Diario de un reportero

* Miguel Molina

Ya se acabó el mundo

Ya se acabó el mundo. Según la profecía de Nostradamus, el domingo cuatro de julio, a una hora indeterminada pero que además ya no importa, se produjo el inevitable fin del mundo, y a estas alturas escribo para nadie la crónica del último día del planeta, que fue el sábado.

Ese día me levanté temprano, vi los diarios mexicanos en internet y me fui a cortar el pelo mientras Joaquín practicaba saltos de lujo en su patineta y Vladimira se reponía de una jornada de trabajo que terminó a las siete y media de la mañana. El cielo de Londres estaba nublado, el aire era húmedo y el clima en general era caliente.

Comimos comida china, vimos las fotografías de la vacación reciente, y vimos a la gente en el centro comercial y el mercado ambulante. Parecía un fin de semana cualquiera. Descansamos, fuimos de compras, cenamos, fuimos al cine a ver La momia, y regresamos a esperar que se acabara el mundo. Por si las dudas, dejé los platos sucios en el lavadero. Todo estaba igual cuando desperté esta mañana.

Nos quedamos esperando las plagas -siete o más o menos- y las bombas nucleares y los signos en los astros, y el cataclismo y el terror, y todo lo demás que anuncia que el fin, por fin, ha llegado. Pero da lo mismo, porque ésta no es la primera vez que se acaba el mundo.

No se sabe a ciencia ciertas cuántas veces se ha anunciado el fin del mundo, pero las profecías y las alusiones en escritos vagamente esotéricos han plagado a la humanidad desde hace tiempo, años, siglos. De cuando en cuando aparece un profeta (con mayor frecuencia en Estados Unidos) que predice el apocalipsis, el nacimiento del anticristo, la venida del mesías. Y luego pasa la charola entre sus fieles, para que den lo que sea su voluntad.

· Uno de los pastores de la iglesia ha estado predicando que ya se pueden ver las señales del fin del mundo, y dice que todo se va acabar en el año dos mil- me informó Joaquín, que vive en Estados Unidos y está más expuesto que uno a ese tipo de cosas.

· No te preocupes -le dije-. Tienes que llamarlo en diciembre del dos mil para desearle infeliz navidad por sus mentiras...

Los cálculos sobre la fecha final varían, aunque invariablemente sufren ajustes de última hora cuando llega el día y no pasa nada. Un experto de la iglesia de Yahweh (con sede en Estados Unidos), entrevistado por la televisión británica, explicó que en realidad el mundo se va a acabar en abril del dos mil dos, año capicúa y todavía lejano. Para otros, la sutileza es tal que anuncian el principio del fin de los tiempos, algo, un proceso, que comenzó el domingo y puede durar hasta que -por definición- se acabe.

El caso es que cada vez que la humanidad se acerca a símbolos cronológicos o numéricos experimenta una catarsis. Un ejemplo menor son los fines de año, fechas en que uno se llena de sentimientos heroicos o malvados, y la alegría o la depresión producen cierto grado de irresponsabilidad, como si entonces -y sólo entonces- todo estuviera permitido. Pero no hay angustia colectiva.

La angustia ante la perspectiva de una catástrofe universal ha sido causa de sucidios masivos -el más antiguo que se conoce se produjo nueve siglos antes de nuestra era- de asesinatos colectivos -¿recuerda usted el más reciente?-, o de escandalosos fraudes morales o financieros en el mejor de los casos. La historia del mundo que se terminó el sábado está llena de ejemplos.

Sin embargo ahí sigue todo. Me sirvo una copa del calvados que nos regaló la familia Borgulova, un aguardiente apenas atemperado por una raja de árbol de mora, le doy un sorbo cauto. Espero. Leo la prensa otra vez. Me pregunto si las campañas de quienes buscan la presidencia de México son una señal de que se va a acabar el mundo. Me da risa.

Como el Mustang de Chucho Morales

Leer la prensa mexicana en las últimas semanas no ha sido tarea grata. Los medios dan cuenta de los actos y las palabras de media docena de políticos en busca del poder presidencial, y uno lee lo que han hecho y lo que han dicho y termina moviendo la cabeza, y mejor se asoma a la ventana y ve el patio selvático en el amanecer británico.

Unos -los aspirantes del PRI- pierden el tiempo tratando de negar su pasado neoliberal (o de algún otro tipo, según el caso) en vez de proponer lo que sea para mejor servicio de la República a la que cortejan. A la distancia, da no sé qué recordar la lista de acusaciones, fundadas o in, que pesan sobre un par de ellos. Pero no me sorprende mi falta de emoción ante la altura del debate político.

(A Jesús Morales le habría gustado que comparara el discurso de los políticos mexicanos con la potencia de su Mustang nuevo: “A cuánto lo levantas, Chucho”, le decía uno en el café. “En las rectas de Perote, como a diez centímetros del suelo”, señalaba Chucho. Ahí está. El símil no es exacto pero da bien la idea.)

Otro aspirante presidencial -el del PAN- parece pensar que el gobierno es un negocio en busca de patrón. Su propuesta política puede resumirse así: Hace falta alguien que no se ande por las ramas y llame las cosas por su nombre. Alguien decente, con profundo sentido religioso. Yo pienso estar de gira permanente por todo el país. Trabajaré en mangas de camisa. Yo soy el más cabrón de todos. Es increíble.

El del PRD -que también es del PT y será de otros- es casi la excepción. Sería el mejor candidato si tuviera un buen partido, pero es un gobernante sin brillos, que ha recibido el más feroz y continuado ataque político del sistema en la última década, y ha sido tres veces ya candidato presidencial, y no ofrece mucho, o no es claro lo que ofrece. Su propuesta se reduce a hacer lo mejor que se pueda, a combatir la corrupción, a tratar de que el país sea de todos, como dice. Pero el medio sigue siendo el mensaje.

Los demás aspirantes presidenciales, si es que hay otros, han guardado un silencio decoroso. Bastante tienen con querer lo que quieren.

Habrá que conceder, sin embargo, que los partidos no han hecho gran cosa tampoco. En general, han seguido instrucciones como los tricolores, o les ganó la inocencia como a los blanquiazules, o la cosa se les volvió desorden como a los del sol azteca.

Pero no sólo en la prensa se entera uno de cosas. Como la distancia permite cercanías que la cercanía no permite -aunque sea por gajes del oficio-, he podido conversar con funcionarios, académicos, periodistas, religiosos, intelectuales, artistas, y en ellos he hallado algo de desánimo, tonos de conformismo ante la incertidumbre o de optimismo ante las circunstancias.

“Las cosas no andan bien”, dicen entre líneas, “hay confusión”, señalan, “hay inseguridad sin adjetivos” lamentan, “hay desconfianza”, repiten, “están saqueando al país”, alertan, “el dinero no alcanza, no hay trabajo”, recuerdan, “ya solamente los ricos tienen dinero”, agregan, “a ver cómo nos va con el que viene”, se preguntan. La política como algo que hay que tolerar, una actividad desagradable pero necesaria para seguir viviendo.

Puede ser que me equivoque. Después de todo, las mías son apreciaciones de migrante, resúmenes de oídas, ecos quizá de voces interesadas, fervores de panfleto, opiniones rigoristas, veleidades románticas. Puede ser. Nadie es perfecto. No faltará algún estudio que ponga las cosas en su lugar.

Pero entonces veo la prensa y leo sobre los actos y las palabras de media docena de políticos en busca del poder presidencial, y después de leer lo que han hecho y lo que han dicho termino moviendo la cabeza y mejor me asomo a ver el patio selvático en el atardecer británico.


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