Un petit souvenir
... ‘cause those dreams are dead, and
I’m alive
Jackson Browne, I’m Alive
Muchas cosas han cambiado desde mi último viaje a París. Mitterand ya no gobierna, entre otras cosas, porque está muerto. Chirac, su sustituto, pasa el rato realizando pruebas nucleares. Del prestigio de Tapie nada queda, ni es diputado ni es adorado por nadie. Lástima que arrastró al Olympique, mi favorito, en su caída. Todo, o casi todo, es diferente. Aunque he de ser sincero, esto es sólo una reflexión irrelevante que me permito mientras el avión aterriza.
El terminal aéreo no presenta mayores cambios, el clima tampoco. Llueve en Orly, como es costumbre durante los lúgubres febreros de la ciudad luz. No me toma mucho tiempo salir de las instalaciones ya que nunca llevo equipaje y las autoridades francesas suelen ser diligentes a la hora de inspeccionar los documentos. Opto por el taxi, deseo llegar a la ciudad lo más pronto posible. Mientras busco uno me doy cuenta que no sé exactamente dónde ir. Son las diez de la mañana. Para registrarme en el hotel todavía debo esperar tres horas. La incertidumbre que siento me hace recordar el primer viaje e, inesperadamente, coincide la aparición de un taxi con el preciso recuerdo de la dirección, así que no dudo y le pido al conductor que me lleve al 226 de la rue de Rivoli, para volver al salón de té, para volver a Angélina y recuperar parte de lo bueno de mi pasado.
Me toma una media hora llegar al lugar. Desciendo del automóvil, pago y me dispongo, lentamente, a revivir. Tan glamoroso, tan lujoso como lo dejé. Estoy de pié ante una de las vitrinas del local y me pregunto ¿adónde diablos se han ido los últimos diez años? Está claro que parte de la respuesta la conozco. Se han ido en libros, en aventuras, en viajes y en la muerte de algunos amigos. Todo esto me ha disminuido. Hoy soy menos yo. La muerte, pienso. Y tal vez de eso se trataba volver a París, de recuperarme, de rearmarme sobre el camino recorrido.
Sin embargo, segundos antes de seguir cayendo en ese abismo filosófico, sucede lo inesperado. Una vez más, entre las cabezas de la gente abarrotando la sala y cabellos de todos los aspectos, está ella. Increíble. Y tal como los ritos de las estaciones (aunque esta vez fueran estaciones de la vida) ella vuelve a quedarse con la mirada fija en el mostrador de los pasteles. Sus ojos claros, entre verdes y grises, brillan nuevamente ante la única tentación que puede permitirse, ante la llamada del pecado. Entonces, sus cabellos castaños son recorridos por sus dedos con nerviosismo, se da la vuelta y allí me encuentra contemplándola, extasiándome en su belleza, en su hermosa figura. Me sonríe, ilumina mi mundo y me enseña el esplendor de la vida, de sentirse enamorado. El pasado deja de serlo y el presente se abre ante mis ojos, tornándose eternidad. Me sé frente a la fuente de la eterna juventud, por lo que, sintiéndome premiado por el destino, intento estar a la altura. Al igual que la primera vez me acerco vacilante a la puerta, doy unos pocos pasos en falso y espero pacientemente su salida, hilvanando esta historia.