Luz 04 Mayo 2000 Mi querida hormiga Siempre viví en la ciudad, pero nunca pude resignarme del todo a la lejanía de la naturaleza. Así es que un buen día me decidí a comprarme una mascota. Me decidí en un día, digo, pero luego no resultó tan sencilla la elección. Por fin, al cabo de un año pensándolo, me decidí por una hormiga. Las razones que me llevaron a esto son tan obvias que temo insultar la inteligencia de alguien al nombrarlas, pero de cualquier manera lo haré, pidiendo disculpas: la hormiga a) no tiene olor b) come poco y no ensucia c) no sufre si está sola d) no ocupa lugar y e) es una excelente compañía. De regreso de la veterinaria donde adopté a mi hormiga, elegimos con ella algunos artículos que pensé que necesitaría: una camita con respectiva almohadita y mantitas, un juego muy pequeño de platos, vasos y cubiertos, y por su puesto una taza para el desayuno. Yo realmente quería que mi hormiga se sintiera cómoda y amada, y que no sufriera por ser adoptada. Y no me equivoqué en mi elección: de regreso del trabajo, buscaba a mi hormiga por la casa, suavemente la levantaba del suelo y la ponía en un papel blanco sobre la mesa. Y charlábamos todo el tiempo. Bueno, en realidad, como hablar, hablaba yo, pero ella escuchaba con expresivos ojos y algunas veces asentía con las antenitas. También podía ocurrir que no estuviera de acuerdo conmigo, y en ese caso me lo hacía saber: la obsecuencia no estaba entre sus defectos. A mi ella me gustó de entrada. Era un ser de pensamiento libre sin lugar a dudas. Y además era muy independiente. Había días que yo no regresaba a mi casa hasta la madrugada, ¿y creen que alguna vez la encontré llorando tras la puerta con cara de "por qué me abandonas"? Noooo, las ganas!, ella tenía sus propias actividades. Pasado un año, decidí que era tiempo de que me ocupara de la educación de la niña hormiga, e improvisé una escuelita sobre la mesa del comedor. Así, mi hormiga aprendió matemáticas, geometría, griego, literatura y muchas otras cosas. Pero lo que más le gustaba era la filosofía, creo. Sobre todo le gustaban Hegel, Nietzche y Heidegger. Schopenhauer le provocaba risa, a mí para nada. En eso, por ejemplo, estábamos en desacuerdo. También gustaba mucho de los cuentos que yo le contaba cada noche a la hora de dormir. Muchos años fuimos felices las dos, compartiendo veladas, yo con mi comida, ella con sus miguitas de pan (y de pan dulce en Navidad), charlando y riéndonos mucho. Pero un día ocurrió algo horrible. Regresaba yo de mi trabajo como era costumbre, y buscando a la hormiga, fui hasta el balcón, donde vi por lo menos 20 hormigas. Ay! Quise morir! Primero pensé: cuál es la mía?, pero no pasó un segundo sin que se me ocurriera pensar que cualquiera era la mía. Entienden? Cualquiera! Dios! Qué desesperación! Años y años de amistad con una hormiga que era muchas hormigas, cualquier hormiga. Vaya uno a saber si la hormiga que yo amorosamente había traído a mi casa todavía estaba allí! Qué horror! Me sentí tan traicionada, creo que jamás me había sentido así. Y creo que jamás volveré a sentirlo, porque mi corazón se convirtió en piedra. Entonces furiosa, les grité a las hormigas: a ver, malditas, a quién de ustedes enseñé a recitar las odas de Horacio! Quién leyó conmigo el Ocaso de los Dioses y a quién o a quiénes pacientemente expliqué una y otra vez el teorema de Pitágoras! Temblando, las insté a que se retiraran, diciéndoles que no podía responder por mí misma en los minutos que siguieran. Las impostoras, tan asquerosamente tranquilas, se retiraron, y yo me quedé sola, decidida a exterminar cualquier atisbo de vida en mi casa. Pero nunca pude dejar de pensar en esa hormiguita que había traído a mi casa, y con el tiempo empecé a pensar que quizás me había precipitado: posiblemente esa hormiga, única para mí, no me hubiera engañado. Posiblemente ella y sólo ella hubiera sido la destinataria de mis cuidados y desvelos. Y yo en un arrebato de ira la había dejado en la intemperie, llorando de frío y de miedo... sólo porque había encontrado otras hormigas en las macetas del balcón. Si es que los dioses mediocres e insatisfechos (a los que estamos tan acostumbrados), que descargan su impotencia sobre lo que tienen más a mano pueden sentir culpa, yo me sentí como ellos. Porque finalmente, era yo la que la había traicionado: fui yo quien, con una espantosa ceguera espiritual, no supe distinguirla del resto. Yo la había devuelto a esa masa caótica que es la realidad, cuando no supe señalar su cuerpo sin equivocarme. Salí a buscarla. Días y noches la busqué por la ciudad, durante meses enteros, hasta que decidí que era inútil; ya jamás la vería. Así es que me resigné a vivir con ese peso en la consciencia. Hace unas semanas, entre los folletos, sobres y papeles que acostumbro a encontrar bajo mi puerta, hubo uno que me llamó la atención porque no tenía nada escrito: era un rectángulo de papel ilustración color azul grisáceo. Quedó apilado con el resto sobre el escritorio y no fue hasta mucho después que me di cuenta de que había desaparecido. La noche siguiente, me desperté con sed en medio de la noche, y como sonámbula me fui a la cocina a buscar un poco de agua. De regreso, pisé algo que me mordió un poquito como represalia. Como tenía mucho sueño y no veía nada, decidí poner un vaso encima de forma tal que no se escapara, y por la mañana pudiera yo examinarlo como corresponde. Por la mañana, al patear el vaso recordé el suceso y me incliné para ver qué era eso: y era nada menos que un pequeño elefante, que habiendo crecido mucho durante la noche, no lograba salir del vaso volcado. Con cuidado, lo ayudé a salir, y puesto que la mañana no me incita a reflexionar, me vestí para ir a trabajar y dejé al elefantito allí donde quisiera, provisto de un platito de leche y galletitas. De regreso, mi sorpresa fue conviertiéndose en temor cuando vi que el elefante estaba sentadito viendo la televisión. Tenía ahora el tamaño de un perro pequeño, y seguía creciendo rápidamente mientras yo lo miraba. Sé que debería haber actuado más rápido, pero supongo que la indolencia y el exceso de trabajo, me impidieron pensar. A los dos dias ya era tan grande que no cabía por la puerta. Luego tuve que empezar a podarlo, porque ya eso rebalsaba, y luego podarlo no fue suficiente, y empecé a limarlo con cuidado para que no le doliera. Al principio era suficiente con una vez al día, pero luego tuve que empezar a hacerlo cada vez más seguido, a cada hora, y hoy es todo el tiempo. Por supuesto que he dejado mi trabajo. Tengo que limarlo, limarlo, limarlo todo el tiempo, o explotaremos. No encuentro otra solucion. Sigue creciendo. En mis ratos libres, pienso qué puede significar todo esto, pero sé que no tiene ningún sentido. Lo que ocurre es lo contrario que con la hormiga: está ahí, único, ocupando toda mi casa. A él sí que no podría confundirlo con otro. Pienso si ese será mi castigo por haber maltratado a mi hormiga. También es posible que sea ella misma reencarnada, exagerando con su demostración de identidad, de la que para mí carecía antes. No lo sé. Este elefante no existe, lo imagino, lo sé bien. Y sin embargo, debo limarlo, limarlo, limarlo porque si no... Ay! ay! espérate! Disculpen, debo ir a limarlo ahora, luego les sigo contando.