El Partido Acción Nacional: la larga marcha, 1939-1994

Buenos datos, Interpretación discutible

Jorge Alonso, CIESAS Occidente

La investigadora de El Colegio de México Soledad Loaeza acaba de sacar a la luz un importante libro titulado El Partido Acción Nacional: la larga marcha, 1939-1994. Oposición leal y partido de protesta, editado por el Fondo de Cultura Económica (México, 1999, 608 páginas).

Este libro da cuenta tanto de una larga marcha de un importante partido en la vida política mexicana, como de una larga marcha de una investigación académica. La estructura del libro obedece a las normas clásicas: agradecimientos, una introducción , el cuerpo de la investigación dividido en capítulos (en este caso seis), un apartado conclusivo, una bibliografía estructurada con obras generales de referencia y obras sobre México (en ambas partes hay subdivisiones correspondientes a libros y a artículos y capítulos de libros), noticia del material revisado en archivo (el de Gómez Morin), relación de periódicos y revistas, y finalmente un útil índice onomástico.

La autora se propuso, y logró, entender al PAN tanto en sí mismo como formando parte de un sistema político. Contrapone las visiones simplificadoras a la realidad, para hacer ver que los panistas no pueden ser ubicados como el renacimiento de los conservadores del siglo XIX. Otro de los méritos del libro es el análisis tanto nacional como regional de la participación electoral panista. En esta forma puede visualizar dónde se encuentra el panismo duro, dónde ha tenido presencia significativa y en dónde se puede ver el impacto de la irrupción del neopanismo. Acontecimientos y tendencias nacionales e internacionales son analizados en función de comprender los cambios sufridos en este partido. Los partidos, pese a su actual crisis, siguen siendo las instituciones más apropiadas para encauzar una relación dinámica y fluida entre el poder y la sociedad. Sin los partidos no hay democracia.

Loaeza construye una sólida propuesta analítica. Se hace una profundización en el estado mexicano, en el sistema político, en el papel de la oposición partidista, en el sentido de las elecciones de etapas diferentes. Si hasta 1982 las elecciones eran más bien actos rituales, a partir de ese año algunos sectores sociales aparecieron con mayor fortaleza, organización y autonomía de decisión. Esto repercutió en que el objeto del cambio le sería disputado al estado por diferentes grupos sociales.

El libro no sólo trata del PAN. También se adentra en los demás partidos. Muestra cómo el partido oficial ha sido menos que un partido, porque su intervención en el diseño de los programas de gobierno, en el proceso de toma de decisiones políticas o administrativas, y en general en el curso de los asuntos públicos es mínima. Durante mucho tiempo la preeminencia de este partido redujo para la oposición las posibilidades de acceso al poder. La baja institucionalización del sistema de partidos ha afectado a los opositores. Hasta el inicio de los años ochenta los partidos cumplieron una función más cercana a la de los grupos de presión, especializados en la defensa de intereses particulares. La oposición servía también como válvula de escape a descontentos.

En el libro se indagan los orígenes intelectuales del PAN y sus primeros años. El PAN se propuso buscar una tercera vía entre el capitalismo individualista y el colectivismo. Surgió para defender el derecho a la participación de elites que no encontraban cabida en el proyecto cardenista. Fue una de las corrientes políticas nacionales nacidas de la Revolución mexicana, que participaba del espíritu general de renovación y de reconstrucción nacionales, aunque sus programas y objetivos sociales fueran distintos de los del grupo en el poder.

La autora rastrea los orígenes intelectuales y políticos del fundador Gómez Morin, quien se propuso formar un partido de minorías excelentes, un partido de corazón universitario y profesionista. Loaeza considera que la alianza que tuvo que establecer con los católicos fue tanto un capital como una hipoteca política. El predominio de la influencia de los católicos en el PAN durante las primeras tres décadas le permitió sobrevivir, pero le impidió crecer. La confesionalización se explica por deserciones que sufrió en sus primeros años de existencia, en particular de profesionistas, universitarios y empresarios. De 1949 a 1962 el partido quedó reducido a una minoría radicalizada y marginal cuya supervivencia dependía sobre todo de sus pulsiones internas. La autora asegura que el predomino católico en el PAN desalentó las actividades de organización. No obstante, a principios de los sesenta el partido experimentó un importante proceso de modernización que provino no de su interior sino de influencias externas. Estos primeros cambios prolongaron su supervivencia, pero no completaron su institucionalización. El movimiento estudiantil del 68 fue determinante para que las elites políticas reconocieran que era más peligroso controlar o impedir la participación que encauzarla. Este viraje abrió el camino a una tímida reforma política en los años setenta. De 1962 a 1979 el PAN pasó de ser un partido confesional, políticamente aislado, a una oposición relativamente madura, aunque con severos problemas de consolidación. La evolución del pensamiento católico (por el Concilio Vaticano II), el deterioro del poder dominante, las apariciones de nuevas formaciones políticas y las reformas electorales actuaron en forma directa sobre el panismo. El partido tuvo que recorrer con muchas dificultades una largo camino hasta poder convertirse en un actor político moderno.

Loaeza estudia la pugna que se dio a principios de los sesenta entre una corriente secularizada y la que quería convertir al PAN en un partido demócrata cristiano. Los que empujaban esta última opción abandonaron el panismo. La autora también pondera los impactos de los fraudes, tanto a nivel federal como en comicios locales. Profundiza en la propuesta de González Morfín de una reforma social, y en las contradicciones que se suscitaron entre el hijo de don Efráin y Conchello, quien privilegió la alianza con un empresariado irritado por las políticas echeverristas. González Morfín se opuso al pragmatismo oportunista. Se enfrentaron las dos concepciones: la que privilegiaba una identidad doctrinaria y la que propugnaba una protesta contra el gobierno. Esto entrampó al partido. No pudo lanzar candidato a la Presidencia para los comicios de 1976. Bajaron sus votos. González Morfín y el grupo partidario del solidarismo abandonaron el PAN. En los comicios de 1979 vino un repunte panista. Tanto la reforma electoral de 1977 como la relativa a los municipios en 1983 propiciaron un auge del voto panista. Además este partido recibió el impulso del denominado neopanismo. La politización empresarial potenciada por las nacionalización bancaria incidió en que el PAN recibiera nuevos líderes y cuadros medios. Esto le dio al panismo una nueva fisonomía. El PAN se convirtió en el partido de las elites locales. El libro correlaciona los cambios en las legislaciones electorales y sus impactos en las votaciones panistas. Se analiza la candidatura presidencial de Clouthier. Las protestas y las subsiguientes negociaciones con el salinismo. Se da cuenta de la insistencia panista por introducir cambios en la legislación electoral. Así se llegó al primer Cofipe, pero también sobrevinieron los descalabros de las elecciones de 1991, lo que obligó al panismo a seguir presionando por más modificaciones en la legislación electoral. Se instauró el realismo político en la dirección del PAN. Este partido tuvo una enrome influencia en el sexenio salinista gracias a las circunstancias del sistema político. Con Salinas el presidencialismo se fortaleció. La tendencia bipartidista de los años ochenta cambio. Apareció una nueva fuerza política: el PRD. Frente a la intransigencia de éste, resaltó la ambigüedad del PAN frente al poder. El blanquiazul ya no podía ostentarse como la única oposición al gobierno. Además vinieron triunfos locales importantes, y los panistas querían demostrar que podían gobernar. La dirección nacional panista se ufanó de la victoria que denominó cultural. Muchos de los temas panistas se habían extendido en las conciencias de muchos ciudadanos. En el PAN se creía que los cambios se debían a eso. Algunos llegaron a creer que el gobierno seguía planteamientos panistas. Por su parte la autora considera que había coincidencias, por ejemplo en los cambios al artículo 27 y al 130; pero recalca que las razones eran muy diversas. Para el gobierno se trataba de pasos en la modernización. Para el PAN eso se veía como el triunfo de sus viejas demandas. La cercanía con el salinismo tuvo costos políticos para el PAN. Se ahondaron contradicciones entre panistas tradicionales y neopanistas. Vinieron nuevas escisiones. La autora da un seguimiento pormenorizado al crecimiento del PAN en la década de los ochenta, a la aparición del neopanismo, a la política del diálogo con Salinas, al acceso al poder en gubernaturas importantes, a la dirigencia de Castillo Peraza. Se estudia el impacto de la aparición del EZLN en la política de los diferentes partidos en la coyuntura electoral de 1994. Se indaga la candidatura de Diego Fernández de Ceballos, su triunfo en el debate y su posterior retraimiento. Se hace ver que quienes votan por el PAN no necesariamente conocen su doctrina, pero que hay en ellos una vaga identidad política con una organización cuya ubicación política se logra percibir aunque sea vagamente. Se estudia el perfil del votante panista en 1994. Se trata de un voto de protesta, un voto por un cambio ordenado. La autora concluye que a finales del siglo XX el PAN se parece al partido de jóvenes profesionistas que desde 1939 quiso Gómez Morin.

Loaeza insiste en que hasta antes de 1982 el PAN era una manera de ser; después se convierte en una manera de protestar. Durante mucho tiempo fue un partido ensimismado dedicado a una crítica principista y temeroso del contagio que podía suponer el contacto con el poder. En 1982 el PAN se convirtió en el vector del cambio político porque canalizó la protesta antigobiernista al frente de una insurrección ciudadana que sentó las coordenadas del desmantelamiento autoritario por la vía electoral y partidista. El PAN ha tenido una doble calidad: la de oposición leal y la de partido de protesta por la vía electoral y pacífica. Ha respondido a las exigencias del poder y ha diseñado para sí un perfil de oposición a la antidemocracia, a la corrupción, a la amoralidad de la política cotidiana y al anticatolicismo. Durante mucho tiempo se presentó como la única oposición verdadera. En los años del apogeo autoritario posrevolucionario el PAN optó por ser la conciencia crítica de la política mexicana. La distancia moral que los panistas construyeron frente al poder se convirtió en un capital político. La autora insiste en muchas de las ambigüedades de este partido y sus conflictos internos están en que no se puede ser a la vez fuerza moral y fuerza política simultáneamente. Hasta la década de los ochenta estuvo marcado por sus fidelidades. Pero fue adquiriendo nuevas funciones que alteraron sus rasgos y también su significado en el conjunto del sistema político. Contribuyó al lento desmantelamiento del autoritarismo posrevolucionario. Ha sabido evolucionar hasta el actual pluralismo. El ascenso panista en los ochenta se debió a la modernización política y al agotamiento del PRI. Después se convirtió en interlocutor del poder más por su perseverancia que por audacia. El fortalecimiento del PAN habla más de la sociedad que del partido. Ha contribuido a la credibilidad del voto a través de las reformas que ha ido logrando en los últimos tiempos. La autora recalca que el fortalecimiento del PAN no puede ser entendido sin que se vea la debilidad del Estado mexicano. El PAN a través de su historia, de manera lenta e irregular, ha estructurado acciones en torno al voto.

El libro prometía concluir con las elecciones del 94. No obstante, también hace incursiones en las elecciones federales de 1997 y sus implicaciones, así como en elecciones locales como la de Aguascalientes en 1998. Pese a que el PAN gobierna en seis entidades federativas, todavía está lejos de ser la nueva mayoría que se propuso en la década de los ochenta. Uno de los mayores tropiezos del PAN ha sido la emergencia del PRD como organización opositora creíble. Eso puso fin al tradicional monopolio panista sobre el voto antipriísta. Pero eso ha beneficiado al PAN, pues entre las tres formaciones partidarias más consistentes se ha quedado en el centro, y ha cumplido una función moderadora que ha sido decisiva para que el desmantelamiento del autoritarismo no se traduzca en un derrumbe institucional. A finales del siglo XX el PAN es un partido en el poder. Además de gobernar en varios estados, se encuentra al frente de importantes municipios, y cumple una relación bisagra en el Congreso. Se analiza el hecho de que un panista haya estado durante un tiempo a cargo de la Procuraduría General de la República en el sexenio zedillista.

La autora concluye que el PAN prosigue tensionado entre la definición de su función: gobernar u oponerse. No pocos panistas se han cuestionado hasta qué punto la acción de gobernar ha desnaturalizado a su partido. Al gobernar ha tenido que representar intereses particulares, ha tenido que enfrentar retos concretos, atender o afectar determinados intereses, administrar recursos escasos y resolver problemas de toda índole. Esto lo ha despojado de la imagen que se había forjado de superioridad moral. Con el crecimiento y con las posibilidades del acceso a puestos públicos la diversidad interna ha aumentado.

El libro termina con una visión prospectiva. La victoria política de las elites locales y clases medias urbanas dependen de su capacidad para formar alianzas con clases populares, que son las que aportarán la cantidad suficiente de votos para triunfos electorales. Pero esto coloca al PAN frente a una disyuntiva: optar por una vía como la de la democracia cristiana apoyándose en la identidad que le ofrece el catolicismo y penetrar en clases populares. Esto le resolvería el problema de los votos, pero comprometería el apoyo de grupos privilegiados que no simpatizan con el reformismo católico. El otro camino es el del populismo de derecha antiestatista. Mientras la primera opción necesita la intervención del estado, la segunda la rechaza y privilegia un agresivo individualismo. El futuro inmediato depende de cómo resuelva esa tensión. La autora no lo dice, pero como históricamente han podido convivir ambas tendencias, el futuro de este partido dependería de su capacidad para seguir soportando dicha tensión.

El libro está bien documentado, sólidamente estructurado y bien escrito. Se coloca como uno de los estudios sobre el PAN que tendrá que ser estudiado y discutido.

Aceptando el reto de la discusión que el mismo libro provoca, quisiera centrarme en un punto medular que articula todo el escrito: la relación existente entre sus dos padres fundadores (Manuel Gómez Morin y Efraín González Luna). Soy consciente de los esfuerzos analíticos obligan a esquematizaciones. La autora ve que las corrientes más importantes del PAN podrían asimilarse a la dualidad original que encaraba por una parte el doctrinarismo de González Luna, y por otra, la eficacia política postulada por Gómez Morin. Esas tendencias condicionarían además las actuales tensiones que visualiza la autora entre la adopción de una forma demócrata cristiana o la de un populismo antiestatista estilo Clouthier. Loaeza ve que la ambivalencia de origen fue lo que hizo crisis en la lucha por la candidatura presidencial en 1975, pues se enfrentaron dos visiones: la que quería la conquista del poder y la que buscaba que el partido fuera un instrumento para redimir a la sociedad. De los dos fundadores dice que bajo una aparente complementariedad había discrepancias importantes. Acepta que a pesar de que la relación entre ambos fue de mutuo respeto, apoyo y de ininterrumpida colaboración, había entre los dos discrepancias importantes, y algunas muy profundas. Considera que se dio una división del trabajo: González Luna generaba la doctrina del partido, y Gómez Morin se ocupaba de insertar la organización en el sistema político creando las redes y vínculos que daban vida al partido. El pensamiento y posiciones de González Luna tuvieron mayor influencia en la vida interna del partido y en la concepción que durante décadas los panistas tuvieron de sí mismos, de un mundo cerrado al exterior. Gómez Morin lo quería orientado hacia fuera. Loaeza afirma que el éxito de la relación se debe más al pragmatismo de Gómez Morin que a la habilidad persuasiva de González Luna. La autora acepta que los dos compartían una visión general derivada del pensamiento católico, y que coincidían en la concepción organicista de la sociedad. Pero enfatiza que la participación de González Luna fue decisiva para la imagen del PAN como un partido católico; imagen que se impuso sobre la idea del partido modernizador que tenía Gómez Morin. La principal diferencia que ve la sitúa en la relación que cada uno establecía entre economía y política. Mientras que González Luna sostenía que la política estaba sobre la economía, Gómez Morin veía que la economía era el motor del cambio, por lo que la verdadera acción política era la acción económica. La autora concluye que tenían en esto dos visiones distintas del mundo. Loaeza subraya que el PAN fue marcado por este doble liderazgo y sus discrepancias, las cuales derivaban de concepciones diferentes de la relación entre moral y política y entre política y religión. La autora recalca que la postura de González Luna era abstencionista, porque desconfiaba del voto en sí mismo. Mientras González Luna quería que el PAN fuera una fuerza moral, Gómez Morin quería construir una fuerza política participativa, activa, que a través del voto llegara pronto al poder. El primero trazaba una línea de un proyecto de largo plazo, mientras muchos panistas de la primera horneada buscaban el poder a corto plazo. González Luna defendía la política como ética y no como la lucha por el poder.

Antes de entrar a la discusión de la relación entre González Luna y Gómez Morin quisiera señalar tres cuestiones puntuales. Loaeza insinúa que cuando en el PAN se propuso la candidatura presidencial de Luis Cabrera para enfrentar a Alemán, González Luna había expresado dudas respecto de la conveniencia de un candidato externo. También apunta que cuando se fueron los banqueros del PAN éste se volvió a campesinos. Otro elemento que la autora señala es que González Luna tendría una concepción del partido más como academia.

En cuanto al primer punto no habría que olvidar que quien propuso la candidatura de Cabrera fue precisamente Efraín. Sostuvo que Acción Nacional no debía tener un candidato a la Presidencia seleccionado de entre sus propios miembros. Dado que el gran mal en México era el exclusivismo faccioso; el remedio estaba en la restauración de la unidad nacional. Se necesitaba un régimen de unidad nacional, que no consistía en una mezquina reconciliación de compadres sino una realización en las alturas del Estado. Planteó una candidatura no partidaria, una candidatura de unidad nacional, de concentración nacional. Había que unir a todos los hombres que estuvieran decididos a realizar un trabajo y a pelear una lucha limpia por el bien común. Así se invitaría a México entero a encuadrase dentro de las filas del partido para cumplir sus fines. Después de abundar en la argumentación en este sentido propuso el candidato que a su juicio podía ser capaz de ser propuesto por el PAN al país como candidato al rededor del cual se diera la batalla electoral en nombre de la unidad nacional. Aclaró que se trataba de un candidato con muchas de cuyas posturas políticos el mismo González Luna jamás había estado de acuerdo, era un candidato que no participaba de las convicciones de quien en ese momento lo estaba proponiendo. No era miembro de Acción Nacional, y por lo tanto no suscribía íntegramente sus principios, aunque pudiera estar de acuerdo con la trayectoria general del partido en su aspecto específicamente político. Era consciente de que el candidato que quería proponer suscitaría objeciones. No obstante, por su capacidad intelectual, por sus experiencias políticas, por estar separado de la nauseabunda realidad política de México durante el último cuarto de siglo, y por haber podido juzgar con la perspectiva y con la independencia necesarias todos los desvíos de la Revolución de la que había formado parte, era capaz de atraer al rededor de sí a gentes que no comulgaban con las ideas del PAN ni los panistas con las de ellos, pero que podían unirse en un esfuerzo leal y sincero para la recuperación política de México. Ese candidato podía juntar el acervo preciosos de las piezas desechas de la cultura occidental y de las esencias de México para trasponer con fe y con capacidad de combate el momento crucial que se estaba viviendo y dar a México la posibilidad de recuperar plenamente su rumbo y su visión. Tampoco sabía si a quien iba a proponer aceptaría. No lo conocía personalmente. Señaló un nombre: Luis Cabrera.

En relación al segundo punto, los archivos regionales dan cuenta de que desde el principio se acercaron al PAN no sólo profesionistas y banqueros, sino también gente del pueblo. Basta ver las listas de los primero integrantes en Jalisco y ver las fotografías de quienes asistieron al acto de la fundación del Comité Regional.

Lo de que González Luna quería más una academia que un partido fue una acusación que lanzaron enemigos del PAN. El mismo González Luna aclaró en muchas ocasiones que Acción Nacional no era una academia, ni una mera organización cívica. González Luna defendió que los partidos debían ser órganos de creación y de organización de una opinión pública resultante de una conciencia política iluminada para la acción. El PAN había desmentido en los hechos ser un pequeño núcleo de intelectuales y banqueros. Comunidades enteras de ejidatarios seguían los postulados panistas. Llamaba a no permitir que prevalecieran los que intentaban que los panistas aceptaran la inutilidad de su esfuerzo y perdieran la esperanza.

Volvamos al tema central. Una lectura cuidadosa de la abundante correspondencia entre Gómez Morin y Efraín González Luna pone en cuestión el enfrentamiento que se ha vuelto ya hilo conductor del análisis en historias acerca del PAN.

En cuanto a las diferencias entre González Luna y Gómez Morin habría que hacer precisiones. Las trayectorias previas a la fundación del PAN ciertamente eran muy diversas. Gómez Morin había sido agente financiero de México en Nueva York, oficial mayor y subsecretario de Hacienda, fundador y Presidente del Consejo del Banco de México, fundador del Banco de Crédito Agrícola, del Banco Nacional Urbano y de Obras Públicas, fundador del Banco Central de Quito, redactor de leyes crediticias, y rector de la UNAM. La formación de Gómez Morin era liberal. Por su parte González Luna venía de una militancia y de una cultura católica. En su físico y en su carácter también eran diferentes: bajo y extrovertido uno, alto e introvertido el otro. Sin embargo, quienes insisten en las diferencias no examinan lo que sucedió una vez que ambos se encontraron y convivieron en la experiencia de formar y consolidar al partido Acción Nacional. Prosiguieron interactuando con personalidades distintas, con apreciaciones diversas sobre determinados asuntos; pero construyendo un espíritu único en una férrea amistad que implicó una doble conversión. Gómez Morin convirtió a González Luna en un político, y González Luna convirtió a Gómez Morin en un hombre de una profunda convicción teologal. No habría que olvidar que esto último lo confesó el mismo Gómez Morin.

La lectura de la abundante correspondencia entre ellos da cuenta de cómo en lo fundamental construyeron en el tiempo las mismas convicciones, de cómo se influyeron mutuamente hasta hacer confluir su diversidad en una fructífera unidad. Ambas conversiones fueron determinantes para ambos. Fueron hechos decisivos. Gómez Morin impulsó a González Luna a hablar en actos partidarios, a escribir en periódicos, a publicar libros, a aceptar candidaturas, a buscar la participación electoral, a salir en su propia defensa ante los ataques. González Luna impulsó a Gómez Morin a no decaer ante las dificultades. Gómez Morin no temía el diálogo con grandes funcionarios del régimen; González Luna desconfiaba de esos contactos. González Luna reforzó en Gómez Morin la visión de que las virtudes teologales (fe, esperanza y amor) tenían una traducción concreta en el compromiso político. Eso no implicaba que el PAN debía ser un partido católico. Los dos estaban convencidos de que no había que hacer de Acción Nacional un partido confesional. Ambos se opusieron a que el PAN fuera convertido en un partido social demócrata.

Gómez Morin apreciaba el discurso “elevado y sabio” de Efraín. Lo calificó de hombre superior. Daba gracias a Dios de que le hubiera permitido compartir con Efraín una buena parte del camino, en la cual había sido iluminado por la inteligencia y enriquecido por la bondad de González Luna. Manuel agradeció el cariño que le tuvo Efraín, su ejemplo con el que había enfrentado las calamidades con dignidad superior, su pensamiento lleno de luz, su empeño en la perfección, la sinceridad de su entrega y el estímulo de su fe tan limpia y segura.

Cuando se fueron presentando las dificultades electorales por la persistencia y el recrudecimiento del fraude, González Luna lanzó la idea de examinar la posibilidad de optar por la abstención, pero como campaña activa. Gómez Morin sistemáticamente se oponía a eso. No obstante, hacia el segundo lustro de los años cincuenta ambos llegaron a externar una angustiosa preocupación sobre participar o abstenerse electoralmente. La constatación de la tendencia popular a la inactividad los llevaba a temer que optar por la abstención podría matar al partido. El intercambio epistolar saca a flote lo que fue durante esos 25 años ese continuo exponerse dudas uno a otro, el examen común de los problemas, el llegar los dos a soluciones compartidas, construidas a partir de la discusión entre ambos. Si bien en el inicio de sus trayectorias había una diferencia muy grande, a través de un contacto continuo durante su participación en Acción Nacional se logró una construcción que identificó y unió ambas trayectorias. Lo diverso logró una unidad dialéctica a través de la intensa comunión de una profunda amistad. El trabajo profesional, el político, lo cultural, la literatura, la filosofía los fue acercando cada vez más. La continua comunicación, diálogo, interés del uno por el otro fue construyendo entre ellos una comunidad espiritual. Hicieron de su amistad una perfección de su vida activa. Esa amistad fue acompañando su ciclo vital, los ayudó a enfrentar y superar crisis, fue un soporte espiritual, emocional, cultural y político; generó confianza y responsabilidad recíprocas; les permitió a cada uno adentrarse en terrenos que uno a otro iban abriendo. La confianza, la reciprocidad, la lealtad fueron configurando, a través de esa intensa relación diádica, una igualdad esencial con presencia de diferencias que se fueron haciendo secundarias. No sólo no tenían divergencias de importancia, sino que llegaron a una comunión muy honda en términos de concepción y praxis cristiana de la vida.

González Luna no sólo pretendía una identidad doctrinaria sino cambios profundos en la sociedad y en el poder a través del partido. Se trataba de una visión que podríamos calificar de gramsciana: ganar la hegemonía en la mente de las gentes para tener verdaderamente el poder.

Ser fuerza moral y buscar el bien común no quería decir que no buscara el poder. Los liberales han criticado el que la política tuviera como objetivo el logro del Bien Común. Han señalado que el Bien Común es un fantasma que tiene significados diferentes para grupos y épocas diversas. Han recalcado que aunque un gobierno proclame buscar el Bien Común, sus decisiones benefician a unos y dañan a otros. Por eso mismo han recomendado que el gobierno se centre en conciliar intereses, y se olvide del Bien Común. Han reconocido que la voluntad pública es una creación ilegítima de un grupo político o económico que busca promover su propio bien reivindicando que las acciones de su gobierno sirvan su propia definición egoísta de una irreal voluntad pública. Han llegado a decir incluso que ese tipo de acciones pueden dañar los intereses de la mayoría. Han argumentado que, pese a la persistencia de la doctrina clásica del Bien Común, lo que prevalece es una descarnada lucha política que no es otra cosa que la pugna entre elites para hacer prevalecer sus propios intereses. Por eso el liberalismo recomienda que se produzca un gobierno de trabajo, y que éste no aspire a algún ideal sublime de Bien Común. El liberalismo ha influido en la visión de una sociedad constituida por individuos separados de sus semejantes y encerrados en sus bienes e intereses. El tiempo corto de las decisiones privadas no corresponde sino raramente con el tiempo largo de las decisiones colectivas. Es cierto que al asumir el Bien Común el estado no escapa al juego de intereses individuales y grupales. También es verdad que cada vez es más difícil que los individuos se muestren dispuestos a actuar en el sentido que no sea exclusivamente su propio interés. Pero las objeciones, por fuertes que han sido, no son del todo contundentes, pues mientras exista una masa crítica de ciudadanos no solamente capaces de acciones altruistas sino del ejercicio de la misma razón crítica, el cambio social sigue siendo posible. Por encima de los intereses en conflicto existe un interés general. La cuestión es ver cómo el Bien Común pueda emerger basándose en un principio ético que demande la justicia. También se ha constatado que negar el Bien Común es negar la especificidad de la convivencia social mediada por la política. El Bien Común no puede expresarse sino por la razón política que es el de cada persona en sociedad. Si no hay Bien Común, no hay diálogo ni comunicación social posible, y sólo queda la violencia. Existe en cada sociedad una clase de intereses que trascienden el interés de cada uno de sus miembros. Surgen beneficios en la cooperación. Hay que ver los intereses colectivos para que haya beneficios para cada uno. El Bien Común sigue siendo la base de la existencia y el desarrollo de la sociedad. Su objetivo es la riqueza común. Se trata del conjunto de principios, reglas, instituciones y medios que permiten promover y garantizar la existencia de todos los miembros de una comunidad humana. El Bien Común reside en el hecho de que personas o grupos que componen una sociedad tienen intereses no reductibles a la suma de sus intereses individuales. Un elemento básico es el respeto de las acciones de los otros. Se estructura en torno al derecho de todos al acceso justo a la alimentación, la vivienda, la energía, la educación, la salud, el transporte, la información, la democracia. El Bien Común o interés general es la base de legitimación moral de la acción política. Ante la objeción de que lo relativo al Bien Común se inscribía en una filosofía social, González Luna precisó que las filosofías sociales eran capaces de convertirse en milicia.

Alguien que contendió en dos campañas para diputado federal y en una a la Presidencia de la República, que elaboró uno de los proyectos más avanzados de reforma electoral, que se preocupaba por una adecuada distritación y que ayudó a los legisladores panistas a formular leyes concretas, no puede ser visto como colocado en un olimpo con respecto a la política concreta.

La tensión descrita y analizada por Loaeza en la historia panista, ha sido un hecho. Faltaría buscarle una explicación, que no considero se encuentre en problemas entre los fundadores.

No se puede eludir una última discusión. Estudios recientes (como el de Manuel Castells, La era de la información, Siglo XXI, México, 1999) visto a los sistemas políticos sumidos en una crisis estructural de legitimidad, hundidos periódicamente por escándalos, dependiendo de los medios de comunicación y de liderazgos personalizados, y cada vez más separados de las preocupaciones de los ciudadanos. Hay un cinismo político. Aumenta la crisis de los estados nacionales. Los gobiernos y las economías locales se vuelven vulnerables a los flujos financieros volátiles. Los cambios económicos de fin de siglo afectan también a la cultura y al poder. La política tiende a encerrarse en el espacio de los medios masivos de comunicación. Los medios electrónicos se van convirtiendo en espacios privilegiados de la política. Esto repercute en los actores políticos y en las formas de organización. Hay crisis de los sistemas políticos tradicionales. Esto repercute en elecciones, en la organización política, en la toma de decisiones. Se modifican las relaciones entre el estado y la sociedad. La política se hace espectáculo, e impera el marketing político. Hay crisis de credibilidad de los partidos políticos. Crece la desafección respeto de los partidos, los políticos y la política profesional. Aumenta la volatilidad del electorado. Sin embargo, todavía siguen siendo necesarios los partidos para la representación electoral. La democracia política va quedando como cascarón vacío Se modifica también la sociedad civil heredada de la era industrial. Crece la economía y la organización criminal global. Hay nuevos desafíos políticos. Hay situaciones efímeras, y alianzas provisionales. Muchos problemas concretos se negocian al margen de las instituciones formales. Se multiplica una política centrada en cuestiones concretas al margen de los partidos. Todavía quienes ganen la mente de la gente pueden acceder a poderes formales; pero las victorias tienden a ser efímeras. Aunque los partidos siguen siendo instrumentos para procesar demandas sociales van agotando su potencial como agentes de cambio social. Siguen siendo negociadores, pero ya no se les ve capacidad de innovación. No está por demás tratar de discutir qué formas están emergiendo de organización política, y cómo afecta esto a los partidos como los hemos conocido hasta ahora. Por lo pronto hay que leer y discutir el sugerente libro de Loaeza.