No vamos
por el anís, ni porque hay que
ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos
soportar las formas más solapadas de la hipocresía.
Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse
de la índole del duelo, y si es de verdad, si se
llora porque llorar es lo único que les queda a esos
hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a
café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos
desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda
en nombre de la familia; no nos gusta interponer
insolentemente nuestra vida ajena a ese dialogo con
la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi
prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o
en la sala se han armado los trípodes del camelo,
entonces la familia se pone sus mejores trajes,
espera a que el velorio este a punto, y se va
presentando de a poco pero implacablemente.
En Pacífico las cosas ocurren
casi siempre en un patio con macetas y música de
radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden
a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines
y los parientes, alternándose contra las paredes.
Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos,
a quienes se reconoce fácilmente porque lloran
apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos
ante el difunto, escoltados por algún pariente
cercano. Una o dos horas después toda la familia
esta en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos
nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera
venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros.
Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los
interlocutores con quienes se departe en la cocina,
bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguan, y
de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la
calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar
opiniones políticas y deportivas. No nos lleva
demasiado tiempo sondear los sentimientos de los
deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate
dulce y los Particulares livianos son el puente
confidencial; antes de media noche estamos seguros,
podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi
hermana la menor se encarga de la primera escaramuza;
diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa
los ojos con un pañuelo violela y empieza a llorar,
primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto
increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente
le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a
las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas
emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla,
mientras otras vecinas se ocupan de los parientes
cercanos bruscamente contagiados por la crisis.
Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la
puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias
en voz baja, encogimientos de hombros por parte de
los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han
debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus
manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres
primas segundas se largan a llorar sin afectación,
sin gritos, pero tan conmovedoramente que los
parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden
que no es posible quedarse así descansando mientras
extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera,
y otra vez se suman a la deploración general, otra
vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras
ancianas, aflojar el cinturón a viejitos
convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo
regular este momento para entrar en la sala mortuoria
y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca
estamos realmente afligidos, jamás podemos oír
llorar a nuestras hermanas sin que una congoja
infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de
la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un
tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle
General Rodríguez, en Bánfield, cosas asi, siempre
tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del
difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos
obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos
cinco hombres que lloran de verdad en el velorio,
mientras los deudos juntan desesperadamente el
aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que
cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos,
que solamente ellos tienen derecho a llorar así en
esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos
por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En
vano acumulan los hipos y los desmayos, inutilmente
los vecinos más solidarios los apoyan con sus
consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos
para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis
padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay
algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos
que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras
contando desde la esquina, para velar al finado. Los
vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan
caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y
a comentar; algunos parientes, extenuados por una
hora y media de llanto sostenido, duermen
estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden,
aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes
de las seis de la mañana somos los dueños
indiscutidos del velorio, la mayoria de los vecinos
se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen
en diferentes posturas y grados de agotagamiento, el
alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan
enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café
hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en
el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de
hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al
pasar. Cuando llega el coche fúnebre las
disposiciones estan tomadas, mis hermanas llevan a
los parientes a despedirse del finado antes del
cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras
mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta
desalojarlos, abreviar el ultimo adiós y quedarse
solos junto al muerto. Rendidos, extraviados,
comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar,
los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier
cosa que se les acerca a los labios, y responden con
vagas protestas inconsistentes a las cariñosas
solicitudes de mis primas y mis hermanas. Cuando es
hora de partir y la casa está llena de parientes y
amigos, una organización invisible pero sin brechas
decide cada movimiento, el director de la funeraria
acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd
se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el
mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a
último momento adelantan una reivindicación
destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo
es como debe ser, los miran escandalizados y los
obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan
mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo,
y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los
deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en
grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube
donde puede, y hay parientes que se ven precisados a
llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire
matinal y el largo trayecto, traman una reconquista
en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas
llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al
orador designado por la familia o los amigos del
difunto, y fácilmente reconocible por su cara de
circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo
del saco. Estrechándole las manos, le empapan las
solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando
sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que
mi tío el menor suba a la tribuna y abra los
discursos con una oración que es siempre un modelo
de verdad y discreción. Dura tres minutos, se
refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes
y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a
nada de lo que dice; está profundamente emocionado,
y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi
hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del
panegírico en nombre del vecindario, mientras el
vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso
entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su
chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre
moviliza al personal de la funeraria; dulcemente
empieza a rodar el catafalco, y los oradores
oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose
y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por
lo regular no nos molestamos en acompanar al difunto
hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media
vuelta y salimos todos juntos, comentando las
incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los
parientes corren desesperadamente para agarrar alguno
de los cordones del ataúd y se pelean con los
vecinos que entre tanto se han posesionado de los
cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven
los parientes.
Ocupaciones
Raras
Julio
Cortazar