26 Junio 2000 Luz Espaïn El día que fui Caballera Andanta Nada parecía extraño esa tarde cuando me hallaba de regreso a mi casa. En realidad, había muchas cosas extrañas: por ejemplo, que el mundo todavía siguiera en pie, que no se hubieran sumergido todos en una matanza recíproca desencadenada quizás por influjo del viento Norte, que nadie en la cuadra se hubiera intoxicado con su propia estupidez, es decir, todo. Todo era extraño, pero esa era la costumbre. Así que a primeras vistas no parecía haber motivo para que yo sospechara una tramposa zancada del Destino. Mecánicamente puse la llave en la cerradura, empujé la puerta, y entré y entré y entré y entré. Cuando mi atención, como quien no quiere la cosa, se posó sobre las actividades de mi cuerpo, me di cuenta de que algo no funcionaba bien, y en principio pensé que se trataría de alguna pelusa en mi disco que impedía que el programa "entra y luego cierra la puerta (detrás de tí)" siguiera adelante, y por tanto se quedaba detenido en entra-entra-entra. Pero pronto me di cuenta de que yo funcionaba perfectamente bien, o al menos que funcionaba igual de bien o de mal que siempre; la que no funcionaba era la casa. Pues no terminaba uno por entrar cuando ya se encontraba afuera, por decirlo así: Mi casa había quedado reducida a una pared con una puerta y un par de ventanas que llebavan a ningún lado. Como un rayo cruzó por mi cabeza una cruel certeza: yo era víctima de un encantamiento. El encantador, no otro que el que le robó la biblioteca al Quijote, había partido con todo el interior de mi casa, dejándome la cáscara. Una cáscara sin interior, desde ya. Muy afligida, me puse a cavilar sobre las razones que habían llevado al encantador a cometer semejante perrería contra mi humilde persona. Y no había otra posibilidad que esta: yo era Caballera Andanta, y no lo sabía. Sintiéndome feliz de que el Destino nada pudiera contra mi impar capacidad deductiva, me reí pensando en que el muy tonto del encantador había olvidado completar su trabajo. Pero recordé al punto que esa fue precisamente la razón por la que reprobé el examen de Encantamientos II: no sabía sacar el máximo provecho de cada sortilegio. Si mi casa toda hubiera desaparecido, yo seguramente me hubiera dirigido a la Municipalidad a preguntar por ella. Ocurría a menudo que a uno le llevaran la casa por no cumplir con las normas de construcción del barrio o que se la demolieran por vieja, o simplemente porque sí, y que sólo meses después lo notificaran a uno. Y es que, según un modelo copiado de un libro que nuestros concejales tomaron por un código administrativo checo escrito en alemán, cada caso a resolver cursaba por secretarías diferentes, esto de manera simultánea y desde sus diferentes aspectos. Era cosa sabida que los de Ejecución eran más rápidos que los de Notificación, y aun a veces las órdenes se ejecutaban antes de haber sido emitidas. Incluso se dio más de una vez que el trámite terminara antes de ser comenzado, siempre que fuera en perjuicio del ciudadano. Si el ciudadano era el demandante, la cosa era diferente, porque correspondía a otro departamento organizado de manera totalmente distinta. Era de público conocimiento que aquél constaba, sí, de secretarías, pero no se sabía cuántas ni cuáles pudieran ser éstas. Los más maliciosos decían que en realidad existía sólo una mesa de entrada donde se recibían los pedidos y quejas, y detrás de la puerta que podía verse desde el mostrador, nada, tan nada como lo que había entre mi casa y mi casa ahora. Yo creo que es una exageración por parte de los eternos inconformistas, cuyo modo de vida consiste en oponerse por principios. Con todo, es un hecho que, de existir, las actividades del departamento de Ejecución jamás han salido a la luz, excepto en los balances anuales de gastos. Dicho lo cual resultará comprensible que, en caso de no encontrar uno su casa donde por la mañana la hubiera dejado, presto se dirigiera a pedir explicaciones a las autoridades, sin pretender obtenerlas, por las razones antes expuestas. Jamás hubiera pensado entonces en mi acérrimo enemigo, el encantador, si no fuera porque había dejado la superficie exterior de mi casa, trabajo tan fino del cual no creía capaces a todos los millones de departamentos de la Municipalidad juntos. Porque la maldad sólo es completa si uno podía dar un burlón indicio de su identidad, conscientes o al menos creyentes de la impotencia del damnificado. Era necesario, para que la acción rindiera su fruto máximo, que yo supiera quién me había jugado esa mala pasada. Bien, ya lo sabía. Para el caso, daba lo mismo que se tratara del encantador o de la municipalidad; mi impotencia era la misma en un caso y el otro. Pero había sí una diferencia: el del encantador era un acto dedicado, dedicado a mí, que era una recién autoconsciente Caballera Andanta, y esta idea me llenó de orgullo, aunque no sé exactamente por qué; sólo ocurrió así. Pensé poder pasar de la vela de armas y todo lo demás, ya que a diferencia del Quijote había leído demasiado pocos libros de caballería, y siguiendo los mismos razonamientos que mi ingente antecesor, inferí que si en mis lecturas habituales nunca nadie era armado caballero, es que éste paso era innecesario. Lo que sí me parecía un paso ineludible era encontrar un propósito que guiara mis andanzas. Deploré la falta de aquel libro de buenos propósitos que tenía sobre la mesa de luz de mi ya desaparecida casa. Eran éstos buenos propósitos reunidos durante décadas llenas de primeros de Enero. Y llenas también de otros días que no eran primero de enero y que servían para confirmar que lo máximo que se podía hacer con los buenos propósitos era escribirlos en el libro. Pero ahora, ahora era el momento en que esos propósitos podían convertirse en hechos, ahora que yo me sabía Caballera Andanta y buscaba propósitos. Y los propósitos no estaban, ja! Por todo lo cual confirmé que el destino es quien paso a paso nos disuade, y que contra esto nada puede la voluntad. Aun así era necesario encontrarse un propósito, cualquiera fuera éste, y una vez hallado, asirlo fuertemente entre los dientes. Rápidamente me dije: mi propósito es encontrar un propósito. Más tranquila, ya, por haber encontrado la justificación de mi existencia, comencé mis aventuras de Caballera, que consistían, por el momento, en buscar propósitos. Pensé que, de no encontrar ocupación mejor, bien podía proponerme enderezar un poco las estrellas que se encontraban todas muy desordenadas y azarosas, sin la mínima consideración por los comunes que quisiéramos encontrarle una forma. Porque, qué es eso de tener centauros, gigantes con cuchillos y animales del zodíaco! Eso estaba bien para la Antigüedad cuando todas esas cosas existían. Cierto que los animales del zodíaco todavía andaban por ahí, paseándose resignados entre las hojas de las revistas, pero aún así, aprovechando las maravillas de la técnica, podían subtitular las constelaciones, ya que eran muy difíciles de ver. Me pareció una excelente idea reordenar las estrellas para que dibujaran motivos más acordes con el momento actual: por ejemplo, representando hamburguesas, pokemones o rostros de famosos. ¡Quién iba a mirar un cielo lleno de luces humildes e incomprensibles teniendo todos los coloridos del neón al alcance de la nariz! En cambio, si el cielo era reordenado como ya dije, añadiendo graduadores de intensidad de la luz, cambiando las bombitas de algunas estrellas por otras de los más hermosos colores, eso sería otra cosa. ¡Qué belleza indescriptible! También podía ponerse un buzón de sugerencias para que cada cual pudiera expresar sus preferencias. Y... pero por suerte, cuando en estos pensamientos estaba, me llegó la notificación de la Municipalidad y por tanto dejé tan altos planes para dirigirme con prontitud hacia esa oficina de la cual, dicen, hay sólo la fachada. Luz Espaïn