Mucho antes
de llevar nuestra idea a la práctica sabíamos que
el posado de los tigres planteaba un doble problema,
sentimental y moral. El primero no se refería tanto
al posado como al tigre mismo, en la medida en que a
estos felinos no les agrada que los posen y acuden a
todas sus energías, que son enormes, para resistirse.
¿Cabía en esas circunstancias arrostrar la
idiosincrasia de dichos animales? Pero la pregunta
nos trasladaba al plano moral, donde toda acción
puede ser causa o efecto de esplendor o de infamia.
De noche, en nuestra casita de la calle Humboldt,
meditábamos frente a los tazones de arroz con leche,
olvidados de rociarlos con canela y azúcar. No estábamos
verdaderamente seguros de poder posar un tigre, y nos
dolía.
Se decidió por último que posaríamos uno, al solo
efecto de ver jugar el mecanismo en toda su
complejidad, y que más tarde evaluaríamos los
resultados. No hablaré aquí de la obtención del
primer tigre: fue un trabajo sutil y penoso, un
correr por consulados y droguerías, una complicada
urdimbre de billetes, cartas por avión y trabajo de
diccionario. Una noche mis primos llegaron cubiertos
de tintura de yodo: era el éxito. Bebimos tanto
nebiolo que mi hermana la menor acabó destendiendo
la mesa con el rastrillo. En esa época éramos más
jóvenes.
Ahora que el experimento ha dado los resultados que
conocemos, puedo facilitar detalles del posado. Quizá
lo más difícil sea todo lo que se refiere al
ambiente, pues se requiere una habitación con el mínimo
de muebles, cosa rara en la calle Humboldt. En el
centro se coloca el dispositivo: dos tablones
cruzados, un juego de varillas elásticas y algunas
jarras de barro con leche y agua. Posar el tigre no
es demasiado difícil, aunque puede ocurrir que la
operación fracase y haya que repetirla; la verdadera
dificultad empieza en el momento en que ya posado, el
tigre recobra la libertad y opta -de múltiples
maneras posibles- por ejercitarla. En esta etapa, que
llamaré intermedia, las reacciones de mi familia son
fundamentales; todo depende de cómo se conduzcan mis
hermanas, de la habilidad con que mi padre vuelva a
posar el tigre, utilizándolo al máximo como un
alfarero su arcilla. La menor falla sería la catástrofe,
los fusibles quemados, la leche por el suelo, el
horror de unos ojos fosforescentes rayando las
tinieblas, los chorros tibios a cada zarpazo; me
resisto a imaginarlo siquiera, puesto que hasta ahora
hemos posado el tigre sin consecuencias peligrosas.
Tanto el dispositivo como las diferentes funciones
que debemos desempeñar todos, desde el tigre hasta
mis primos segundos, parecen eficaces y se articulan
armoniosamente. Para nosotros el hecho en sí de
posar el tigre no es importante, sino que la
ceremonia se cumpla hasta el final sin transgresión.
Es preciso que el tigre acepte ser posado, o que lo
sea de manera tal que su aceptación o su rechazo
carezcan de importancia. En los instantes que uno
sentiría la tentación de llamar cruciales -quizá
por los dos tablones, quizá por mero lugar común-,
la familia se siente poseída de una exaltación
extraordinaria; mi madre no disimula las lágrimas y
mis primas carnales tejen y destejen convulsivamente
los dedos. Posar el tigre tiene algo de total
encuentro, de alineación frente a un absoluto; el
equilibrio depende de tan poco y lo pagamos a un
precio tan alto, que los breves instantes que siguen
al posado y que deciden de su perfección nos
arrebatan como de nosotros mismos, arrasan con la
tigredad y la humanidad en un solo movimiento inmóvil
que es vértigo, pausa y arribo. No hay tigre, no hay
familia, no hay posado. Imposible saber lo que hay:
un temblor que no es de esta carne, un tiempo central,
una columna de contacto. Y después salimos todos al
patio cubierto, y nuestras tías traen la sopa como
si algo cantara, como si fuéramos a un bautismo.
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