The Iron Dragon
Cleopatra y Marco Antonio: Azar y hado













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Introducción

 

    En la mira de encontrar una línea conductora a través de los cinco actos de Antonio y Cleopatra con el fin de hallar un solo tema que se sobreponga al resto, uno va a encontrar serias dificultades. Por principio, la obra no constituye una tragedia en el sentido integral. Por supuesto, los momentos de solemnidad y reflexión abundan; pero también hallamos rasgos de humor característico que a veces manchan la seriedad de la escena. Por otro lado, las más de las veces, la elección de los personajes no siempre está limitada a un destino irrevocable, aunque por supuesto, cerca del final las cosas se precipitan de manera vertiginosa y sí se llega en efecto a un punto de no retorno. Esto evita discernir un acto aislado por parte de Antonio o de Cleopatra, más bien es una serie de acciones la que requiere del castigo, del ajusticiamiento del héroe trágico. Aunado a esto, los tonos varían a través de toda la obra: el poder y la otra parte, el amor. Resultan incompatibles a través de toda la obra, y es tanto así que propician la ruptura de Antonio, pues él está tan enamorado de Cleopatra que ya no encuentra consuelo en su vida anterior, la de estadista. Entonces, como punto de referencia, el tema de esta obra es el amor, pero sería demasiado simplista tomar sólo ese lado, pues también está, como se dijo más arriba, el poder, el deber y las terribles consecuencias de no acatarlo, un deber que destila veneno cuando ha sido relegado por una relación sentimental. Se puede ver que, entonces, tal vez sería propicio llamar al tema de esta obra el amor trágico, el que se interpone y divide criterios, oponiéndolos. Antonio alguna vez fue el hombre, el romano. Su reducción a mera caricatura es el cambio que sufrió en cuanto vio a la mujer que amaba. Su embriaguez perenne no sólo es por el vino, sino por las complacencias de una vida al lado de Cleopatra.

 

   La vida de Antonio se ve como juzgada duramente por Plutarco, quien lo ve como un pobre hombre que no pudo hallar su deber. Shakespeare transmite de cierta manera este sentimiento, casi de repulsión, por Antonio. A pesar de que guarda la compostura en diversas ocasiones y de que en momentos de batalla prevalece su faceta guerrera, el lector tiene la imagen latente del mamarracho envejecido que solía ser antes un soldado ejemplar. La misma Cleopatra fue acusada, en su tiempo, de un exceso de crímenes y faltas morales por los romanos, sobre todo por parte del propio Octavio y su séquito de artistas, tales como Propercio, quien, a su vez, no es precisamente el mejor ejemplo de un ánimo templado. Esta es, pues, una historia vergonzosa, una mácula para el futuro de la majestuosa Roma. Si se ve de esta manera, se podría entender mejor cómo es posible que sea deleznable esta pasión.

 

   Los valores de los personajes, por llamar de alguna manera sus actos y el criterio que los conduce, se sobreponen continuamente, pero hay uno que tendrá que prevalecer para restaurar el orden perdido o alguno otro. La disparidad de carácter origina las peleas. En algún momento de la obra, Antonio bien pudo poner fin a sus abusos, pero se niega cada vez. Así, la obra comienza, con Antonio en el umbral de sus propias ruinas, edificadas por su propia mano.

 

   I.- La Ruina de Antonio

 

   En numerosas ocasiones, Antonio es referido como un soldado, echado a perder por sus amoríos con Cleopatra. Esta idea (Antonio como soldado, es decir, como Marte) repercute naturalmente en la imagen amorosa: él, poderoso Marte, ella, Cleopatra, seductora Venus. Como la relación modelo entre los dioses, ésta no puede mantenerse sin corromper el orden anterior. Marte y Venus no están destinados a permanecer juntos. Sin embargo, hay una contradicción. La paradoja es esta: Antonio es Marte lejos de Cleopatra. Al inicio de la obra se le recuerda como el gran estratega y guerrero que solía ser, pero cerca de Egipto, es él el afeminado, el débil, el que sucumbe antes a lo epicúreo que al poderío militar. Octavio le desprecia de manera parecida e incluso lo menosprecia, llamándolo despectivamente. De hecho, la cercanía de su amada es en extremo perjudicial: él, cuando parte hacia Roma después de la muerte de Fulvia, parece tranquilo y ecuánime, actitud tan distante a la de su primera aparición, cuando rechaza las noticias del mensajero. Su postura ante César parece mucho más madura cuando por fin están negociando, e incluso después, cuando entablan acuerdos con Pompeyo con el orden completamente restablecido (los tres triunviros estando presentes y con completas facultades) Pero una vez más, Antonio elige mal. Regresa a Alejandría y César se enfurece por ello. Cabe mencionar que César ya parece actuar más por pura ambición, pues Lépido parece encarcelado sin razón suficiente, es decir, el conflicto comenzaría tal vez de una u otra manera. De hecho, Pompeyo tiene su propio momento de lucidez y recuerda que, aunque él no representara un problema para Roma, el conflicto estaría presente. Por otra parte, Antonio sí tiene oportunidad de elegir, de por fin quedarse en Roma al lado de Octavia para cumplir lo que su fortuna le ha otorgado, pero su amor ya ha deformado demasiado su antiguo carácter. Él mismo afirma: “(...) though I make this marriage for my peace, / I’ th’ East my pleasure lies.”[1] El odio estalla irremediablemente. La ofensa para Octavio es en esta ocasión, insufrible. Ya en la batalla, Antonio huye, siguiendo a Cleopatra, la cual había escapado. De esta manera, pierde todo la honra militar que le quedaba y que incluso parecía remontarse sobre las fuerzas de César. Antonio es derrotado por sí mismo, por su mala elección. Es esta batalla la que le hará perder una y otra vez la reina. El error de ésta, parece ser, es que está consciente del daño provocado al propio Antonio, sabe que sus decisiones son afectadas por el amor que le profesa y que el punto culminante que demuestra tal desenfreno es la batalla perdida en el mar la primera vez (Acto III, escena X) Después de ocurrido esto, Antonio intenta recuperar de manera patética el valor perdido; arenga como antes a sus hombres heridos y desesperados y vuelve a celebrar un banquete, con la vana esperanza de entrar de nuevo a la batalla en igualdad de condiciones. Esta escena es realmente triste, los sentimientos de los personajes se debaten entre la certeza de una derrota y una esperanza medio vislumbrada. A partir de aquí, Antonio ya no es ni siquiera aquel parrandero de Alejandría, sino que el Tiempo lo ha alcanzado y a partir de aquí, comienza a envejecer en la obra (Acto III, escena XIII, 16, ss.) Son cuantiosas las veces que se desprecia, a partir de aquí, aludiendo que es demasiado viejo.

 

   Antonio sufre este cambio de visión, de manera que todos le han perdido el respeto, incluso ha perdido el propio (desde antes, él mismo recuenta cómo sufría de una resaca, causa por la cual no había podido recibir a los mensajeros de César) Este estado de rebajamiento es evidente para todos, excepto para Cleopatra, quien lo sigue idolatrando. Todos son conscientes de su estado maltrecho, incluso Pompeyo favorece está situación al apoyar su estadía en Egipto, pues sabe de las virtudes de Antonio fuera del alcance de los encantos de Cleopatra y teme que se una con César y Lépido. Antonio es un remedo de lo que fuera o podría ser. Su imagen de dirigente se ha resquebrajado y ahora sólo es un reflejo tambaleante del reluciente poder de César. Julio César, antiguo amante de Cleopatra parece un modelo de responsabilidad que se opone a los excesos cínicos de Marco Antonio. Otra gran contraposición es, por supuesto, entre Octavio y Antonio. Ambos se saben opuestos. César sabe que no sería sujeto a pasión parecida. Antonio recibe tristes augurios para su soledad trágica desde antes, cuando el adivino le responde que sí, en efecto, su suerte no es la misma en presencia de Octavio.

 

   Después de unas escenas, Antonio llega a perder el juicio lúcido que, uno supone, lo caracterizaba antes. Más bien parece ahora adoptar algunas manías de su amante: se vuelve irracionalmente celoso, irascible, maniático, ambivalente. Llegado el momento decisivo, cuando César opta por no tolerarlo más, él sólo pelea por su amada, con impulso de ella. Antes no, no tiene otra causa. Sin embargo, aunque parece resurgir su bizarría ante el acoso de César, Antonio yerra continuamente. Primero, cuando escoge seguir a Cleopatra, escape que provocó una derrota, y después cuando Antonio piensa erróneamente que Cleopatra lo ha vendido a César.

 

   Antonio muere de manera necesaria, pues su debilidad no permitía formarle un criterio congruente, y de todas formas, es ilógico con la elección que ha hecho: si protegía a Cleopatra en contra de César, debía quedarse a pelear junto a sus hombres. En vez de ello, sigue a la mujer cuando esta escapa en sus naves. Se opone al avance del orden que representa César. Muere de manera infortunada y lenta, con su propia espada negada a rendir el servicio. Ni siquiera tiene cabida en la poderosa escena final más que como un recuerdo. La última escena es, por supuesto, la culminación de la tragedia de Cleopatra.

 

   Antonio, irónicamente, habla (III, XI, 74) de cuando Fortuna maltrata a los humanos y ellos la desprecian. Pero Antonio es un ejemplo espectacular de dichas palabras. Enobarbus, hombre fiel a Antonio, es la voz de la conciencia en Cleopatra y Antonio, y si bien pocas veces es acatado, él es un hombre razonable. Había probado ser certero en su opinión cuando se habla del matrimonio entre Octavia y Antonio, aunque es acallado. Más tarde, Enobarbus aconseja de manera correcta a los dos amantes, sin ser escuchado, cuando se viene encima la batalla. Antonio escoge ir por mar, aunque sabe que su inferioridad se encuentra en su fuerza marítima. Enobarbus le dice sabias palabras: “(...) quite forgo / The way which promises assurance, and / Give up yourself merely to chance and hazard / From firm security (…)”[2] Sus palabras guardan un doble significado. Sabe que Antonio desprecia un destino ofrecido. En vez de tomarlo, se aventura con la egipcia mujer, probando un sino diferente. César mismo atribuye al azar los actos dañinos en contra de Roma. Lo que no sabe es que se está saliendo de la jurisdicción de la Fortuna y esto, a la par que para Cleopatra, será su tragedia. 

 

   II Cleopatra

 

   Cleopatra es, hablando de manera honrada, una mujer valiente. Su forma de vida es completamente opuesta a la de una mujer romana. Fulvia encuentra el mismo tono de rebeldía que ella, aunque obviamente existe conflicto entre las dos. Sin embargo, ambas se oponen directamente al carácter de Octavia o al ideal de concubina varias veces mencionado por los personajes. Sólo Enobarbus alcanza a alabar la indomabilidad de Fulvia, resaltando su valor (II, II, 69, ss.) La hermana de César es débil de carácter, sumisa, sin repercusión sobre la política.

 

   La amada de Antonio, siendo su contraparte, es la Venus que seduce. Su imagen triunfal es la que sobrepone a la de Plutarco, mostrando una prosopopeya apropiada para el efecto: los rasgos seductores son tan extensos que su alrededor se alebresta, como si estuviera animado y hubiera sido seducido por los encantos de la mujer. Antonio es víctima propiciatoria para este encuentro fatal.

 

   Cleopatra, como Antonio, tuvo días mejores de estadista, aunque todavía es regidora de Egipto. Los dos han olvidado que deben ser políticos. En Antonio es bastante evidente, pero en Cleopatra, uno tarda en discernir en cuál momento elige su vida privada en vez de la política. Desde el principio, Antonio es su amado, necesita de él. Pero a veces, en voz de su séquito, Julio César parecía mejor hombre que su Antonio (I, V, 66, ss.) Cleopatra no alcanza a ver las fallas de Antonio, y no siempre ve con buenos ojos sus salidas a Roma. Cleopatra muestra su lado débil en muchas ocasiones. Ella es neurótica, ociosa, mala gobernante (cuando exige ir con las naves en contra de César, es ella la que parte primero) y tiene un grave trauma con respecto a su edad o más bien, a la edad que cree la ha maltratado de manera inmisericorde. Recuerda que a la llegada de Julio César, ella era joven y deseable. Ella ya no se ve así, a pesar de que Antonio sí la vio tan seductora, desde que la vio por primera vez y a pesar de que su séquito la sigue alabando. Recuerda con nostalgia sus días de juventud. El único lazo que tiene con su belleza, acorde a ella, perdida, es Antonio. Cleopatra está desesperada por atar a Antonio a su lado. Es su último reflejo de una belleza aún radiante, pero que ella considera, a veces con imágenes repugnantes, arrugada y quemada por el sol. Esta mujer vive en un amor con ciertos rasgos narcisistas, con el miedo a quedarse sola, fuera de la Fortuna y es por ello que arrastra a Antonio, el cual la ama excesivamente, fuera de esa rueda del destino. Su pueblo es ignorado casi del todo con tal de estar encaprichada con Antonio. Ciertamente lo ama, pero también quiere sentirse dueña de su destino. Esto hubiera sido posible, e incluso el marco ajeno de sus costumbres, tan diferentes a las romanas, hubieran contribuido para tal cosa, pero Antonio es incompatible con ese destino fuera de la Fortuna, así como ella es incompatible para Antonio y su futuro en Roma. Y no es que ella tenga un destino fuera de la Fortuna, sino más bien, ella representa el azar, lo aleatorio que se contrapone a un esquema rígido de sino, representado en Roma. Cleopatra nunca encuentra punto de encuentro en Roma. Siempre está libre de lo que pueda provenir de ella. Su idea de sí misma es de reina, no de mujer, a diferencia de la romana Octavia, atada a severas costumbres. Cuando Antonio sugiere que se ampare bajo la lástima de César (IV, XV, 45 ss.) Cleopatra responde que eso no es posible. Su destino escapa a los límites impuestos por la venida inminente del imperio romano. Pero esto tendrá un precio. Su muerte vale por su libertad. La otra alternativa, la que ha negado vehementemente, es ser expuesta como el triunfo de César, después de que Antonio ha sido vencido. Cleopatra, pues, habiendo negado desde el principio, escoge su propio destino o su falta de, y se niega a ser partícipe de esa Fortuna que favorece a César. Desde su punto de vista, César sólo es un arma, una herramienta de un destino del cual estaba desterrada desde un principio (V, II, 1 ss.) y al cual arrastró a Antonio, dejándolo en un precario estado intermedio. La única cabida que tiene en Roma es la de prostituta, tan diferente de la majestuosidad, a veces vacua de tan pomposa, que la caracteriza en su propia corte. Estado semihumano que le causa repulsión a ella y a Iras (V, II, 208 ss.) ellas serán una Egyptian puppet, porque Cleopatra es eso únicamente fuera de su reino.

 

   El desenlace es magistral. Desde la muerte de Antonio, el cierre va desembocando en la otra muerte requerida, la de Cleopatra. Es en la segunda escena del quinto acto donde la mujer decide terminar con su vida. Iras augura el final: “Finish, good lady, the bright day is done, / And we are for the dark”[3]  Los diálogos están cargados de imágenes, a diferencia de los diálogos “ligeros” que siempre tiene César. La desoladora imagen de Cleopatra expuesta en Roma es producto de esta parte. También, la declaración que hace antes, cuando Antonio muere ya parece producto de una reflexión profunda y libre, a pesar de que ha actuado de manera imprudente con anterioridad. Los tonos sombríos de su muerte se mezclan con juegos de palabras que recuerdan la inmortalidad ( la mordida de la serpiente es inmortal, acorde al hombre que le lleva el cesto) De esta manera, Cleopatra recuerda a Antonio mientras se coloca las serpientes en su pecho y en su brazo. El acto de la maternidad, abstraído al momento de amamantar al niño, fruto del supuesto amor, se vuelve una parodia que deslumbra por deformar la percepción del hecho: el niño concebido entre el amor de Antonio y Cleopatra es la serpiente mortal que acaba con ambos. En la muerte se confunde el amor de los dos: Cleopatra moría cuando amaba a Antonio y amaba cuando moría. En su soledad, debe morir, pues su último amante, el lastre que la sostenía a la vida y el cual terminó perdiendo el equilibrio, había muerto. Su vida ha sido truncada, pues fuera de Egipto, su dignidad, su fantasía de reina, no se mantiene. Sus actitudes, a veces infantiles, ahora se ven reducidas a la tranquila aceptación de su propia muerte.   

 

   III El Poder

 

   César, como triunviro al lado de Antonio y de Lépido, es el que hace cumplimiento cabal del deber que representa Roma. Es, por mucho, el más poderoso de los tres, el que tiene mucha más decisión y fortaleza. Lépido, desde el principio, cuando intentan limar sus asperezas, es visto como el endeble, el que cede, pero a la vez, el que intenta poner la paz entre los otros dos. Es ignorado, en definitiva. Más tarde, incluso enferma por el cuidado que siente por los otros. No mucho después, Lépido desaparece de escena para no volver a ser visto, encarcelado por mandato de César. Antonio tiene acaso el mismo poder, pero se ve debilitado por su amor a Cleopatra. Es decir, César es el dirigente óptimo. Las condiciones son propias para que el Imperio se instaure. Él apoya la instauración del nuevo orden inminente, es decir la Fortuna está de su lado. Esto lo convierte en el más piadoso de toda la obra, como el Eneas fuerte de los últimos cantos de la Eneida virgiliana. Se apega a un destino aceptándolo, no negándolo, como lo hacen Antonio y Cleopatra. En su deber, tendrá que olvidar el remordimiento que le cause haber arrinconado a Antonio, porque su lado humano estima y respeta la memoria de Antonio, pero su deber lo impulsa a erradicarlo con tal de seguir en el rumbo de la Fortuna, la cual aparece como una traidora a los ojos de Cleopatra (IV, XV, 43, ss.)

 

   César no se complica la vida con relaciones sentimentales, si bien es cierto que se enfurece aún más con la noticia de la separación de su hermana y Antonio. Pero esto forma parte de su deber. Jamás excede sus actos, alimentados por sus pasiones. Mas Cleopatra sí logra hacerlo ver como su rival, como alguien inferior a su propia decisión. En fin, esta mujer lo ve como un aparato más de la Fortuna, sin voluntad.

 

   Conclusión: El destierro de ambos héroes trágicos

 

   Cleopatra y Antonio se derrumban en cuanto entran en contacto entre sí. Si cada uno hubiera seguido por su lado, cada cosa hubiera seguido en su lugar. También es remarcable cómo hace Shakespeare para retratar tan bien el cambio en las personas que se enamoran. Entre opuestos, hablando en un tono más simbólico y menos mundano, existe la atracción, pero en vez de encontrar el equilibrio, hay una ruina para ambos: por un lado, Antonio, reducido a “noble ruina” y por otro, Cleopatra y su muerte apresurada en la renuencia a participar en el inexorable flujo de los hados. Esa eternidad lograda en el momento en que ambos son felices, cuando los asuntos de Roma son relegados y Cleopatra no se siente sola, es el momento cumbre, su eternidad lograda, la ambición de los amantes apasionados. Ese lugar y tiempo donde permanecieron fijos sus recuerdos parecen muy alejados del desenlace trágico de la obra. A pesar de no haber podido actuar sabiamente, los dos acaso fueron dichosos en algún momento, puesto que es indudable el amor de cada uno. Amurallados en su palacio, no vieron la tremenda falta que cometían, cada uno por su parte. Desterrados de la Fortuna que los erradica, alcanzan su realización amorosa en calidad de trágica.

 

   César, como Eneas, es otro personaje que tiene la conciencia a futuro. Lejos de ser el ente histórico que algún día fue en verdad, en manos de Shakespeare Octavio se convierte en sirviente, más que un ser humano lleno de ambiciones. Pero lo que Virgilio había logrado en Eneas, exaltándolo y otorgándole la victoria final en contra de Turno, Shakespeare lo transmuta en simple maquinaria, ajena a lo incierto de las relaciones pasionales.


[1] Shakespeare, William, The Tragedy Of Antony and Cleopatra, Signet Classic, Editor Barbara Everett, Chicago, 1964. p. 79

[2] Op. Cit. P. 117

[3] Op. Cit. P. 177