Un episodio Jónico

Xavier A. López de la Peña

En un lugar de la costa bañada por el mar Egeo, Calímaco reposaba sobre unas rocas de frente al mar. Él era un pensador y más que un pensador en sentido estricto, un hábil ejecutante de la dialéctica. Invencible en las lides de la conversación. Un «entrometido» que siempre habría de salirse con la suya en el tema que se tratase. Un personaje desgarbado con esposa pero sin hijos que solía decir ufanamente en los últimos reparos de agitadas, controvertidas y acaloradas discusiones su postrera e inamovible frase: aunque me convenzan, digo que no.

Había tenido algunos encuentros con Demócrito y Zenón y cavilaba sobre sus teorías. Sabía que habían realizado varios viajes por Asia Menor y Egipto, en esta última en la ciudad del sol (Heliopolis) porque tenían padrinos poderosos, pero los despreciaba por disponer de las ideas de Empédocles básicamente y argumentar que todo en la materia podría reducirse, si se fragmenta y se fragmenta hasta un límite: al átomo, al no-se-puede-cortar-más. Insensatos –refunfuñaba- ¿Quién podría cortar el agua de mar o el aire?, por supuesto que les había dado una lección en el momento debido.

Él había consultado previamente –como solía hacer, para tener «otra opinión»- sobre el asunto al oráculo de Delfos en varias ocasiones y la sacerdotisa encargada, una mujer flaca o mejor enjuta y de malas pulgas le había contestado irritada e histérica que sus preguntas como siempre, eran vagas, rebuscadas e imposibles de responder por el oráculo. Los dioses no atienden estupideces, le decía gritando airadamente.

Otro día, recuerda amargamente, se topó con Sócrates el mayéutico, un hombre feo, medio jorobado, narizón y regordete quien pomposamente ayudaba a los demás a parir sus ideas ¡háganme el caramba favor! quien le espetó, harto de sus necedades y con la premura de llevar el aceite de oliva a su mujer Jantipa: conócete a ti mismo primero, menso. Sócrates, como él mismo, nunca había trabajado y se pasaba el día de vago haciendo una serie de preguntas a cuanto paseante encontraba: ¿sabe usted que es el ser? ¡Deténte! -le dijo a Liserpo una vez, a la salida de un mítin político cuando iba acompañado de sus jóvenes seguidores- y contéstame con sinceridad espontanea y diáfana: ¿la esencia de la virtud radica en la belleza, o es ésta la que posee la virtud? Liserpo, por su cuenta, no abrió la boca.

¡Puf! –exclamó rumiando exasperado Calímaco- ¿cómo podría uno conocerse a sí mismo? Si se mira uno reflejado en un espejo, entonces se conoce a uno mismo. Uno es uno y basta. Yo soy yo y tú eres tú. Ellos son ellos y ya. Nadie puede mirarse el interior, la introspección es una falacia ¿cómo puedo verme por dentro? El mayéutico o «partero de las ideas» le había caído gordo. Él era el menso ciertamente y se aseguraba de saber en realidad que no sabía nada.

Calímaco cambió de posición en la roca, se incorporó y haciendo a un lado su túnica orinó en dirección al mar. Satisfecha su necesidad fisiológica elaboró de inmediato un novedoso constructo ideológico: toda la materia proviene del agua. Ciertamente Calímaco desconocía que poco tiempo antes un tal Tales había enunciado el mismo principio pero mirándolo desde otra perspectiva. El agua –pensó- es elemento material constitutivo en los seres vivos y no vivos de toda la naturaleza, el agua va y viene en movimiento constante en el mar con un dinamismo propio. El agua es signo de vida como había comprobado (práctica ya vieja) al colocar un espejo bajo la nariz de un muerto, sin que dejase la huella del vaho. Lo seco es muerto. La sangre, la orina, la savia y el mismo semen tiene una humedad incuestionable. Feliz, dejó la roca y aterido por el cambiante tiempo, fue directo a cuestionar al oráculo de Delfos nuevamente. Mayúsculo coraje hubo de pasar al encontrar el oráculo cerrado «por reparaciones en sus columnas y atrium». Fue entonces a su casa y encontró a su mujer atareada cortando unas aceitunas y cociendo huevos, mientras de reojo, leía una comedia recién escrita de Aristófanes. ¡Quihubo Soprista, ya llegué! Sabes que pensé que el agua es el constituyente primordial de la materia –le dijo orgullosamente-. ¡Calímaco carajo! le espetó de súbito Soprista. En lugar de andar vagando siempre por ahí y jorobar metódicamente al oráculo deberías buscar trabajo. ¡Los niños tienen que pagar sus cursos de verano en la Academia, sus túnicas deben renovarse y le debo cuando menos tres siclos de plata al tendero! Si la materia es agua, con el molinillo te voy a remojar de inmediato ¡haragán!

Calímaco salió corriendo, apesadumbrado y tropezó con Anaxímenes. Otro menso –solía decir reiteradamente para descalificar siempre al otro-. Por todos los dioses Calímaco, fíjate por donde corres insensato, me rasgaste la túnica y me pisaste un callo. Perdóname Anaxímenes, -dijo disculpándose- el asunto de que toda la materia proviene del agua me tiene loco y Soprista no me entiende: ¿qué piensas tú? -le soltó aprovechando la ocasión-.

Bueno, -con una amarga resignación ante el embate de Calímaco que ya sabía presto a discutirle- a decir verdad, yo le apuesto al aire; todo –siguió diciendo-, es aire como la misma roca que lo contiene estupendamente comprimido. Calímaco soltó de inmediato una estruendosa carcajada ¿cómo es posible pensar que la materia se constituye de aire? que especulación más falaz y sin sentido. Ya había yo escuchado –recordó Calímaco- que otro vecino del rumbo de las Éfeso, de nombre Heráclito, el eterno misántropo que desdeñaba acremente la estupidez humana, apostaba por el fuego y que hacía referencia a este elemento tal vez de forma metafórica en alusión a que todo cambia y se transforma; fluye, no es propiamente una materia sino que constituye un proceso.

Todo y todos estaban locos. Calímaco, pensando febrilmente, luchaba con desesperación por entender lo que los otros creían y decían, pero se daba cuenta de que eso no era posible. Cada quién entendía lo que quería. El principio de las cosas [opinión aparte de los dioses] radicaba en algo. El agua digo yo; el viento y el fuego dicen otros. El agua se opone al fuego, por tanto son contrarios, en cambio el viento aviva al fuego y agita el agua, son pues similares y...

En estas lucubraciones estaba cuando se percató que tenía hambre. Esto lo sabía bien: una sensación de vacío en el abdomen acompañada de los crujidos y chillidos que emitía o los borborigmos como los llamaba Hipócrates y que revelaban que el ser necesita nutrirse para ser, porque si no, deja de ser. Guió entonces sus pasos hasta el mercatus para comer alguna cosa porque en casa Soprista estaría ocupada con Aristófanes y brava.

Llegó al puesto de Arístides y éste, al verle, de inmediato le ofreció un pedazo de cecina de chango y un envoltorio con dátiles sin decir nada, rogando a los dioses que Calímaco tampoco dijera nada y se fuera de inmediato. Bien sabía Arístides que Calímaco pretendía nutrir su cuerpo y su mente con su comida y con el, por lo que prefirió –una y mil veces lo haría-, concederle sólo lo primero aunque no pagara, como siempre. Perplejo recibió Calímaco la ofrenda pensando, sin embargo, que su buen nombre y prestigio le hacían meritorio y digno del donativo y siguió camino cuando de pronto fue a caer con toda su humanidad al haber tropezando con el acuaeductus.

Rápido acudieron a prestarle auxilio Mirto, ex-esposa [la primera, Jantipa es la segunda] de Sócrates, y sobrina de Arístides, y Peleómano ahora su nuevo esposo.

Calímaco recibió un fuerte golpe en la cabeza haciéndose un chichón sobre la frente; los dátiles se aplastaron y su cecina se llenó de tierra. ¡Tierra! –gritó Calímaco fuera de sí al incorporarse y mirar su enterrada cecina-, ¡este es el elemento que me faltaba! TIERRA, FUEGO, AIRE Y AGUA; la tierra se lleva con el agua, el agua se mueve con el viento, el fuego se aviva con el viento, la tierra apaga el fuego, el agua no se lleva con el fuego, yo soy yo y tú ¿quién eres? -dijo a Peleómano esposo de Mirto-.

Todo se mueve –seguía diciendo Calímaco fuera de sí ¿o en sí?-, todo gira en acto y potencia, todo es forma y materia ¿qué es eso de la esencia y accidente? ¿sujeto y atributo?...

Hipócrates –al que se le consultó inmediatamente y de urgencia- dijo en su diagnóstico sobre Calímaco una vez enterado de los pormenores del acuaeductus, del chichón y de la cecina enterrada que no se pudo comer: longa enim abstinentia aut nutritionis defectus astheniam directam parit [la abstinencia larga, o sea la falta de nutrición, produce astenia directa].


* Colaborador constante de esta revista. Galeno y miembro numerario de la sociedad Mexicana de Historia y Filosofía de la Medicina, A.C.


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