06 Junio 2000 Luz Viaje Antes de la caída del sol llegamos a un paraje muy extraño. El paraje era exactamente igual al anterior y al anterior, es decir a todos los que habíamos ido a parar durante ese día. Esto no era extraño, desde ningún punto de vista. Lo realmente extraño es que se nos ocurriera que debíamos quedarnos allí a pasar la noche, ya que si todos los parajes de ese día eran iguales, el próximo también lo sería, y de eso era responsable el día, y no los parajes. Por tanto, si pasábamos la noche allí, era seguro que el próximo paraje sería diferente. Efectivamente, así lo hicimos, a ver si con esto podíamos dejar de aburrirnos de tanto paraje igual, que por otro lado no tenía nada de aburrido, pero tampoco nada de divertido. Sea por la ansiedad, o por la esperanza de que el nacimiento del nuevo día trajera nuevo hálito a nuestras vidas, o sólo porque debía ser así, porque iba a ser así de cualquier modo, sin influir en esto ni la esperanza ni el miedo, lo cierto es que esa fue la noche más larga de todo el viaje. Luego supimos que realmente había sido una noche larga, debido a que, según decían por la radio, había sido la noche polar del solsticio de invierno, de un planeta un millón de veces más gordo que el gordo azul, que tardaba tanto en darse la vuelta que allí decir "flor de un día" era un contrasentido: no hubo ni habrá jamás una flor que dure tanto. A nosotros nos pareció que eso duró unos veinte años. Algunos de los viajeros, que estaban ya en edad avanzada hacia el atardecer, no alcanzaron a ver la luz del día. Fueron veinte años robados a nuestra existencia. Los que lo pasamos mejor fuimos los que acostumbrábamos a pasar la noche despiertos, durmiendo sólo una vez que comenzaba a clarear. Creo que nosotros perdimos menos años, dentro de todo, porque el resto fue obligado por su reloj biológico a dormir durante veinte años, soñando vaya uno a saber qué cosas aburridas: luego de un tiempo largo, no hay originalidad que aguante. A los que permanecimos despiertos, no nos resultó tan fácil sin embargo. Cuando pasaron 5 años y seguían siendo las dos de la madrugada, algunos optaron por ir a dormir contra su costumbre. A los 10 años ya no sabíamos de qué hablar. La oscuridad era tan cerrada que el aire parecía faltar, y las palabras se mostraban reticentes a cruzar el espacio. Tuvimos, sí, el tiempo que nunca habíamos tenido para contarnos nuestras vidas, y aún de inventarnos muchas, pasadas, presentes y futuras. No importaba demasiado el significado, lo único que era imprescindible es que de vez en cuando una palabra surcara fugazmente el velo negro, para no enloquecer de soledad. Yo quedé entre los que esperamos hasta que se vio una pequeña luz violácea en el horizonte: esa era el Alba, deshaciendo el tejido oscuro, mezclando colores imposibles. Era lógico que ahora a la diosa le costara un poco más que de costumbre abrir las ventanas del cielo: la oscuridad había estado años allí y en algunas partes se había fosilizado. Cuando llegamos a distinguir algunos colores en el cielo, y los contornos negros de nuestras figuras, pudimos dormir.