OTRA CIUDAD
E1 día en que la OTAN cumplió los cincuenta años de su fundación, yo me
despedí de mi hija en el Aeropuerto Internacional de Budapest. De allí, ella
prosiguió rumbo a la Argentina, vía Amsterdam. Menos mal que ya tenía una
cierta idea del itinerario, porque diez años atrás ella, su hermano y yo ya
habíamos hecho el mismo recorrido, pero entonces despegando desde Belgrado.
Ahora no se puede despegar desde la capital de Yugoslavia.
A la capital húngara llegamos un día antes, porque por Yugoslavia ahora se
viaja sólo de día, y el viaje por carretera entre una capital y la otra
ahora ya no se puede hacer en cinco horas, como antes. Ahora dura el doble
de tiempo, porque para llegar a la frontera hay que ir encontrando algún
puente que todavía no haya sido destruido.
En la frontera, las autoridades húngaras hicieron bajar a todos los
pasajeros de ese autobús repleto de separaciones y familias destrozadas. A
todos nos hicieron abrir hasta el último bolso, como si de aquí fuéramos con
las sopas en polvo Argo o Maggi que de allí muchos yugoslavos estuvieron
contrabandeando para sobrevivir estos últimos años. Las autoridades pusieron
mucho esmero profesional al revisar la valija de una señora que dejaba en su
casa todo lo dernás, empezando por su madre. La señora me contó que
precisamente su madre la había ayudado a tomar la decisión: "Tú vete a Nueva
York, que allí te necesitan mis bisnietitos". Ese esmero hasta la
humillación de las autoridades fronterizas de un país vecino que, como con
la mayoría de sus vecinos, Yugoslavia tiene acuerdos especiales de amistad y
colaboración, también lo pusieron al revisar todas las demás valijas.
En tanto las autoridades cumplían su deber, nosotros estuvimos dos horas y
media parados por ahí, mientras los perros policiales nos olfateaban...
Luego proseguimos el viaje, y cuando al atardecer llegarnos al estadio NEP,
al autobús subió la representante de la agencia a través de la cual
emprendimos el viaje. Ahora el turismo no consiste en echar una mirada a la
izquierda y ver la Torre Eiffel, y otra a la derecha y ver la Torre
Inclinada; ahora consiste en optar por el hotel que quede más cerca de tal o
cual embajada, o bien por otro, más alejado del centro, pero que también
está cerca de otras embajadas. En efecto, las cancillerías de esas embajadas
fueron cerradas en Belgrado cuando empezó el bombardeo, todas ellas
pertenecen a los países que desde entonces bombardean Yugoslavia.
El hotel por el que mi hija y yo optamos sencillamente resultaba menos
costoso. Por lo demás, los yugoslavos pueden entrar a la Argentina sin
visas. Como hasta hace algunos años podían entrar a todas partes. Ahora los
varones no pueden ni siquiera salir, a menos que tengan más de sesenta y
cinco años. A los yugoslavos no se los deja entrar a otros países; no pueden
salir del suyo; no pueden importar nada, y su industria, su infraestructura,
sus campos, sus hospitales y su posteridad siguen siendo nietas militares.
Ahora a uno no se lo deja salir, ni se le deja que pueda hacer entrar algo:
ahora solo le esta permitido aguardar el turno de la gran ruleta rusa de una
muerte inminente pero paulatina.
Primero las uñas, luego las pestañas. Después la lengua; los ojos también.
Un dedo; otro dedo. Las manos Y los pies. Cincuenta años de pasado en el que
a duras penas se fue construyendo todo lo que en un mes borra el futuro de
otros cincuenta años.
En el hotel una masa humana proveniente de Pristina, de todo Kosovo, de
Serbia. Ya en el autobús vinieron dos albanesas; en el hotel otras muchas.
Gitanas de todas partes, empitucadas, con blusas con lentejuelas. Los chicos
jugando al gallo ciego por las escaleras. Ya todos llevaban días haciendo
cola delante de alguna embajada. Cuando uno de ellos se enteró de que para
la Argentina no necesitaba visa, sonriendo como un personaje de Emir
Kusturica me preguntó: "Pues me voy para allá, ¿pero dónde diablos queda eso?".
Las colas se empiezan a hacer a partir de la medianoche, para lograr turno al
mediodía siguiente. Entonces se hace la cita, después de la cual tan solo
pueden empezar los trámites. Ahora, empero, ya no hará falta hacerla: ahora
los pasaportes yugoslavos son rechazados de entrada, según las últimas
ordenes oficiales.
Mi hija y yo nos fuimos a dar una vuelta por el centro. Hubiera querido
llevarla al Castillo de Buda, o a dar un paseo en lancha por el Danubio de
noche, pero ella me dijo: "Mamá, mejor nos sentamos en un cafetín para ver a
la gente". Así nos sentamos en el Art Café de la calle Vaci.
Ahí oímos la misma música que habíamos estado oyendo en cualquier bar de
Belgrado, hasta el 24 de marzo. De día, en Belgrado los cafetines siguen
estando llenos de jóvenes. Las mamás se pasean con sus bebés en los
cochecitos. Los niños juegan a las bolitas. Los amos de perros también sacan
a pasear a sus cariños. De día. Incluso bajo la sirena de alarma. De noche
nos quedamos cada uno con sus pensamientos, incluso antes de que toque la
sirena.
Oímos, pues, la voz de Tina Turner, de Sting y de Freddy Mercury. Ahora por
la radio la música en Belgrado es más bien ambiental. Sin tonos demasiado
altos; sin tonos demasiado lentos. Como que al sonido de un mero frenazo por
la calle ya nos sobresaltamos. Cuando las sirenas empiezan, todos los
vidrios crujen. Más adelante, estallan.
Sentadas en ese café, vimos a mucha gente charlando despreocupadamente.
Supusimos que debían charlar de los temas de los que más o menos aquí
también se charlaba. El estreno de alguna pieza de teatro. Vimos movimientos
distendidos; vimos miradas alegres. Después de una botella de Tokay, con la
que brindamos en esa última velada juntas, Sanda y yo dimos alguna vuelta
más junto al río. De repente, oímos de lejos una sirena. Debía ser alguna
ambulancia. Al instante Sanda y yo nos miramos. Nuestra mirada no
correspondía a ese mundo paralelo. Nuestra mirada era la del sonido de las
sirenas de este lado de la realidad.
Por fin volvimos al hotel. Dice Sanda que tuve una pesadilla, y que me
desperté exclamando: "¡Pero si estamos en Budapest!". La pesadilla quiere
decir que de hecho habré podido dormir. Sanda también durmió, a pesar de mis
gritos. Creo que soñé encontrarme a orillas de algún mar, pero que por
encima mío - no me veía, pero sabía que estaba sobre alguna roca como
aquella en la que un lejano verano estuve tomando sol en Mallorca, tras lo
cual me di cuenta de que estaba tiritando de escalofríos porque, sin que lo
notara, me había venido una insolación por primera vez en mi vida - digo que
por encima mío en ese sueño de Budapest volaban aviones que tampoco se
veían. Sólo se veían las nubes negras con que eclipsasaban los reflejos del
agua. Es que en el autobús de Belgrado ese día oímos, antes de llegar a
destino, que la aviación de la Alianza había perforado la barrera del sonido
atacando varias localidades de la costa montenegrina, al sur de Yugoslavia.
Cuando la barrera del sonido se perfora, quiere decir que las sirenas de
alarma ni siquiera han podido ponerse en marcha.
En una de esas bonitas localidades mediterráneas todos estos años yo había
logrado restablecer mi armonía interior cuidando un jardín, podándole la
ligustrina, quitándole las hojas viejas a la palmera, hablándole a un cedro
que planté y que iba viendo crecer. Plantar un árbol que llega a su plenitud
cientos de años después de haberlo plantado provoca brotes de eternidad en
el que lo planta. Ahora ya no se puede llegar a la costa, ni en avión ni por
carretera.
Al día siguiente, en Budapest, Sanda y yo hicimos un breve paseíto junto a
nuestro hotel. Sanda quería llegar tres horas antes al aeropuerto; quería
concentrarse en todas las etapas desconocidas del nuevo capítulo que estaba
por empezar; quería revisar el mapa del Aeropuerto Schipfol, un enorme
laberinto en el que diez años atrás nos extraviamos; quería hablarme de los
amigos que vinieron a despedirla el día anterior.
En el aeropuerto reconocimos a varias personalidades destacadas de la vida
artística de nuestra ciudad. Quizá algunas de ellas viajaran como de
costumbre, a alguna exposición o gira internacionales; quizá algunas de
ellas realmente viajaran por esa razón. Sanda y yo nos abrazamos. Tratamos
de bromear. Nos acordamos de lo que habíamos leído en una pared de Belgrado:
"Si ahora no nos volvemos locos, de veras no somos normales".
Volví al hotel. Pasé ahí otra noche, puesto que - como ya dije - de noche no
hay circulación por las carreteras que quedan en Yugoslavia. Si dormí, no soñé.
Cuando al atardecer del día siguiente llegué a Belgrado, bajo la alarma de
un ataque aéreo pendiente, mi esposo me dijo: "Que la bienvenida te la de la
noticia de que Sanda ya ha llegado a Buenos Aires. Todas tus primas fueron a
esperarla. Acaba de llamar por teléfono".
A Belgrado llegué al día siguiente del cincuentenario de la OTAN, y al mes
de su primer bombardeo: el 23 de abril Sanda se fue; el 24 yo volví.
Ahora Sanda quizá no hubiera podido hablar con su papá, porque anteanoche
tuvimos un apagón. No sólo en Belgrado; no sólo en toda Vojvodina, sino en
toda Serbia. Desde el cielo ensayaron unas fibras con grafito que provocan
cortacircuitos como para que además de dejarnos sin electricidad, a ciertos
barrios o a los pisos más allá del tercero tampoco llegue el agua: las
bombas de presión funcionan a base de electricidad, lo mismo que los
teléfonos que ahora usamos. Al quedarnos sin luz, nos quedarnos sin voz.
Desde el cielo, además, también han venido cayendo papelitos con mensajes
escritos en un serbio mal traducido del inglés. Aunque compartiera parte de
esos mensajes, me temo que habría que quemarlos de inmediato, porque parece
que se imprimen en bases militares en la que los trabajadores tienen que
ponerse trajes que los protejan de los microorganismos con que se impregna
el papel, además de que me pregunto quién y porqué me sobrevuela día y
noche, ahora que los aviones de aquí no pueden despegar. Ahora que las
refinerías están en llamas. Ahora que los autos son cada vez más raros,
aparte de que ya no tienen muchos lugares a donde ir.
Antes íbamos por lo menos a tomar un café en la Torre de Televisión del
Monte de Avala. Ese símbolo de Belgrado, que siempre nos indicaba, al volver
de alguna parte, que ya estábamos cerca de la ciudad, y que figura en
antologías mundiales de cálculos de estática, ahora sólo se puede ver en
antiguas fotografías. Efectivamente, la Torre fue derrumbada la noche en que
también se destruyó el edificio del Estado Mayor Supremo, en pleno centro.
El edificio era otra joya arquitectónica, en forma del Cañón del Río
Sutjeska, donde durante la Segunda Guerra Mundial se libró una lucha épica
contra los invasores de entonces.
Esa misma noche, a tres cuadras de nuestra casa, prodújose un nuevo "error
colateral". A consecuencia de este error, ayer sucumbió a las heridas una
maestra de 23 años. Esa noche todo nuestro edificio gimió. Por la madrugada
de esa misma noche hubo un terremoto de 5,5 grados, no sé de qué escala.
Cuando todo el edificio volvió a gemir, yo le dije a mi esposo: "Esto es
sólo un terremoto".
Se lo dije con la calma de la vendedora del mercado, que el otro día, cuando
se oyó una detonación sin previo aviso, simplemente me dijo: "Ay, m'ijita,
esta es mi quinta guerra. Hasta la tercera todavía hacía caso de esas cosas".
¡Tánto cielo, y tan malgastado! El correo aéreo, por supuesto, no funciona.
En realidad, de aquí al exterior sigue funcionando, pero en los países de la
OTAN no se aceptan envíos para Yugoslavia. Por si acaso, desde Budapest le
mandé a Sanda una postal a Buenos Aires, el mismo día en que se fue en
avión. Le mandé una postal que había llamado su atención a través de la
vidriera de la librería: una postal de esa Otra Ciudad.
El día del cumpleaños de la OTAN, el 6 de mayo, fue mi cumpleaños. Cumplí la
misma edad, si es que el tiempo de ellos y el tiempo mío tienen algo que
ver. Ese día terminé el texto de Otra Ciudad.
Desde esta ciudad blanca, que ya no es la misma. Que también es Otra. Ahora,
en esta ciudad, del cielo también caen encendedores y bolígrafos o biromes
que explotan en las manos.
Ahora, en esta ciudad.
Otra Ciudad.
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