La controversia Carpizo/Sandoval Iñíguez

* Miguel Sarre

Las recriminaciones entre el ex Procurador General de la República y el Cardenal de Guadalajara en torno a la investigación del asesinato del Cardenal Posadas Ocampo y un grupo de personas, que cumplió seis años, ponen de relieve diversos aspectos de nuestra deficiente cultura jurídica.

En primer término, al margen de las certeras críticas difundidas respecto de la constitucionalidad del grupo de trabajo constituido ad hoc para la investigación de estos hechos, conviene precisar que el objeto de todo proceso es la búsqueda de la verdad procesal, y no de la verdad histórica, como todavía se enseña en algunos textos y universidades, donde se reproduce la vieja distinción, propia de los sistemas inquisitoriales, según la cual en el derecho penal se busca la verdad histórica, mientras que en el civil se atiende a la verdad procesal.

La verdad procesal es una verdad limitada por el respeto a garantías procesales y a las reglas del proceso. Como consecuencia de ello, es una verdad que, como tal, corresponde a la realidad, pero no necesariamente a toda la realidad. Esto es así porque el Estado tiene que actuar con seguridad cuando se trata de aplicar graves consecuencias jurídicas a quien se tiene por responsable de un hecho delictivo y, si no se respetan esas garantías y esas reglas no hay seguridad alguna en el resultado obtenido. Las democracias pagan el precio de obtener una verdad procesal a cambio de desconocer toda la verdad o la verdad en todos los casos. Una paradoja inevitable.

Para apreciar lo anterior en su justa dimensión habría que considerar los costos de una pretendida verdad histórica; es decir, la búsqueda de la verdad fuera del escenario del proceso, sin sujetarse a sus reglas, ni contar con la participación de los sujetos procesales como son el acusador, el defensor y el juez. Una verdad donde la acusación y la defensa no estuvieren en manos de sujetos distintos; donde no hubiere hipótesis ni contrahipótesis respecto de la forma en que ocurrieron los hechos, ni unos sujetos encargados de verificar las primeras y otros de refutar las segundas; donde las investigaciones no fueren secretas ni los juicios públicos; donde no existieren jueces por encima de las partes contendientes, o donde éstas no se encontraren en igualdad de condiciones; donde los jueces no fuesen los establecidos por la ley con anterioridad, sino los asignados al caso.

A pesar de que la verdad histórica, es una verdad a toda costa donde lo que importa son los resultados, y no el camino ni los medios, no escapa sin embargo a su propia paradoja: cuanto más amplia es, se vuelve más incierta. La idea de conseguir la verdad por medios extraprocesales en el caso Posadas obedece así a una muy ingenua búsqueda de la verdad histórica. Tan grave sería permitir la tortura para saber toda la verdad, como lo es prescindir de las rígidas reglas procesales con el mismo objeto. La verdad juridico-penal por consenso en el derecho es lo más ajeno a la verdad y a la justicia.

El caso Posadas evidencia nuestra cultura jurídica desde otro ángulo. Se dice que es un caso extraordinario que requiere de una investigación extraordinaria. En un estado de Derecho la investigación de todos los delitos es importante. En nuestro sistema jurídico, todo acto que implique preferencia o relegación de unas investigaciones respecto de otras es contrario al artículo 109 constitucional que, en su fracción III, establece la obligación de todos los servidores públicos de conducirse con imparcialidad y eficiencia en el cumplimiento de sus funciones. Lo contrario es admitir que el resto de las investigaciones los casos considerados arbitrariamente como menos importantes se atenderán con negligencia.

Más allá del trato discrimina-torio que implica el considerar un caso como extraordinario - como si no todo homicidio lo fuera- resulta ingenuo pensar que lo extraordinario puede funcionar si lo ordinario no funciona, como si en un caso se pudieran suplir las deficiencias estructurales de nuestro sistema de procuración de justicia. La impunidad no se abate mediante la atención especial a casos considerados como especiales, sino logrando que las instituciones públicas funcionen con una ordinaria extraordinariedad.

Finalmente, debe recordarse que en la tarea de perseguir los delitos el gobierno no está obligado a obtener resultados, sino sólo a hacer todo lo posible para lograrlos, dentro de los límites de la legalidad.

Revisemos nuestro caduco sistema de justicia penal de corte inquisitivo, en el que los amplios poderes conferidos al ministerio público (así, con minúsculas) no se traducen en mayor eficacia y pongamos en operación los sistemas de control internos y externos a los que debe estar sujeto, pero hagásmoslo para todos los casos. La acción penal que comprende la investigación y persecución de los delitos, así como el sostener la acusación ante los tribunales es, desde tiempos inmemorables, una acción pública, lo que significa, en palabras de Luigi Ferrajoli, “un deber para los órganos del ministerio público y un derecho para los ciudadanos”. No lo liberemos de esta responsabilidad.