27 Julio 2000 Luz Espaïn Kölner Dom Seguramente ninguno de nosotros sospechaba el peligro que nos acechaba dentro de una catedral gótica en perpetua reconstrucción. Por eso es que, con risas en los idiomas más diversos, comenzamos a subir la infinita escalera de caracol que nos llevaría hasta tocar la panza del cielo medieval. Al principio, todo fue subir y subir escalones desgastados, redondeados, diversos pero indiscernibles dada la cantidad. Y en las paredes, infinitos nombres, fechas y leyendas, que daban cuenta de millares de viajeros que habían entrado allí, y presto habían salido. Nosotros no. Digo, que no salimos. Al menos no "presto". Una infinita subida por una estrecha escalera de caracol que huele a siglos y a pálida historia siempre es una experiencia un poco asfixiante y no es difícil que uno pierda noción del espacio y sobre todo del tiempo. No es raro que de pronto uno piense que la altura que ha de haber alcanzado es inconcebible para un hombre. Que el mundo tierra debería haber terminado ya y que más allá no es posible ir, al menos no subiendo escaleras. Sabiendo esto, es que no le di mayor importancia al hecho de que la escasa luz que entraba por las pequeñas ventanas cambiara como si... sí, como si pasaran muchos días, con sus noches adjuntas. Ni siquiera parecía un dato relevante que el cuerpo pidiera a gritos descansar, comer. Algunos datos me causaban cierta extrañeza, como por ejemplo las caras de mis con-subidores, que se repetían y repetían cada tanto. Pero también eso podía tener una explicación natural: casi todos eran japoneses, y a mí siempre me parecen todos iguales, tanto da que esté en una catedral gótica o en un parque. Sin embargo, esos pequeños detalles iban alimentando en mí una sorda preocupación. Y yo no podía dejar de advertir que en cada una de las caras que veía iba creciendo un gesto de incomodidad, de extrañeza o de miedo. Mi mente se desbocó al advertir que yo estaba bajando, sin que pudiera recordar haber llegado a la cima, o haberme dado vuelta en la mitad. Bueno, pensé, no es tan grave, finalmente yo quiero salir de aquí, no importa si no llego al lugar desde donde un mismo yo, hace 500 años, contemplaba la inmensidad. Qué importa! Y fue bajar, y bajar, hasta sentir que podía escuchar el Aqueronte fluyendo, tanto era lo que bajaba, y bajaba, digo lo que subía... y de pronto lo supe: de alguna manera esa escalera se había vuelto redonda. Esa era una conclusión ineludible. Por alguna razón, ahora esa era una escalera ilusión-óptica, de esas que se ven en las láminas, donde nunca se baja y nunca se sube, o se baja y se sube simultáneamente, o como sea. Lo cierto es que ese tipo de escaleras resultan totalmente inútiles para llegar a cualquier parte, y pienso que es por eso que generalmente se las encuentra en las láminas, porque no sirven para nada. Pensé que si no servía para nada, mejor era no moverse, pero no era fácil resistir a la marea de con-subientes o con-bajantes: había que hacer algo, moverse en alguna dirección, sin detenerse a pensar si eso tenía algún sentido, término nunca tan bien empleado como aquí. Finalmente las inscripciones innumerables comenzaron a hacerse familiares, hasta poder repetir nombre por nombre, fecha por fecha, lo que iba a ir encontrando un escalón después. Pero la vida tenía que seguir, como fuera. A esta altura, todos hablábamos japonés, que era el idioma predominante. Poco a poco, se fueron organizando las escuelas: había varias maestras entre los con-escalerados y así fueron armando los grados. Bajaba una procesión de niños encabezados por una maestra que iba diciendo: niños de seis!, niños de seis!, por aquí!, y así iban sumándose los niños de seis, y los de todas las edades, en sus procesiones correspondientes. También estaba la procesión hospital, a la que iban sumándose los que se sentían enfermos, la procesión de oficinistas, la de estudiantes, la de los técnicos, la de las amas de casa, etc. Todo esto hubo de hacerse muy lentamente: estábamos como esos juegos en donde hay que formar una figura moviendo una ficha por vez, hacia el lugar que esté vacío, tratando de que con vueltas y más vueltas, finalmente todas queden en su sitio. Y era realmente complicado: no terminábamos de acomodarnos para nuestras tareas diarias cuando ya eran las 6 de la tarde y había que volver a reunir a la familia. No faltaba el jefe que se quejara por algún empleado que llegaba tarde a su lugar en la fila, ni el niño que llorara desconsolado porque sus padres tardaban horas en retirarlo del colegio. Pero mal o bien, todo se hizo. Casi diría que nos acostumbramos, pero es cierto. De pronto, un día, algo anormal ocurrió con las filas. Mucho más adelante de donde yo estaba, se escuchaban gritos, carcajadas, hurras y zapucays en japonés. Entre mis vecinos se hablaba de una catástrofe, de un alud de gente, de una muerte en masa. Pero no, era sólo la catástrofe para nuestra sociedad de la torre, que para alivio de todos se disolvía al pasar por la puerta... porque sí, había una, no, dos puertas. Al salir, un empleado repetía mecánicamente en saludable alemán que lamentaba las molestias ocasionadas. Habían pasado 10 meses durante los cuales la torre había permanecido cerrada inexplicablemente. Según creí entender, ocurrió que la puerta de arriba y la de abajo habían sido removidas para refaccionarlas un poco, y luego habían sido colocadas al revés, y es por esto que la escalera se había vuelto redonda. Pasados los 10 meses, alguien había logrado descifrar el misterio, dieron vuelta las puertas... y se encontraron con una horda variopinta hablando en japonés. Qué susto se habrán pegado! Luz Espaïn