Benedicto XVI nos hace recordar a Valverde
Andrés
Huguet
Antropólogo
auki1@yahoo.com
Benedicto XVI
acaba de expresar en su visita a Brasil, al inaugurar la V Asamblea de la Conferencia Episcopal Latinoamericana
(Celam), que “el anuncio de Jesús y de su
evangelio no supuso, en ningún
momento, una alienación de las culturas precolombinas ni fue una imposición de
una cultura extraña (...) Cristo era el salvador que anhelaban (los
indígenas de América) silenciosamente”.
Esta declaración podría no tener la mayor importancia, si es que no supusiera
una inmensa tergiversación histórica, como también el desconocimiento e
incomprensión, cuando no la subestimación etnocéntrica, de la creación
religiosa no cristiana.
Es sabido que la cristianización
de los indígenas americanos fue una de las principales justificaciones
jurídicas de la empresa conquistadora: los monarcas europeos, supeditados en
última instancia a la autoridad papal, promovían la ocupación de los
territorios del Nuevo Mundo con la finalidad de evangelizar a los indígenas;
era el sustento ideológico, por cierto, de sus objetivos económicos y
políticos. Lo que en nuestros días sería igual a emprender expansiones
económicas y políticas con el fin expreso de “llevar la civilización”. Algo
también usual en nuestros tiempos.
Así, al llegar a cada pueblo, mediante una declaración estrictamente
formal denominada el Requerimiento, los conquistadores intimaban a los
naturales a someterse a la autoridad real y pontificia, terminando ello con la
siguiente amenaza en el supuesto de no ser aceptados: “Y si así no lo hicieseis
o en ello maliciosamente pusieseis dilación, os certifico que con la ayuda de
Dios, nosotros entraremos poderosamente contra vosotros, y os haremos guerra
por todas las partes y maneras que pudiéramos, y os sujetaremos al yugo y
obediencia de la Iglesia y de sus Majestades, y tomaremos vuestras personas y
de vuestras mujeres e hijos y los haremos esclavos, y como tales los venderemos
y dispondremos de ellos como sus Majestades mandaren, y os tomaremos vuestros
bienes, y os haremos todos los males y daños que pudiéramos, como a vasallos
que no obedecen ni quieren recibir a su señor y le resisten y contradicen; y
protestamos que las muertes y daños que de ello se siguiesen sea a vuestra
culpa y no de sus Majestades, ni nuestra, ni de estos caballeros que con
nosotros vienen” (Texto oficial del Requerimiento,
en Luciano Pereña (1992): La idea de justicia en la conquista de América).
No interesó,
por cierto, que los interlocutores comprendieran lo dicho en idioma extraño: el
encuentro de Valverde, evangelios en mano, frente a Atahualpa, es algo que
hasta ahora en muchas comunidades andinas se recuerda escenificándolo
precediendo a la muerte del Inka y como inicio de la destrucción del reino
andino y de la imposición colonial.
Las
extirpaciones de idolatrías fueron el equivalente represivo para los indígenas
a la Santa Inquisición que estuvo reservada para los españoles. Francisco de Ávila,
nombrado en 1610 primer juez extirpador de idolatrías por el Arzobispado de
Lima, haciendo el balance de su primera campaña punitiva contra la religión
andina en Huarochirí se jactó de haber derribado más de 800 “ídolos fijos”,
20,000 “movibles” y 7,288 “dioses penates”, condenado a 1,618 personas por ser
sacerdotes andinos, quemado 1,365 “cuerpos” (momias) y haber absuelto de la
idolatría a 28,893 personas (Cf. Duviols (1967), La idolatría en cifras), A su turno, otro extirpador de idolatrías,
Fernando de Avendaño, dijo haber intervenido a más de mil maestros
dogmatizadores y quemado y derribado muchos millares de ídolos.
Lo que se
destruyó fueron las huacas, lugar de
presencia de los dioses; lo que se quemó y cuyas cenizas se echó a los ríos
fueron los mallquis o momias de los
antepasados del grupo venerados por los indígenas por ser garantía de su
integridad grupal y tradición; o eran las conopas,
señas indicadoras de la fertilidad de la tierra sagrada; los perseguidos y
condenados fueron sacerdotes y sacerdotisas indígenas depositarios tanto del
saber ancestral de la comunidad, conocedores de los ritos necesarios para
vincularse a la divinidad, como de conocimientos prácticos útiles para la salud
y la convivencia cotidiana. Se impuso, a cambio, la religión católica, los
nuevos templos, un nuevo dios y nuevos personajes, así como diferentes
historias sagradas que la población andina, con hábil resistencia secular,
particularmente en el campo, ha ido reformulando produciendo un cristianismo
andino sui generis que en su
sincretismo cuenta con propios ingredientes prehispánicos aún vigentes. Para
comprobar ello basta con asistir hoy en día a la multiplicidad de fiestas
patronales que en todos los pueblos se celebran año a año.
La
destrucción religiosa significó una hecatombe cultural en América. Negarlo o
desconocerlo no puede corresponder a los tiempos ni al avance del conocimiento.
Ya Bartolomé de las Casas denunció las atrocidades cometidas en su hora contra
los indígenas. El antecesor de Benedicto XVI, Juan Pablo II, pidió perdón por
los excesos cometidos en nombre de la fe en la conquista de América. Benedicto
XVI, con su último periplo, no hace sino desandar lo andado. Además de mostrar que quiere saber poco de historia,
de tolerancia y de apertura.
Lima,
16/5/2007.