El guerrero

Daniel miró al frente mientras aceleraba la moto y entraba por una calle angosta donde el tráfico no los demoraría. Habló fuerte para que Pablo lo escuchara entre las alarmas de ataque aéreo.

—Soy un soldado de la AV. Era guerrero de un grupo élite que se llamaba Andes-Amazonas-Caribe. Me capturaron en una misión y me destrozaron el brazo derecho interrogándome. Un compañero me rescató y me salvó la vida. Después me llevaron a un centro de reserva, y me pusieron varias piezas artificiales para no tener que amputarme. No podía entrar en combate hasta no aprender a usar mi nuevo brazo, así que me mandaron a La Paz, de vuelta a mi casa. Pero mi casa ya no estaba. Ni mi papá. Murió en un ataque aéreo.

Pablo bajó la mirada. Su corazón latía fuertemente. Sentía una mezcla de miedo, admiración y lástima por Daniel. Daniel era un guerrero élite, o lo había sido antes de ser herido. Pablo tenía un miedo instintivo a los guerreros élite de la AV. Decían que un solo “élite” de la AV podría vencer a veinte soldados de cualquier ejército de cualquier país. Pablo sabía que eso era exagerado, pero no dejaba de sentir temor. Preguntó tímidamente al oído de Daniel, para que lo escuchara a pesar de las alarmas:

—¿Ahora te están llamando para que vuelvas a ser soldado?

Daniel se dio la vuelta para mirar a Pablo. El muchacho no era tonto. Luego viró rápidamente para esquivar a una mujer de pesada pollera azul y un pequeño sombrero redondo equilibrado sobre la cabeza —una mujer aymara de algún barrio marginal de La Paz— que corría con dos niños pequeños tomados de su mano en busca de refugio de lo que ella creía que sería un ataque de bombas incendiarias. Sus largas trenzas negras se batían sobre sus hombros. Las alarmas retumbaban haciéndose más fuertes a ratos por las bocinas giratorias que estaban colocadas en los más altos edificios.

—Creo que sí.

—¿Ya está bien tu brazo?

—Sí, casi. Puedo volver a pelear.

Pablo miró las calles oscuras y el caos de gente que corría como ratones en la noche, buscando refugio. Tuvo la certeza de que pronto estaría solo de nuevo.

—Si vas a ser soldado, ¿por qué me estás llevando contigo, Danny?

—Si no te saco de aquí te mueres. Te sacaré de La Paz, y después veremos dónde te dejo.

Pablo quedó en silencio largo rato y miró tristemente al frente. Su amigo estaba por abandonarlo. Ya se sentía sólo y ya extrañaba a Daniel.

—Oye Danny, llévame contigo. Te ayudaré.

—No.

—Yo también quiero ser soldado.

—No puedes. No tienes suficiente edad.

Pablo quedó otro rato en silencio. La subida hacia el Alto. Los puentes. La gente que huía en todas direcciones. El chico miraba todo como si fuera sólo la escena de una película, como si él nada tuviera que temer, como si fuera un espectador a punto de presenciar el clímax de una función de cine. La soledad le aterrorizaba mucho más que una explosión termonuclear.

—¿Qué edad tenías tú cuando entraste a la AV, Danny?

—Catorce.

—Me acuerdo de ti cuando tenías catorce años. —Después bajó la voz—: como soy ahora, te habría hecho “papalisa”…

Daniel sonrió sin que Pablo lo viera.

—Tonto. Te habría aniquilado antes de que movieras un dedo. Estaba bien entrenado, pero tenía que hacerme pasar por civil. ¿No te das cuenta?

—Sí, pero yo digo antes de que te entrenen para soldado.

Daniel sabía que no podía ganar esa discusión, así que dijo:

—Da igual. En cuanto salgamos del radio de peligro radiactivo, te irás. Yo seguiré solo.

Pablo miró la gente, el cielo, las calles que se habían transformado en un infierno en la postguerra. Realmente tenía miedo de quedarse solo de nuevo. Cambió de estrategia:

—Llévame, por favor. Si te estorbo, te juro que me iré. Pero no te voy a estorbar en nada, Danny. Te juro que voy a hacer todo lo que me ordenes. Voy a conseguir mi propia comida. No te voy a pedir nada. Voy a cuidarme solo. —Después dijo en un tono de voz suplicante, sumiso y manipulador que Daniel ya le conocía—: Por favor, Danny...?

Hubo otra pausa. Daniel condujo la moto por las afueras de la ciudad tratando de evitar las calles principales.

Barrios fantasma, perros aullando, paredes destruidas, olor a cadáveres putrefactos llegando desde las ruinas de una casa incendiada.

Daniel sintió que Pablo respiraba profundamente con un ritmo entrecortado. Se volvió sorprendido, y vio que los ojos del muchacho estaban húmedos y brillaban como vidrio.

Daniel miró al cielo con una expresión de aburrimiento y comentó entre dientes:

—Nunca debí recogerte. Siempre has sido un estorbo. He tenido el doble de trabajo por cuidarte y darte comida. ¡Dejá de llorar, huevón, o te dejo aquí mismo! Maricón de mierda...

Pablo suspiró ruidosamente por la nariz. Sabía que Daniel no estaba diciendo lo que realmente estaba pensando. Daniel era así cuando no sabía qué hacer. Era su forma de ocultar su debilidad y sus dudas: Insultar y amenazar.

El chico habló sobreponiéndose a su llanto:

—La única persona que tengo en el mundo eres tú. Eres mi mejor amigo. Por favor no me dejes solo.

Daniel se safó de las manos de Pablo, que lo tomaba por el tórax para conservar el equilibrio en la motocicleta, y rugió:

—Me das asco. Ya me estás perjudicando. Tengo que concentrarme para salir de aquí, y me estás distrayendo con tus estupideces.

Pablo soltó a Daniel instantáneamente, y se agarró del asiento equilibrándose difícilmente.

—Discúlpame, Danny. —Por cerca de cinco minutos, Pablo guardó un silencio total, evitó tocar a Daniel, y hasta tuvo cuidado de respirar en otra dirección.

Daniel meneó la cabeza y habló finalmente rompiendo el silencio:

—Te llevaré un poco más lejos por sí haya radiactividad residual. Pero si me estorbas o me distraes, te dejo de inmediato.

Pablo cerró los ojos aliviado. Daniel lo llevaría. Suspiró profundamente mientras pensaba:

“Yo debería ser actor”.

Daniel estaba, efectivamente, tratando de concentrarse. Dibujó en su mente un plano del barrio Ferroviario, tratando de recordar cada calle. Había estudiado los planos de la ciudad antes, y tenía varias rutas de fuga preparadas para un caso como este. Pero al creer que la guerra había terminado, había dejado de repasar algunas de las calles pequeñas, y necesitaba recordar las bifurcaciones que tenía aquel pasaje angosto en el que estaba haciendo rugir la moto.

“La derecha me lleva a un bosque de eucaliptos de Pura-Pura, y la izquierda me lleva al río. Si cruzo el bosque, puedo llegar a la Avenida República casi junto a la ceja del Alto. Pero hay muchos ladrones ahí. Tendremos que correr el riesgo.”

Sabía de memoria las rutas de fuga, y los obstáculos que se encontraban en cada una de ellas. Si todo salía bien, estarían en la meseta en un par de minutos.

Pablo representaba un problema con el que no contaba. Pero primero saldría de la ciudad, y después pensaría en la mejor forma de deshacerse de él.

Tendría que salir del camino e internarse al bosque a campo traviesa. Gastaría bastante electricidad en la moto. Pero la gente ya estaba inundando las calles de salida de la ciudad, y no le quedaba otra opción. Los bocinazos desesperados llenaban la noche. Llegó a una curva en el camino de tierra desde la que se veía la autopista La Paz-El Alto desde una considerable altura. Normalmente la autopista tenía dos carriles de ida al Alto y dos de vuelta. Pero ahora los autos estaban subiendo hacia El Alto por los cuatro carriles, y en largos tramos hacían hasta seis o siete filas. “Hay tres filas de autos subiendo la autopista ‘contra-ruta’ para escapar”, observó Pablo.

Daniel llevó la moto cerro arriba entre los eucaliptos. Saltaba sobre piedras y raíces. “1.250 ó 1.270 metros hasta llegar a la avenida República. Con este camino, siete a nueve minutos”, pensó Daniel mientras hacía rugir la moto eléctrica.

Pablo seguía mirando la autopista impresionado. Un auto que trataba de bajar desde El Alto estaba siendo arrastrado ruidosamente por un camión que usaba su carril para huír de la ciudad. El camión lo arrinconó junto a un barranco, y lo empujó hacia el precipicio. Pablo miró cómo el automóvil rodaba cerro abajo como un juguete roto, todavía con las luces prendidas, antes de que los árboles escondieran de nuevo la autopista.

Quedaron en completa oscuridad. La moto rugía y el viento frío chocaba en sus mejillas. Pablo suspiró silenciosamente sujetándose del asiento de la moto con los dedos acalambrados. La sensación de velocidad era doblemente aterradora en la oscuridad. ‘Al menos cuando uno ve por dónde va, la velocidad no asusta tanto’. Pablo temblaba mientras pensaba: “Yo no veo nada. Está totalmente oscuro. ¿Cómo puede ver Daniel por dónde vamos? ¿Conocerá el camino de memoria y estará menejando a ciegas? ¿Le habrán hecho algo en la AV para que pueda ver en la oscuridad? Dicen que operan a todos los soldados, y a los que van a ser guerreros de su élite, les introducen aparatos al cuerpo. Les llaman ‘implantes’. Tal vez él tenga un ojo artificial o algo así.”

Después se le ocurrió otra idea más preocupante: “Tal vez sabe que se nos está terminando el tiempo, y que en unos minutos nos matará la bomba, y que como no tenemos nada que perder, da igual que nos matemos en la moto tratando de salir de aquí. Tal vez caigamos a un precipicio o nos estrellemos con un árbol. Estamos yendo muy rápido.” Pablo pensó entonces en un condenado a muerte, al que le vendan los ojos antes de fusilarlo. Tampoco ve nada el momento de morir.

“Los árboles están plantados en filas aquí. Lo importante es no desviarme. Si sigo en la misma fila, subiremos directamente hacia la avenida ‘República’. Veo poco, pero suficiente.” Daniel emprendió a saltos una subida casi vertical. Se ayudó por momentos con sus pies. Después, la moto dio un gran salto, y cayeron en la oscuridad sobre un charco de agua que salpicó estruendosamente. Siguieron avanzando. Sus pies estaban bajo el agua helada. Las llantas resbalaron en unas piedras, pero Daniel estabilizó la motocicleta. Salieron del gran charco dando dos saltos, y siguieron subiendo.

—¿Estás ahí, Pablo?

—Sí. —La voz era temblorosa. Pablo estaba haciendo un gran esfuerzo por no vomitar. Sus dedos acalambrados estaban prendidos del asiento como garras.

Daniel volvió a acelerar, y la moto volvió a trepar rugiendo y saltando en la oscuridad.

Por unos segundos, se vio parte del centro de la ciudad entre los árboles. Las pequeñas luces lejanas llenaron los ojos de Pablo. Daniel no las miró, porque sus retinas podían desadaptarse de la oscuridad, y fallarle en aquel momento crítico.

Pablo imaginó la música fabulosa e hipnótica del grupo Generator, sintió nostalgia, otra vez estaba siendo disparado hacia lo desconocido.

Era casi como verse protagonizando una película, o un sueño del cual despertaría de un momento a otro. Le parecía todo irreal, increíble, absurdo…

La sensación de velocidad y de riesgo le recordó a las montañas rusas de Parquelandia antes de la guerra

(como una bala,

el riesgo,

el vértigo,

la nada,

la pura velocidad estampillándote contra el asiento,

el aire frio que no quiere entrar a tus pulmones, pero golpea tus mejillas,

la nostalgia oprimiendo tu pecho

música fabulosa, lenta y vibrante saliendo de los parlantes del parque. Luces deslumbrantes que pueden verse desde toda la zona Sur de La Paz. Un diluvio de chicos y chicas llenando como un hormiguero incansable las entradas a los juegos y las atracciones del parque de diversiones. Los globos luminosos que llenan el aire, los carruseles que vomitan música ensordecedora y embriagante, los trenes eléctricos para niños pequeños, los dibujos animados tridimensionales proyectados en láser que llaman a los jóvenes a pasarla bien. La ciudadela luminosa quedando abajo, mientras el pequeño carro se eleva por las rieles en forma de tirabuzón subiendo lentamente.

Pablo mira la gente desde lo alto, como hormigas multicolores en un circo deslumbrante de pulgas, y siente una gran ansiedad. Sabe que no puede pasarle nada, pero igual tiene miedo. En unos segundos, llegará a la cúspide, y el carro caerá al vacío deslizándose a 100 kilómetros por hora.

—No tengas miedo, —le dice una voz desde atrás.

—No tengo miedo, —afirma Pablo.

—Sí, tienes, —insiste su amigo.

Pablo no contesta porque ve que están llegando a la cumbre, y desde ahí la caída será vertiginosa.

Tiene miedo.

La propaganda resuena en su mente

“La mayor montaña rusa de Latinoamérica, ‘El Viento de los Andes’, le tercera en todo el mundo, abre sus puertas y pasa a ser la mayor atracción de Parquelandia, su parque de diversiones en la zona sur de La Paz. 100 km. hora. 4 tirabuzones. 8 atmósferas de presión. Usted subirá bajo su propia responsabilidad.”

“Esta semana subiré al Viento. Quiero que me acepten en los ‘PJ’”.

Subir al Viento se había convertido en el rito de iniciación para entrar a los “PJ”. Pablo quería ser uno de los PJ. Eran la crema del curso. Lo mejor de lo mejor. La élite del quinto curso (a, b y c) del Colegio Europeo Germánico de Achumani —según Pablo y sus amigos: ‘el mejor colegio de Latinoamérica, punto final’—.

—Por favor no vomites en mi cara, —dice Sergio desde atrás juntando cómicamente las manos y fingiendo ponerse de rodillas en su asiento.

—Yo no vomito —dice Pablo. Siente que tiemblan sus rodillas y que su estómago se está preparando para jugarle una mala pasada, aún cuando la caída no ha empezado aún.

Pablo desea de pronto no haber subido jamás ahí, no haber pedido entrar a los “PJ”, no haber aceptado que Sergio viniera con él para certificar su paso por la más feroz montaña rusa de América...

Mira de reojo a Sergio. El está sentado detrás de Pablo, en el mismo carro. Su cabello rojo flamea al viento, su cara redonda está también roja por la cerveza que logró introducir de contrabando al parque, su casaca térmica brilla en la noche, y sus ojos grises entrecerrados revelan que él también tiene miedo. Extrañamente, eso hace sentir mejor a Pablo. Sergio tiene que decir cualquier cosa para disminuir la tensión.

—¿Cómo se llama tu hermana?

—¿Qué te importa? —responde Pablo torpemente.

Ambos se ríen nerviosamente.

DE PRONTO, CAEN AL VACIO. Sólo los cinturones de seguridad impiden que salgan volando disparados de sus asientos, sienten las entrañas trepando hasta las gargantas, ven las luces láser de colores que se aproximan a una velocidad vertiginosa, y giran, y repentinamente, el cielo está abajo y el suelo está arriba, los parlantes botan millones de watts de música embriagante de Generator, que retumban en sus oídos con más potencia que el trueno de la montaña rusa, y se mezclan con el vértigo y el viento frío, y las luces deslumbrantes en una sola sensación alucinante de riesgo que es demasiada para él. Piensa: “por favor, que se termine de una vez, me quiero bajar”.)

De un salto, Daniel colocó la moto sobre la plataforma oscura de la avenida República. Pablo arañaba el asiento cerrando los ojos. Le dolía la espalda. El cabello se le metía por los ojos y la nariz, pero tenía ambas manos ocupadas y no podía apartarlo de su cara.

La nostalgia se apoderó de Pablo. “Todo era diferente. Eramos diferentes. Teníamos 10 a 11 años entonces. Ahora somos como animales. Ha pasado un año o dos. Pero somos tan diferentes… Siempre tenemos hambre. Sabemos pelear con los perros por la comida de los basurales. Y les ganamos. Entonces escogíamos la comida. Nos lo daban todo sin que hiciéramos nada. Estábamos tan protegidos. Y ahora tenemos siempre miedo. Miedo y hambre de verdad. A los perros ya no les tengo tanto miedo. Muerden pero no matan. A la gente sí le tengo miedo porque mata.”

Un sonido intermitente de chicharra le llegó desde adelante. Daniel detuvo la moto al borde del camino. El altiplano inmenso y frío ya se abría frente a ellos. El mar de luces pequeñas, el cielo estrellado, el frío, el cemento, las ruinas, el olor a muerte.

—Aquí Tigre, —dijo Daniel presionando un pequeño botón en un transmisor.

Pablo se puso de pie instantáneamente sobre el asiento de la moto y empezó a escrutar la noche en busca de cualquier señal de peligro. Cuando Daniel estaba distraído por cualquier causa, Pablo se convertía automáticamente en el “vigía”. Miró de un lado para otro.

Una voz artificial salió del transmisor de Daniel.

—Tigre, código 1. Prioridad alfa. Manada 22 en 0184. Misión recuparación de documentos. Delta, delta. Código 11. Todo lo demás secundario. Equipo electrónico de valor alfa. Transmisión de software en proceso.

Se oyó una serie de silbidos en diferentes frecuencias.

—Transmita novedades PE, —dijo Daniel.

—Tiempo de llegada de PE: menos 36 minutos y 21 segundos hasta detonación. Alcance y potencia superior a estimación previa. Area de riesgo 570361. Acomodación crítica.

—Llevo vigía. Solicito doble acomodación. —Daniel dijo eso mientras escrutaba también la noche en busca de cualquier peligro.

—Nombre clave del vigía.

—No lo tiene todavía.

—Irregular. Tigre debe proseguir solo en prioridad alfa y juntarse a manada 22 en 0184.

—Tigre solicita excepción para vigía. Brazo artificial funcionando aún parcialmente. Ayuda de vigía crítica para completar misión prioridad Alfa.

—Excepción concedida. Doble acomodación concedida. Acomodación crítica.

Pablo miraba de un lado a otro a través de unos viejos detectores de movimiento. Eran de Daniel. Sólo el lado derecho estaba funcionando. Pensó: “Ha logrado que le autoricen a llevarme. Le han dado una misión. Va a volver a ser soldado y me va a llevar. No entiendo bien la parte del mensaje de la detonación. Parece que quiere decir que la bomba atómica que viene es más grande de lo que esperaban, y llegará en 36 minutos. ¿Qué significará ‘acomodación crítica’?”

—Tigre en camino, —dijo Daniel mientras ponía el transmisor de vuelta al bolsillo de su pantalón roto y montaba de un salto la moto.

La moto rugió.

—Sujétate Pablo.

—Sí, Danny. ¿Qué quiere decir “acomodación crítica”?

—Tenemos 36 minutos para llegar a un refugio antinuclear. La bomba es mucho más grande de lo que pensaban y va a barrerlo todo en 100 kilómetros alrededor de La Paz. Acomodación crítica, quiere decir que si no estamos en el refugio cuando la bomba estalle, moriremos.

—¿Qué misión te están dando?

—Recuperar documentos que están en unos discos duros.

—¿Qué documentos?

—No sé, pero tienen que ser muy importantes. Algo que decidirá la guerra. Van a darnos espacio en un refugio sólo para que podamos cumplir la misión. Van a sacrificar a otros para que nosotros usemos el refugio. La información que hay en esos discos duros tiene que ser muy importante.

—¿Dónde está ese refugio?

—No sé. Tengo las coordenadas aproximadas, pero tienen que darme la clave de acceso al llegar allá.

Pablo palideció. Daniel acababa de lograr —con una mentira— que él ocupara el lugar de otras personas en ese refugio, quienes morirían a causa de que ‘Tigre’ lo había solicitado como su vigía en la misión. ¿Quiénes serían sacrificados por causa de Pablo? ¿Soldados? ¿Científicos? Sintió una gran responsabilidad. Dijo tímidamente al oído de Daniel:

—Gracias, Danny. Gracias por lo que estás haciendo.

El no contestó. Aceleró la moto y se dirigió con las luces apagadas hacia el lago Titicaca, en medio del rugido del motor eléctrico.

“36 minutos para llegar hasta Huatajata junto al lago, encontrar el refugio, activarlo, programarlo y sellarlo. No lo lograremos.”