19 Junio 2000 Luz Espaïn Globalización Se fue cayendo para arriba, y aunque yo le dije que eso estaba muy mal, que no lo volviera a hacer, eso no fue óbice para que dejara de hacerlo. Desde arriba me saludaba burlón como diciéndome "¿ves que sí lo hago?" Menos mal que se nos había ocurrido poner un techo en la casa, porque si no, ya me lo veía al muy dirigiéndose como un corderito hacia la estratósfera. ¿No sabía él que eso no había que hacerlo no porque no se pudiera sino porque era muy peligroso? A ver, cómo pensaba que podía volver, eh? No, se ve bien que él no pensaba en todas esas cosas, siempre iba diciéndome que yo era demasiado cautelosa. Me imaginé cómo cambiaría su cara cuando se diera cuenta de que estaba atravesando la capa de ozono: oh! oh! sí, O-tres, O-tres, já! cautelosa yo! ¿dime? ¿se respira eso? Pero por suerte habíamos puesto techo, sí, aunque quizás no hubiera sido tan malo perderlo en el espacio esterió. Yo mientras tanto intentaba seguir con mis tareas cotidianas, no iba a darle el gusto de mi atención, no señó. Luego parece que se cansó de estar ahí pegado al techo y comenzó a llamarme. Bueno, qué, le decía yo, sin tratar de disimular la impaciencia que me provocaba. No, nada, nada. Pero al rato nuevamente me llamaba. Me di perfecta cuenta de que me quería decir que no podía bajar pero no se animaba, y es comprensible, porque lo que yo le contestaría ni bien confesara que no sabía cómo bajar... Así que seguí como si nada, preparé la cena y le dije que bajara a comer. Pero no bajaba, claro, y compadeciéndome de él sólo un poco, me paré sobre una silla y le estiré un sandwich, no sin advertirle que no hiciera migas, al menos no sobre mi cabeza. Como al quinto día de estar allí arriba, se animó y me dijo: anda, ayúdame a bajar. No pude evitar una sonrisa bien maligna y le contesté: no me dirás que no sabes cómo hacerlo, eh? "Y no, no sé", contestó el muy. Aproveché su indefensión para decirle todas las veces que se me antojaron "yo te lo dije" "yo te lo dije" "yo te lo dije". Luego cuando me aburrí de decirle eso, y otras cosas, con respecto a la impaciencia que me provocaba, y que si no le habían enseñado nada en la escuela, ni en su casa, comencé a pensar la manera de ayudarlo a bajar, no sin refunfuñar. Lo primero que se me ocurrió fue subirme a una silla y saltar desde allí tratando de alcanzar su mano. Pero luego de quedarme colgando un rato de su brazo me di cuenta de que esto no servía porque mi peso era menor al de él y no podía atraerlo hacia abajo. Probé luego con un plumero muy largo que usaba para remover las telas de araña del techo, y evitando hacer odiosas comparaciones, intenté rescatarlo así del cielorraso. Pero no, él parecía pegado al techo, a lo sumo se movía un poco para los costados. Cuando llegó cerca de la puerta del baño, se me ocurrió que el vapor podía servir para despegarlo y de paso se bañaba, que hacía muchos días que no lo hacía, el muy. Así que él se tomó del marco de la puerta y con esfuerzo pasó del otro lado. Yo prendí la ducha e intenté dirigirla hacia arriba lo más posible, y allí lo dejé bañándose, no sin decirle antes: "luego me secas el baño, eh? tú siempre el mismo, dejas todo que parece que las cataratas del Niágara hubieran estado aquí". Como a las diez horas de estarse ahí bañando me llamó nuevamente para decirme que eso no parecía funcionar y que ya estaba un poco cansado de bañarse. Yo le pregunté si no quería que le trajera un patito de goma, pero luego me dio lástima y apagué la ducha tirando para arriba toallas hasta que él pudo tomar una. El caso era muy grave. Yo había tenido que llamar a su trabajo para decir que él se encontraba impedido de ir, pero no podía explicar la razón real. ¿Qué, se encuentra enfermo? Bueno, sí, eso siempre, digo, más o menos, es una enfermedad muy rara que se llama agravidez durante el curso de la cual el aire libre es letal. Día tras día tuve que hablar con su jefe, que me preguntaba cómo seguía. Pues vuela, decía yo. ¿De fiebre? Sí, eso siempre, digo, más o menos y un poco. Y la verdad es que no sabíamos qué hacer. Con el removedor de telas de araña lo iba cambiando de ambiente para que no se aburriera tanto, pero más que eso no podía. El domingo le dije que yo tenía que salir y que no se preocupara que volvería pronto. Me dirigí a una plaza y compré media docena de globos de gas, porque tenía la idea de que de ellos podría aprender cómo bajar del techo. Y si no, al menos le servirían de muebles allí arriba y podría tener algunas cosas sin necesidad de pedírmelas todo el tiempo, tanto para subirlas como para bajarlas. Porque eso era muy importante, bajarlas. La noche anterior me había despertado cuando el tomo I de las Vidas Paralelas había aterrizado sobre mi cabeza. Pasado el susto inicial, había dirigido mi vista cargada de odio hacia arriba y ya estaba por soltarle unos cuantos versitos, cuando vi que estaba dormido y que el libro se le había caído, como le pasaba siempre. Así que no le dije nada. Cuando regresé él estaba muy cerca de la puerta, se había arrastrado allí por la impaciencia. Le conté lo de los globos y los solté. Éstos llegaron hasta el techo y allí se quedaron, y entonces él ya no se sintió tan desolado. Como tenían hilos muy largos, yo iba tirando de ellos, los hacía bajar, los cargaba de las cosas que él necesitaba y los soltaba. Así pasaron muchos días, y no parecía que hubiera una mejora sustancial en la situación, como no fuera que él ahora tenía dónde apoyar sus cosas. Yo le preguntaba: aprendes algo? El negaba con la cabeza y yo le decía que no se preocupara, aunque yo sí estaba preocupada. Una mañana desperté y vi que algunos globos habían comenzado a bajar. Él estaba dormido y no se había dado cuenta. Lo más suavemente que pude lo desperté diciéndole "rápido! fíjate cómo lo hacen!". Él pasó todo ese día sin despegar la vista de los globos pero no parecía estar bajando nada. Me dormí un poco desesperanzada: si los globos lograban bajar y él no, debíamos imaginar otra solución, a pesar de que ya la imaginación parecía dispuesta a abandonarnos, agotada como estaba. Pero ni bien abrí los ojos la siguiente mañana, me crucé con su sonrisa feliz: estaba comenzando a bajar. Cada día estaba un poquito más abajo, hasta que un día, emocionadísimo, apoyó los pies en el suelo. Durante unos meses, él se negaba a despegar los pies del suelo, evitaba cualquier clase de saltito, aun de esos necesarios para sortear un charquito. Pero luego todo volvió a la normalidad, si es que alguna vez había habido alguna. Luz Espaïn