Pensamiento médico-religioso náhuatl

* Xavier A. López de la Peña

Señor Malinche: si tal deshonor como has dicho creyera que habías

de decir, no te mostrara mis dioses. Estos tenemos por muy buenos,

y ellos nos dan salud y agua y buenas sementeras y temporales

y victorias cuantas queremos; y tenémoslos de adorar y sacrificar;

lo que os ruego es que no se digan otras palabras en su deshonor.

Moctezuma

La religión constituye una característica más, propia del ser humano y cumple con el propósito de ubicar al hombre en el universo dándole seguridad frente a las poderosas fuerzas de la naturaleza, inmensamente mayores a la suya, confiriéndoles un carácter divino dentro de un marco conceptual que le dé coherencia a su pensamiento en el contexto histórico vivido. Su identidad, su destino, su entorno y hasta su propia “mismisidad” encuentran entonces explicación. Así, la religión entonces es un producto cultural más o menos elaborado que “adapta” al hombre frente a la naturaleza y hacia sí mismo dándole bienestar y seguridad interior. Este proceso «adaptativo», vía pensamiento religioso, satisface a su vez uno de los puntales inherentes a la vida: la conservación de la estructura.

De lo “natural”, reconocible pero no explicable, surge lo “sobrenatural”, el qué y por qué de las cosas, el motor de los acontecimientos, su explicación y derroteros, sus vehículos y formas diversas de expresión que a la postre se amalgaman en conductas más accesibles y en cierto modo “controlables” por el ser humano al través de su particular estructura religiosa.

De esta forma lo “sobrenatural” deja de sobrecoger y aterrorizar, es “explicable” y “controlable”, la religión se convierte en mecanismo de defensa hacia la integridad personal.

La religión proporciona fuerza, se constituye como escudo ante el medio circundante hostil y en manos de unos cuantos se convierte en forma de poder, sujeción y control de grupos humanos.

Los grandes dirigentes poseen una acentuada mística religiosa que puede canalizarse en uno u otro sentido de los extremos conceptuales de bien o de mal.

De otro lado, los conceptos religiosos carecerán de sustento de acuerdo al grado del conocimiento que se logre obtener acerca de la fenomenología que concursa en dichos hechos “divinizados” de la naturaleza, cuya explicación a través de la religión dejará entonces de tener razón. Sin embargo, mientras el hombre mantenga en su intelecto una sola incógnita sobre el Universo o sobre sí, el hueco en su pecho habrá de llenarlo siempre con el pensamiento religioso.

Si la aportación cultural de un pueblo en materia de religión contempla en su cimentación hechos en torno a la naturaleza misma y ésta conforma el ambiente en el que el hombre vive y muere, constituyéndose a su vez en parte de ella, la medicina, otra variable de su expresividad cultural mantendrá indefectiblemente vínculos indisolubles con la religión. Podrá si, apartarse en algunos puntos, pero en esencia sus nexos serán unívocos.

Si por religión entendemos el conjunto de rituales y normas morales derivadas de creencias o dogmas acerca de la divinidad, los pueblos que integraron la cultura náhuatl eran, como lo fueron muchos otros pueblos, eminentemente religiosos.

Profesaban culto a numerosas deidades lo que le hacía un pueblo politeísta por excelencia. De hecho, la concepción religiosa orientada a un sinnúmero de dioses y diosas que representaban a las fuerzas naturales y a las enfermedades mismas, les ocupaban un buen tiempo para dedicarles variados actos propiciatorios.

Formularon una serie de mitos y leyendas, creando y basando sus inquietudes en el númen creador que estaba representado por el principio dual, tan propio de la cultura náhuatl en muchísimos ordenes, combinando el principio femenino y masculino (Omecihuatl y Ometecuhtli, 2-Señora y 2-Señor que radicaban en Omeyocan 2-Lugar).

Integrando sus conceptos en la relación espacial, daban posición y orden a su ideología religiosa centrados en sí mismos. El referente antropocéntrico les ofrecía 7 puntos especialmente definidos: norte-sur y oriente-poniente en el plano horizontal; arriba-abajo en el plano vertical y en su propia persona en el plano central. Justamente el Omeyocan referido estaba situado en el plano superior enseñoreandose sobre los 12 estratos en que moraban los diversos dioses y diosas. En el primero, el más bajo, estaba un dios llamado Xiuhtecuctli, dios de los años; en el segundo la diosa tierra, Xiuhtli; en el tercero, Chalchiubtlique; en el cuarto, Tonatiuh, que es el sol; en el quinto hay cinco dioses, cada uno de diverso color, a causa de ello también Tonaloque; en el sexto, Mictlantencutli, que es dios de los infiernos; en el séptimo, Tonacateuctli y Tonacacihuatl, dos dioses; en el octavo, Tlalocantecutli, dios de la tierra; en el noveno, Quetzalcohuatzin, que también es ídolo principal; en el decimoprimero, Yohualtecutli, que quiere decir dios de la noche u oscuridad; y en el duodécimo, Tlahuzcalpantecutli, que quiere decir dios del alba del día.

El ser humano y su universo fueron productos de la voluntad divina, este es el concepto teogenésico y sobre el girarán su vida, muerte, salud, enfermedad, abundancia o escasez. La deidad creadora como simple concepción abstracta debía modelarse para su asimilación más sencilla en el pensamiento náhuatl, de atributos corporales (físicos) y espirituales (metafísicos) que dieran coherencia a sus realidades. Así, se solía representar a los dioses con características físicas humanas o antropomorfas, y de animales o zoomorfas, etc. y espirituales como modelos tomados del ser humano mismo con sus pasiones, deseos y reacciones. Dioses terriblemente conflictivos unos, como dulces y afables otros. Buenos y malos. Vengativos y coléricos y, algunos hasta enfermos como el mismo Quetzalcóatl quien estaba lleno de verrugas, con las cuencas de los ojos hundidas y la cara hinchada, con un aspecto tan desagradable que él mismo no se atrevía a presentarse ante sus súbditos, a pesar de ser un buen soberano. Otro dios enfermo era el tímido y humilde Nanahuatzin el “bubosito” que con su sacrificio en el fuego purificador a instancias de otros dioses se transformó en el mismo Sol.

Si los dioses también estaban enfermos, ¿quién mejor que ellos podía enviar la enfermedad como castigo o reproche a los seres humanos? “véngale de nuestra mano el castigo -decían los dioses- , según que a vos pereciere, ora sea enfermedad, ora otra cualquier aflicción...”; “¿O por ventura place a V.M. de hacerle un recio castigo, de que se tulla todo el cuerpo, o incurra en ceguedad de los ojos o se le pudran los miembros o por ventura sois servido de sacarle de este mundo por muerte corporal, y que se vaya al infierno, a la casa de las tinieblas y de la obscuridad, donde hemos de ir todos, donde está nuestro padre y nuestra madre la diosa del infierno y el dios del infierno?”

El enfermar y el morir era entonces el resultado del deseo divino. Los que morían de “muerte corporal” iban a la casa de las tinieblas, el Mictlán, situado en la concepción espacial náhuatl en el sexto cielo e interpretado por los sacerdotes-cronistas del siglo XVI como el infierno. Surge entonces la necesidad de mantener un comportamiento adecuado dentro del grupo, según sus costumbres, para poder agradar a la deidad, instituyéndose las normas de conducta propicias para mantener la cohesión del grupo social: “Por esto te acrecentará dios los días de la vida si vivieres largos días, si no hicieres lo que te aconsejamos, cegarás o te tullirás, o te pararás contrahecho, y eso tú mismo te lo buscarás y dios te lo dará.”

Se castigaba con lepra y otro tipo de padecimientos a todos aquellos que no guardaran ayuno en la fiesta que se celebraba cada 8 años o atlamalqualiztli, esto es, ayuno de pan y agua que se llevaba a cabo en el mes de quecholli o el de tepeilhitl. Los afectados de alguna de estas enfermedades elevaban sus ruegos al dios Titlacauan implorándole misericordia inicialmente y después, ya desesperados, subiendo de tono e insultándole por negarse a sus peticiones:

“Tenían en gran reverencia este ayuno, y en gran temor, porque decían que los que no le ayunaban, aunque secretamente comiesen y no lo supiese nadie, dios les castigaba hiriéndoles con lepra.

Y más decían que el dicho dios que se llamaba Titlacauan daba a los vivos pobreza y miseria, y enfermedades incurables y contagiosas de lepra y bubas, y gota y sarna e hidropesía, las cuales enfermedades daba cuando estaba enojado con los que no cumplían y quebrantaban el votoy penitencia a que se obligaban de ayunar, o si dormían con sus mujeres, o las mujeres con sus maridos o amigos en el tiempo de ayuno. Y los dichos enfermos estando muy penados y agraviados, clamaban rogando y diciéndole:

¿Oh dios, que os llamáis Titlacauan hacedme merced de me revelar y quitar esta enfermedad que me mata, que yo no haré otra cosa sino enmendarme; si yo fuese sano de esta enfermedad, hagoos un voto de os servir y buscar la vida, y si yo ganare algo por mi trabajo yo no lo comeré ni gastaré en otra cosa, sino que por os honrar haré una fiesta y banquete para bailar en esta pobre casa!

Y en enfermo desesperado que no podía sanar reñía enojado y decía:

¡Oh Titlacauan, puto, hacéis burla de mí! ¿Porque no me matáis? y algunos enfermos sanaban y otros morían.”


* Originario del D.F. Médico egresado de la Escuela Superior de Medicina IPN. Postgrado en Cardiología por la División de Estudios Superiores de la Facultad de Medicina de la UNAM, y especialidad en Medicina Interna por el Hospital General de México de la S.S.A. Miembro numerario de la Sociedad Mexicana de Historia y Filosofía, A.C.


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