanos del PRD es donde los pleitos se deslizan sobre una gruesa capa de materia excrementicia. Zancadillas, chismes, mentiras, injurias y otras lindezas forman parte del funcionamiento interno de ese partido, de su aparato, donde todo mundo se disputa con encono no sólo las posiciones dirigentes o los cargos de elección, sino aun los objetos de materia vil, como el escritorio del vecino, la silla o el cubículo. Tal vez ahí, en las cañerías de la política pequeña, se encuentren las causas de la renuncia de Nuria Fernández, fundadora del partido del sol azteca y desde antes combatiente contra los enemigos que hoy tiene el PRD.
En el PAN los conflictos internos han sido relegados drásticamente por el empuje incontenible de Vicente Fox, quien con su pragmatismo sin escrúpulos ha pasado alegremente sobre los viejos defensores de la tradición y los apóstoles de la doctrina, perdidos en el debate sobre el número de ángeles que cabe en la punta de un alfiler mientras los bárbaros se apoderaban del partido. Cuando todo mundo esperaba una mayor resistencia de los cuadros de la vieja guardia -jóvenes y ancianos-, después de una leve escaramuza entre Diego Fernández de Cevallos y el propio Fox, todo indica que el partido en pleno se ha rendido ante el hombre de las botas y que ahora marcha tras de él, pues por primera vez parece encaminarse en serio hacia Los Pinos.
En los partidos pequeños son menos visibles los conflictos, en buena medida porque, en estricto apego a la actual legislación, están sujetos a férreos cacicazgos familiares, como ocurre con el llamado Partido Verde Ecologista de México, o tribales, como es el caso de prácticamente todos los demás.
Hay, pues, un evidente deterioro de la política, una degradación de sus prácticas, en algunos casos para avanzar hacia las metas de algunos, pero en otros, la mayoría, para conservar privilegios mezquinos, posiciones marginales, presupuestos que han hecho de los partidos políticos, en la más limitada concepción weberiana, meras fuentes de empleo, pero no instrumentos para la educación cívica de los mexicanos ni para que los ciudadanos tomen en sus manos las decisiones que les atañen.
Debemos creer que nos hallamos en una estación de paso, en un momento de transición hacia otra vida pública. A fin de cuentas, el pluripartidismo real y la democracia son fenómenos nuevos en México. Durante 40 años el PAN fue un navegante solitario que no se proponía la toma del poder, sino fungir como escuela ciudadana. Con la reforma reyesheroliana, pese al amplio espacio que se dio a los simuladores, se subieron a ese barco los comunistas y los sinarquistas. A partir de 1994 el gobierno dejó de tener todos los controles electorales y salvo por el empleo partidista de recursos públicos todo indica que ya tenemos un pie en la democracia electoral, que no necesariamente implica la democratización de sindicatos y otras organizaciones sociales, ni garantiza que los mejores mexicanos serán los gobernantes, pero que de todos modos es mejor que el régimen bajo el cual hemos vivido, con autoridades impuestas por dedazo, un sofocante monopolio del poder y un empleo arbitrario de los instrumentos del Estado.
La conclusión obligada es que la ruta hacia la democracia no es una ancha avenida, lisa y recta, sino una vereda engañosa y con abundantes baches. Recorrerla es hazaña que tienen que realizar los pueblos sin ayuda ni guías providenciales. Es aprendizaje permanente, responsabilidad compartida, confianza en las propias fuerzas, aptitud para enmendar errores y severa vigilancia sobre los profesionales de la cosa pública.
No es fácil para un pueblo que nunca ha conocido la alternancia en la Presidencia de la República y que sus mayores experiencias colectivas las tiene en el campo de la democracia plebeya, de las revoluciones. La autoeducación en estas condiciones es más dura, pero bien vale la pena asumir sin complejos esta que es, por sobre todo, una tarea de la inteligencia.